Ну вот и ты шагнула в пустоту, В "разверзстую" пугающую бездну. Дышать невмочь и жить невмоготу. Итог жесток - бороться бесполезно. Последний шаг, удушье и испуг, Внезапный шок, желание вернуться. Но выбор сделан - и замкнулся круг. Твой новый путь - заснуть и не проснуться. Лицо Богини, полудетский взгля

La Larga Sombra De Un Sue?o

La Larga Sombra De Un Sue?o Roberta Mezzabarba ”La noche en la que apareci? en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hac?a tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana g?lida y cortante, todav?a se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escapar?a”. ”La noche en la que apareci? en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hac?a tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana g?lida y cortante, todav?a se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escapar?a”. De esta manera comienza LA LARGA SOMBRA DE UN SUE?O. Vidas que se entrecruzan, orgullo, historias que se repiten y emociones, pasiones… destinos. Greta es una muchacha que decide tomar las riendas de su vida pero, luego, se da cuenta de que nunca ha abandonado sus ra?ces, que comprende que una herida, para considerarse cicatrizada, debe ser limpiada dolorosamente hasta llegar al coraz?n del problema. Nadie puede alcanzar la claridad sin caer primero hasta el infierno y remontarse para ver el cielo. Es verdad, nada ser? como antes pero, si se quiere vivir y no solamente existir, este es el camino. Estos son los puntos fuertes de esta novela, bien articulada, gratamente fluida. Un libro rom?ntico pero no demasiado, que esconde muchos enfoques y est? abierta a m?ltiples interpretaciones pero, sobre todo, un an?lisis del hombre, entendido como ser viviente, a merced de una vida imprevisible. Puedes ver el booktrailer aqu?: https://youtu.be/fSlelRK3fdY Roberta Mezzabarba La Larga Sombra de un Sue?o Esta es una obra de fantas?a. Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual. Tituolo oroginale de la obra: La lunga ombra di un sogno Primera Edici?n noviembre 2017 IL MARE © 2017 La Caravella Editrice Segunda Edici?n Publicado por ©Tektime junio 2020 304 p?ginas www.traduzionelibri.it Roberta Mezzabarba La larga sombra de un sue?o Traductora: Mar?a Acosta D?az A mi abuela Giacinta,ahora un dulce recuerdo,que me ha ense?adoa no rendirmeJam?s. Prefacio La noche en la que apareci? en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a su vida que, desde hac?a tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana g?lida y cortante, todav?a se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escapar?a. En la oscuridad s?lo hab?a olas, lenguas blancas y espumeantes, que se mov?an, deliberadamente, para romper la armon?a de aquella mesa azul oscura, avanzaban con movimientos cada vez m?s implacables, casi como si quisiesen golpear con violencia los escollos oscuros de aquella bah?a pedregosa a pico sobre el agua. La espesa vegetaci?n, presente s?lo de manera fragmentaria sobre aquella orilla, ondeaba como lo habr?an hecho verdes guedejas de ninfas, despeinadas por un viento inc?modo. Muchas veces, desde ni?a, Greta se hab?a refugiado all?, en aquel Ed?n, donde pod?a sentir, c?lido y vivo, el contacto con la parte m?s ind?mita de s? misma: se sent?a muy apartada del resto del mundo que la rodeaba y sin embargo el dolor consegu?a alcanzarla con oleadas tan cercanas que le hac?an perder completamente la percepci?n de cualquier otra cosa. Quiz?s desde ni?a hab?a estado siempre un poco desconectada del resto del mundo, de lo que la masa cre?a justo… y ahora, despu?s de tanto tiempo, en su mente cada vez era m?s firme la convicci?n de que har?a bien si continuaba manteniendo las distancias con todo lo que la rodeaba: demasiado a menudo la excesiva proximidad, la excesiva confianza, nos convierte en fr?giles e indefensos para juzgar y combatir lo que nos perjudica. De ni?a le encantaba fantasear, con la mirada perdida en el azul oscuro del mar: so?aba con ser una princesa prisionera de una bruja malvada, contra la cual resist?a a la espera de que su pr?ncipe viniese a salvarla, en su caballo blanco. Quiz?s era justo la persecuci?n de aquel sue?o lo que, en un cierto momento, se hab?a convertido en exasperante, hab?a infectado lo que podr?a haber sido una existencia por lo menos tranquila. S?lo ahora que se hab?a quedado sola, realmente sola, se daba cuenta de esto, con amargura. S?lo ahora, que no ten?a ni siquiera fuerzas para recoger los fragmentos de su vida, escombros que se acumulaban alrededor de ella, momentos ahora ya perdidos irremediablemente, ve?a con claridad ante s? la sombra que le hab?a ocultado el sol. La larga sombra de un sue?o. PRIMERA PARTE ?Por qu? el hombre se enorgullece de poseer una sensibilidad superior a la que muestran los animales? Esto no hace sino vincularlo cada vez m?s a la necesidad. Si nuestros impulsos se limitasen al hambre, sed y deseos sexuales ser?amos pr?cticamente libres, en cambio cada r?faga de viento, cada palabra dicha al azar o la escena que ?sta evoca en nosotros nos afecta en lo m?s hondo     Mary Shelley 1 Ya era tarde para permanecer sentada sobre los escalones del Duomo pero Greta jam?s se cansaba de sentirse arropada por aquella plaza, libre para poder admirar hasta la saciedad las ventanas geminadas del Palazzo Papale: era un espect?culo como pocos cuando el sol rojo del atardecer afinaba todav?a m?s sus delgados entramados. A primera vista pod?an parecer como encajes preciosos, elaborados por una experta bordadora, en cambio no eran m?s que el fruto de la fuerza y de la precisi?n de brazos potentes y dedos sabios de canteros viterbeses que con su arte consegu?an domar la aparente dureza del peperino[1 - Nota del traductor: Toba volc?nica de color marr?n o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calc?rea con cristales diseminados de otros minerales.] haciendo que adoptase la forma que m?s deseaban. En aquellos momentos todo era m?gico. Hab?an ya pasado m?s de cinco a?os desde que Greta trabajaba en Viterbo, como secretaria de un notario. Amaba su patria adoptiva, las callejuelas del centro hist?rico pavimentadas con adoquines, las fuentes en cada plaza, las escaleras exteriores pegadas a las fachadas que, con su refinada arquitectura, hac?an de conexi?n entre la calle y el primer piso de los edificios del prerrenacimiento; amaba aquel aire de paz que se respiraba en las campi?as poco distantes de la ciudad. A pesar de esto, como aut?ntica siciliana, no hab?a conseguido mantenerse alejada del agua, el elemento que prefer?a y que cre?a casi indispensable para su supervivencia. Despu?s de haber escapado de Aci Castello se hab?a alojado por un breve per?odo en Roma, donde hab?a trabajado en un sitio de comida r?pida, pero luego hab?a buscado playas m?s tranquilas. Hab?a alquilado una casa en Capodimonte, un peque?o pueblo cerca de Viterbo, ba?ado por las aguas del lago de Bolsena. Aquel fant?stico espejo de agua, con sus dos islas siempre presentes como guardianas, la hab?a atra?do desde el primer momento, hechiz?ndola enseguida. Ya era tarde y Greta deb?a volver a casa pero primero deber?a pasar a ver al notario De Fusco, su jefe, para retirar algunos expedientes que deb?a entregar al propietario de una de las dos islas del lago de Bolsena, la isla Bisentina: estaba emocionada por el hecho de que a la ma?ana siguiente, en una peque?a barca, ir?a hasta la isla que hab?a suscitado su curiosidad desde el mismo instante en que la hab?a visto y podr?a observar con sus propios ojos aquello que s?lo hab?a escuchado contar. El notario De Fusco era un hombre graso, de unos sesenta a?os, con poco pelo y una mirada vacua, serio con su trabajo pero, realmente, no muy en?rgico. Es una buena persona, pensaba Greta, pero ten?a miedo de su propia sombra y quiz?s ese era su peor defecto. Greta recordaba cuando, unos a?os antes, escudri?ando un peri?dico local a la b?squeda de un trabajo, en las p?ginas de los anuncios, le impact? lo telegr?fico de su mensaje Seriedad y ganas de trabajar. Es lo que busco. ?l era as?. «Entonces se?orita Greta, estamos de acuerdo. Ma?ana por la ma?ana usted ir? a visitar al Pr?ncipe del Drago en la barca de aquel pescador con el que ya he contactado, le leer? uno por uno los documentos de venta, har? que los apruebe, le dejar? una copia y otra la traer? de vuelta. Le ruego que sea amable pero no ceremoniosa, el exceso no es jam?s adecuado en este tipo de situaciones.» Ya le hab?a repetido tres o cuatro veces a Greta la lecci?n de qu? y c?mo hacer una operaci?n que ella conoc?a perfectamente, pero ?l estaba visiblemente nervioso por el ?xito de aquel gran negocio: el hecho de que un gran terrateniente como el Pr?ncipe del Drago lo hubiese escogido entre todos los notarios que hab?a en la zona para poner en orden sus negocios inmobiliarios representaba, seguramente, un motivo de orgullo, sobre todo con respecto a sus colegas que, como dec?a cuando estaba de humor para confidencias, asum?an el trabajo s?lo como una manera para ganarse el sustento. Despu?s de salir del palacete donde ten?a la sede su oficina, con un considerable paquete de papeles encerrados en el bolso de piel negra que el notario le hab?a prestado para la ocasi?n, Greta se top? con un aire fresco que parec?a quererla acompa?ar a la parada del autob?s, como habr?a hecho un compa?ero fiel, preparado para escuchar sus aventuras del d?a anterior. * * * Cuando, finalmente, lleg? el momento de bajar del autob?s, el sol se estaba poniendo y, en su lugar, en el cielo hab?a un leve enrojecimiento que reflejaba sombras de sangre sobre el lago que parec?a haber sido herido por la estela dejada por alguna remota barca de pescadores que volv?a de instalar las redes: las dos islas se perfilaban contra el horizonte oscuro como la noche. La Rocca[2 - Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.]di Capodimonte que miraba al lago desde la peque?a pen?nsula en la que surg?a la parte m?s antigua del pueblo, se alzaba con su soberbia figura poligonal. El bosque que coronaba la fortaleza, con sus antiguos magnolios frescos y brillantes, con las palmeras y las adelfas rosas, fue seguramente estudiado para disminuir pr?cticamente la visi?n de la altura de los grandes contrafuertes que la sosten?an, pero su presencia embellec?a a?n m?s el cuadro que se dibujaba al observar la fortaleza, incluso desde lejos. Greta se encamin? hacia su casa pensando en la primera vez que hab?a visitado aquel palacete: recordaba el patio, con sus puertas, sus ventanas, con el triple porche proyectado por Sangallo, recordaba los pisos superiores, accesibles a trav?s de una escalinata probablemente utilizada en tiempos antiguos incluso por los caballos, recordaba escaleras largas, derechas y oscuras. Todo estaba desierto en la vieja fortaleza y, si bien desde cada ventana, desde cada agujero, el lago se extend?a con sus brillantes colores, no se advert?a m?s que tristeza filtrarse de los muros que un tiempo hab?an acogido los fastos y el esplendor de nobles linajes, y que ahora s?lo viv?an a?os de soledad. Si bien en la melancol?a de aquellos recuerdos los pensamientos de Greta corr?an hacia el d?a siguiente, cuando finalmente podr?a ir a la isla Bisentina, min?sculo trozo de tierra, y sin embargo tan fascinante como para ocupar, aquella noche, todos sus pensamientos. Siempre con la mirada vuelta hacia el lago camin? por la empinada cuesta pavimentada con adoquines grises que conduc?a a la parte m?s alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Greta conoc?a bien las callejuelas empinadas y tortuosas llenas de escaleras, muros, arcos entre edificios, con las casas que se asomaban a ellos, construidas con la piedra oscura del lugar, hendidas a veces por oscuros pasillos, o animadas por la nota roja de una franja o de un simple remiendo con ladrillos. Conoc?a el perfume de las macetas y jardineras llenas de hierbas y de flores que asomaban desde las peque?as ventanas, o puestas para adornar cualquier peque?o tabern?culo en los ?ngulos de los edificios. De repente, resurgiendo de la contemplaci?n de aquel puesto id?lico que se mostraba sin pretensiones en su simplicidad, sinti? que se le hab?a acercado alguien cuya sombra se alargaba cerca de la suya. «Buenas noches, se?orita Greta, esta noche hab?is vuelto realmente tarde. Usted trabaja demasiado.» Una ancha sonrisa, enmarcada por miles de min?sculas arrugas esculpidas en un rostro quemado por el sol: era el vecino de Greta, el viejo pescador. «?Caramba! Se?or Giacomo, ?me ha dado un buen susto! Qui?n sabe qui?n pensaba que fuese a estas horas… Esta noche tengo la cabeza en otro sitio, creo que estoy ya en medio del lago.» Siguieron caminado durante un tramo del camino, uno al lado del otro, sin decir palabra, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, Greta con la maleta llena de documentos en la mano derecha y Giacomo con una cesta llena de productos frescos de su huerta: zanahorias estilizadas, tomates rojos y jugosos, patatas amarillas, melocotones de piel rosada y aterciopelada y huevos todav?a reci?n cogidos. Sobre los productos de la huerta Giacomo hab?a colocado un manojo de flores, unidas a la perfecci?n por una ramita anudada: distintos tipos de cinia, delicados aster y gladiolos apenas floridos. Ahora ya hab?an llegado a la plazuela: Giacomo habr?a querido regalar a Greta aquella cesta con los productos de su huerta pero la muchacha nunca hab?a querido aceptar nada de ?l, respondiendo que el hecho de que ocupase aquella preciosa casita a cambio de un alquiler baj?simo era ya un regalo demasiado grande para una desconocida. «Me gustar?a que usted aceptase esta… esta cesta, se?orita Greta. Ya es hora de que tambi?n usted conozca las primicias de mi huerto. Os lo ruego, yo vivo solo y siempre tengo fruta y verdura de sobra. No es ning?n sacrificio para m?, es m?s, ser?a un placer». «De acuerdo, se?or Giacomo, acepto con gran placer vuestro regalo, a condici?n de que esta noche veng?is a mi casa a cenar conmigo. Estoy convencida de que, con todas estas maravillas, incluso un desastre como yo ser? capaz de preparar una exquisitez con guinda incluida». Esos d?as Greta se sent?a un poco melanc?lica y quiz?s compartir mesa con aquel simp?tico anciano de cabellos blancos le vendr?a bien. Grieta se puso enseguida a cocinar y en poco m?s de una hora hab?a ya preparado la comida y puesta la mesa para dos: le parec?a raro compartir la mesa con otra persona despu?s de casi seis a?os de soledad. Se asom? a la puerta para llamar a su vecino. Se sent?a feliz. Giacomo, que para ella representaba el abuelo que no hab?a tenido posibilidad de conocer, para aquella ocasi?n se hab?a puesto el traje de los domingos, con el chaleco debajo de la chaqueta y adem?s se hab?a echado brillantina en el pelo. Se sentaron a la mesa los dos un poco inc?modos: Greta hab?a preparado una tortilla de patata, una ensalada de tomates y zanahorias y una macedonia de melocotones, y se hab?a asegurado de poner en el centro de la mesa un jarr?n con agua con las flores. Giacomo comi? todo con buen apetito: tambi?n para ?l hab?a pasado mucho tiempo desde la ?ltima vez que hab?a compartido la mesa con alguien. Cont? a Greta, con los ojos velados por las l?grimas, que su mujer hab?a muerto hac?a veinte a?os de tuberculosis. Deb?a de estar muy unido a su mujer, pensaba Greta, mientras Giacomo le hablaba describiendo su mansedumbre, mirando fijamente un punto al infinito delante de ?l. Durante un momento los pensamientos de la muchacha atravesaron el tiempo y el espacio, traslad?ndola hacia su Sicilia, reavivando dentro de ella el deseo de volver. Aunque s?lo fue un rel?mpago el que atraves? sus negros ojos no pas? por alto a Giacomo. «Usted no es muy feliz, ?verdad? Os he visto tan pocas veces sonre?r… ?y pensar que cuando lo hac?is est?is tan hermosa!» Greta hab?a bajado los ojos y un rubor apareci? ahora en sus mejillas. Era verdad, no era para nada feliz. No consegu?a encontrar estabilidad en su alma, no encontraba la paz ni siquiera en las jornadas m?s tranquilas: seguramente ser?a m?s f?cil no pensar nunca m?s en lo que hab?a sucedido, la mejor soluci?n era esperar que el tiempo pasase con la esperanza de olvidar, olvidar y volver a ser la de antes, la muchacha que iba a la Universidad de Catania, la muchacha que no sab?a qui?n era Alberto. No hab?a otro remedio Todo pasar?a, pero ?cu?nto tiempo necesitar?a? 2 A la ma?ana siguiente Greta se levant? muy temprano y dio una vuelta, hasta el momento en que deber?a embarcar, por el camino que recorr?a la costa del lago durante casi dos kil?metros. El sol de junio acababa de salir y brillaba ya entre el follaje lleno de los brotes en flor de los olmos antiguos, de los troncos y de las guedejas gigantescas que, en doble fila, parec?an desplegados para escoltar a la muchacha en su recorrido. Mientras sus pies se mov?an con lentitud, sus ojos no ten?an m?s miradas que para aquella isla que aparec?a tan salvaje y que dentro de poco visitar?a. En la tranquilidad de aquella aurora rosada volv?a a pensar en la feliz velada que hab?a pasado en compa??a de Giacomo. Durante un instante, con aquel simp?tico anciano, hab?a recordado lo que significar?a compartir el techo con otras personas, y junto con esas sensaciones hab?a aflorado a la superficie la nostalgia por volver a casa, tan intensa que todav?a la ten?a metida hasta los huesos. Pero ten?a miedo incluso al solo pensamiento de volverse a enfrentar con lo que de lo que hab?a escapado, siguiendo el impulso del momento. * * * A las ocho en punto Greta ya se encontraba en el peque?o puerto de Capodimonte. De pie en el muelle parec?a aferrarse al malet?n negro, lleno de documentos, casi como si fuese su ?nico salvoconducto para el para?so. Observaba las peque?as barcas ancladas en el muelle y pensaba que, despu?s del viaje en el trasbordador, con el cual hab?a dejado a sus espaldas Sicilia, no hab?a tenido otra ocasi?n de navegar. Mientras estaba inmersa en la marea de sus pensamientos fue llamada a la realidad por un ruido de pasos a su espalda. Un muchacho de figura esbelta se dirigi? hacia ella mientras com?a con ganas una manzana. «Buenos d?as, se?orita. Me llamo Ernesto y debo llevarla a la isla Bisentina. Si a usted le parece bien me gustar?a salir enseguida». Tambi?n ?l, como el anciano Giacomo, ten?a el rostro tostado por las caricias del sol, sobre el que resaltaban dos ojos de un color indeciso entre el marr?n y el verde. Greta no dijo ni una palabra. El barquero, mientras tanto, sin esperar su respuesta ya se hab?a subido a la peque?a lancha motora blanca y trasteaba con los cabos que hasta hacia poco la hab?an mantenido firmemente anclada al muelle. Todav?a de pie sobre el atracadero, siempre con el malet?n en la mano derecha, Greta observaba las manos del desconocido, sus brazos musculosos, sus hombros s?lidos. Luego, de repente, Ernesto se volvi? hacia ella: el sol que resplandec?a a sus espaldas esculp?a la esbelta figura. La muchacha encontr? de nuevo aquellos ojos: le tend?a una mano mientras sonre?a para ayudarla a bajar hasta la barca, como dici?ndole que no tuviese miedo. Greta la cogi? y le gust? el calor seco y el apret?n seguro. De nuevo estaba en una barca. Mientras observaba la quilla de la peque?a embarcaci?n fue atra?da por la vegetaci?n que se balanceaba lentamente debajo del agua. Parec?a un bosque sumergido en las profundidades del lago. Ernesto, al verla tan atra?da por la extra?a vegetaci?n se apresur? a darle explicaciones aunque ella todav?a no le hubiese preguntado nada. «Son muchas las plantas que pululan en las aguas del lago. Est? el graminaccio[3 - Nota del traductor: Todas las plantas acu?ticas que se nombran en este p?rrafo no tienen una traducci?n al espa?ol ya que son propias del lago de Bolsena.], la scopuccia y la pugnatella que, de la misma manera que cualquier mujer, es, al mismo tiempo, espinosa y fr?gil. Por desgracia hoy no es posible ver la loglia y la moracia que s?lo crecen en primavera. La loglia saca su cabeza fuera del agua para poner al sol sus peque?as espigas, como har?a s?lo una madre con sus peque?os. Tambi?n la moracia hace lo mismo con sus hojas que tienen un color verde azulado y las flores de color rojo, pero encontrarla es un milagro». «Nunca hab?a visto nada parecido… ?estas plantas crecen s?lo donde hay poca agua?» «Realmente, no. He o?do contar que la crepitaia crece en los fondos marinos m?s profundos, tanto es as? que, cuando los pescadores encontramos los hilos de las redes rotos, comprendemos que hemos sobrepasado los confines de la zona de pesca». Los dos muchachos parec?an unidos por el agua que los hac?a sentirse a gusto: en el agua se entend?an, parec?a que se conociesen de siempre. Ernesto, de reojo, robaba im?genes de Greta con los cabellos sueltos que el viento desordenaba con sus mil dedos. Un h?lito de viento mov?a el lago encresp?ndolo con peque?as olas, dulces y anch?simas que iban a romperse debajo de la proa con ligeros golpes. En cuanto estuvieron un poco alejados de la costa Greta pudo, finalmente, descubrir el lago en toda su inmensidad. «?Es verdad que el lago de Bolsena es el lago volc?nico m?s grande de Europa?», Greta estaba ?vida de explicaciones. «Cierto, es la pura verdad, pero, de todas formas, no pienses que un solo volc?n habr?a podido tener un cr?ter tan grande. Algunos estudiosos han imaginado, y parece que es verdad, que todas estas depresiones y las sinuosidades presentes non son otra cosa que el testimonio de que hab?a por lo menos tres cr?teres de volcanes unidos. ?Sabes que el punto m?s profundo del lago est? entre las dos islas y que mide casi ciento cincuenta metros? M?s que la c?pula de San Pedro», afirm? Ernesto serio, comprometido con su papel de cicer?n. Greta estaba asombrada por la multitud de cosas que sab?a aquel muchacho de rostro broceado. Las olas que mov?an el lago iban a romper en una mir?ada de otras m?s peque?as que acababan aplastadas por la proa de la barca, recordando a Greta un ruido como de manos palmeando. Mientras, la isla se aproximaba, cada vez m?s cercana. Y era quiz?s por aquel movimiento de la barca sobre las aguas, quiz?s por el de las olas, quiz?s por el leve ondear de los ?rboles de la orilla, en los ojos de Greta se hab?a creado la ilusi?n de que la isla se acercaba a la barca, como respondiendo a su deseo de conocerla. Mirando cada vez m?s lejos Greta vio aparecer una imponente y sugestiva c?pula en medio de la espesa vegetaci?n arb?rea. Hab?an llegado. Ernesto condujo la lancha motora entre una multitud de ca?as bajas que afloraban desde el agua, que crujieron al paso de la barca, para entrar en un canal que los condujo hasta la peque?a d?rsena de la isla: estaba cubierta por una marquesina de estilo modernista que proven?a de la exposici?n universal de Torino del 1911. Aqu? estaba el lugar deseado por Greta: por fin hab?a llegado. Mientras tanto, Ernesto, que ya hab?a salido de la barca, estaba asegurando las amarras al peque?o muelle. Y mientras ayudaba a Greta a descender de la embarcaci?n se dio cuenta de que el viaje no la hab?a disgustado, a continuaci?n, esbozando una sonrisa, dijo: «Se?orita, cuando quiera volver, yo estar? aqu? esper?ndola» Hac?a unos pocos segundos que Greta hab?a apoyado sus pies en la tierra de la isla Bisentina y ya sent?a la sangre hirviendo en sus venas: su esp?ritu de isle?a resurg?a del profundo de sus recuerdos haciendo que se sintiese viva y renovada. Imaginarse de nuevo sobre un trozo de tierra, solo, aislado por el agua, la llenaba de emoci?n. Todos los ?rboles temblaban con la brisa perfumada que proven?a del lago, que sab?a de agua l?mpida y de resina, mientras que, por todas partes, sus ojos vislumbraban arbustos floridos, mariposas de distintos colores y alegres p?jaros que cantaban. Inmersa en la confusi?n de todas las emociones que la atravesaban, Greta no hab?a notado a un hombre distinguido que vestido con librea roja, probablemente, la estaba esperando. «Usted debe de ser la se?orita Greta Capua, la secretaria del doctor De Fusco. Venga, s?game, el se?or Pr?ncipe ya la est? esperando en la villa». Greta not? que ten?a una forma de ser desapegada pero la justific? enseguida en su mente pensando que su jefe no le permit?a socializar con sus hu?spedes. Sin ni siquiera esperar un gesto de asentimiento, el mayordomo se meti? por el terreno herboso, con los zapatos brillantes, girando a la izquierda. En cuanto super? el alto arbusto de laurel, se abri? ante su vista el amplio jard?n a la italiana: ?ste estaba compuesto por un rect?ngulo dividido en tres recuadros, cada uno de los cuales ten?a en su interior un estanque central enmarcado por regulares parterres de boj. M?s all? de los altos arbustos de laurel se extend?a un prado muy verde, delimitado por un bosquecillo de antiguos y alt?simos ?lamos. Continuaron andando y, poco despu?s, apareci? ante los ojos de Greta el monasterio convertido en villa sin demasiadas alteraciones, del que hab?a le?do en varios textos en la biblioteca municipal de Viterbo, con los muros desnudos, las puertas y ventanas peque?as. La iglesia contigua a la villa, la dedicada a San Giacomo y Cristoforo, era la m?s grande de la isla. Ten?a formas simples y grandiosas al mismo tiempo, en las cuales algunos apasionados del arte reconocen una sobriedad y una templanza que luego Vignola perdi?. La iglesia presenta una planta en cruz latina con tres altares en los brazos superiores en el cruce de los cuales se alza la alta c?pula octogonal recubierta por la parte exterior de tejas de plomo. Enfrente de esta imponente construcci?n se alzaba hacia el cielo un austero grupo de pinos antiguos, y abajo, entre sus seculares troncos, resplandec?a el silencio del lago. Girando la mirada Greta vislumbr? un gran prado ligeramente en declive, donde se dec?a que pululaban liebres y faisanes; ante aquella visi?n sinti? crecer en ella el deseo de vagar por la isla, sinti? la necesidad de so?ar sin la pretensi?n de encontrar algo, ni de saber nada de la historia ni del arte presentes en la isla. Hubiera querido tan solo so?ar estar en su isla, sin tener que pensar en nada m?s. Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atenci?n de aquella muchacha que parec?a que ten?a la cabeza siempre entre las nubes, la devolvi? bruscamente a la realidad, record?ndole los documentos que deb?a hacer firmar al Pr?ncipe. Inspir? profundamente, llen?ndose los pulmones de aire y se oblig? a pensar s?lo en el trabajo sin m?s distracciones. No hab?a acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta a?os, chaqueta azul y corbata bien anudada sobre la camisa blanca, despu?s de haber acariciado la gran cabeza de un gigantesco San Bernardo (que luego Greta descubri? que se llamaba Gino), estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, despu?s de haberla estudiado todav?a durante unos segundos, volvi? a entrar en la villa. «Bienvenida se?orita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada». Ten?a una voz persuasiva, cada una de sus palabras parec?a que eran pronunciadas entonando las notas de una m?sica suave. El Pr?ncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un esp?ritu noble: Greta enseguida qued? deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos. Se hab?a ruborizado. «Estoy muy contenta de conocerle, Pr?ncipe, y le doy tambi?n recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmar?, le dejar? una copia y otra me la llevar? para registrarla en el Registro de la Propiedad». Greta hab?a dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que ten?a enfrente. Sent?a por ?l una ligera envidia, por ser el que pose?a la isla: hubiera sido su sue?o m?s grande poder tener un refugio todo suyo, ?imaginemos si hubiese sido una isla…! «Hoy hace un d?a precioso y no querr?a llevarla a los t?tricos muros de mi morada. Me gustar?a ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podr? molestar». Greta asinti? como embrujada por la voz de aquel hombre encantador. Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, ?lamos blancos y del follaje que hac?a m?sica con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parec?an seguir la costa, casi hundiendo sus ra?ces en el agua. Algunos de aquellos ?rboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio s?lo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las ca?as. A la sombra de aquel para?so hab?a una mesa redonda de piedra y cuatro peque?os taburetes. Se sentaron * * * El Pr?ncipe tap? la pluma estilogr?fica despu?s de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conoc?a muy bien. «Bien, lo que deb?amos lo hemos hecho, ?no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?» A Greta nada le gustar?a m?s, y confes? al Pr?ncipe que siempre se hab?a sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que hab?a llegado a Capodimonte. Las puertas de aquel espl?ndido templo de naturaleza y arte se abr?an ante Greta que, incr?dula, flotaba en sus sue?os que estaban a punto de cumplirse. * * * Ernesto, mientras esperaba, se hab?a acostado sobre el muelle, ten?a una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre. Pensaba en Greta. Extra?a muchacha. Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. ?vida de informaci?n y de curiosidad, como una ni?a, pero de una belleza magn?fica y mal escondida por su ostentosa simplicidad. ?Qu? ojos tan oscuros ten?a, negros como la noche, profundos como el lago! 3 Cuando Greta y el Pr?ncipe, de regreso desde la peque?a mesa donde se hab?an puesto de acuerdo en los ?ltimos detalles de los documentos notariales, se encontraron de nuevo delante de la villa sombreada y perfumada por los tilos, los pinos, las mimosas, era ya la hora de comer. El Pr?ncipe insisti? para que Greta se quedase al almuerzo con ?l, para luego dar la vuelta a la isla que le hab?a prometido a primera hora de la tarde. La muchacha estaba indecisa: por una parte deseaba ardientemente visitar la isla, pensando que una oportunidad parecida no se le presentar?a en toda su vida y, por la otra, cre?a que no dar?a de ella misma una buena impresi?n aceptando una invitaci?n a comer de un perfecto desconocido. Pero, de todas formas, el quedar bien con la gente no hab?a sido nunca su fuerte. Acept?. Mientras esperaba al Pr?ncipe, que se hab?a ido a resolver unos asuntos a su casa, hab?a vislumbrado, sobre el techo de la villa, peque?as ramas de aquella planta que se llamaba Corona de Cristo: parec?an reptar desde la puerta de lo que debi? de ser el refectorio hasta la cima de la villa, para gozar del panorama que, desde aquella altura, deb?a de ser magn?fico. En aquella peque?a isla hab?a todo tipo de flores y, por desgracia, Greta observ? que las rosas todav?a no hab?an florecido. Probablemente en el mes de mayo se abrir?an por todas partes, con sus corolas variopintas y perfumadas, reunidas en bosquecillos, alineadas en setos, escalando muros, troncos de ?rboles o las estructuras de las p?rgolas. Quiz?s quien las hab?a plantado en gran n?mero pensar?a, seguramente, que el viento pudiese llevar su perfume hasta las orillas de Capodimonte o de Marta. Continuando con su investigaci?n alrededor de la villa Greta lleg? a las ruinas del claustro del siglo XVI: los cinco arcos de cada uno de los lados de la figura rectangular estaban cubiertos tambi?n por un bonito manto de glicinas, jazm?n y madreselva. Bastante cerca, al lado de los pinos y cedros, surg?a majestuoso quiz?s el ?rbol m?s famoso de la isla: un inmenso pl?tano, alto, rugoso, viejo y lleno de nudos. A pesar de que estaba sujeto por muletas tend?a a asomar sus ramas sobre la orilla como si quisiese protegerla con una sombra fresca: cuatro siglos de historia ten?a aquel viejo tronco, cuatro siglos de di?logos mudos e indescifrables hab?a convertido al lago en su ?nico e inmortal amigo. Mientras observaba el lago Greta se acord? de Ernesto que la estaba esperando con su peque?a barca motora blanca amarrada al muelle de la isla, para llevarla de nuevo a tierra: deber?a advertirle enseguida del cambio de programa, excusarse con ?l y, a lo mejor, pedir al Pr?ncipe que lo invitase tambi?n a comer. Hab?a sido realmente descort?s al olvidarse completamente de aquel muchacho tan amable y tan dispuesto a explicarle todo sobre el Lago, sobre las islas. Se sent?a decepcionada tambi?n por el hecho de que ?l no podr?a participar en la excursi?n a primera hora de la tarde para ver todas las hermosas cosas que escond?a la isla, entre el verde de sus plantas. Sent?a que ten?a una deuda con aquel muchacho que la hab?a llevado hasta all?, permiti?ndole que entrase en el interior de un sue?o. El Pr?ncipe estaba de nuevo saliendo de su casa y Greta le sali? al encuentro y con el rostro enrojecido por el calor del aire del mediod?a, le pregunt?: «Pr?ncipe, querr?a volver a bajar hasta el muelle para avisar a mi barquero que me quedar? tambi?n por la tarde. Tambi?n querr?a invitarle, si a usted le parece bien, a comer con nosotros, ha sido tan amable conmigo». Mientras pronunciaba estas palabras Greta se estaba preguntando por qu? motivo se interesaba tanto en aquel joven pescador… «Por supuesto. Mandar? enseguida a Gast?n para que avise a ese pescador y, desde luego que no le faltar? un puesto en la mesa de la servidumbre. Ahora, si quiere seguirme, he hecho preparar una mesa para nosotros a la sombra del gran pl?tano». El Pr?ncipe era un tipo que no admit?a que se le contradijese en lo que dec?a, as? que Greta no mostr? su disgusto por el hecho de que Ernesto no pudiese sentarse a la mesa con ellos sino que fuese relegado entre la servidumbre de la isla. Pocos minutos m?s tarde Ernesto remontaba la peque?a cuesta que desde la d?rsena llevaba hasta la villa: en cuanto lleg? al espacio donde, a poca distancia, estaban sentados Greta y el Pr?ncipe, ya en su mesa, pareci? querer ir hacia los dos, pero el mayordomo, r?pidamente, le explic? que no hab?a sido invitado a la mesa del Pr?ncipe, sino que deber?a comer con la servidumbre de la isla. «Perfecto, entonces vuelvo a mi barca si su majestad al Pr?ncipe Giovanni Fieschi Ravaschieri del Drago no le es grata mi presencia en su mesa. Pero entonces me pregunto: ?cu?l ha sido el motivo de su llamada? ?Quiz?s quer?a que limpiase sus sobras? No gracias. Gracias, de verdad, pero prefiero, con diferencia, estar en mi barca y esperar a la sombra de sus ?rboles que no rechazan dar su frescor a un honesto trabajador». Ernesto hab?a hablado con un tono de voz bastante alto con el prop?sito de que sus palabras llegasen incluso hasta la mesa donde estaban sentado Greta y el propietario de la isla. Por consiguiente, se volvi? a ir por la misma calle que poco antes hab?a subido, lanzando una mirada a la muchacha y cruz?ndose con sus ojos que, a pesar de estar lejos, lo miraban con intensidad. Y mientras pasaba del sol de la plazuela a la sombra del sendero herboso que lo devolv?a al muelle, sinti? un escalofr?o recorrerle sus miembros. Se hab?a sentido feliz al ver a Greta mirar con disgusto al Pr?ncipe: estaba convencido en que si hubiera sido por ella en aquella mesa estar?an sentados los tres. * * * Eran las dos de la tarde, alguna que otra cigarra dejaba o?r su mon?tona cantinela mientras que Greta y el Pr?ncipe ya hab?an salido para hacer la excursi?n de la isla. El Pr?ncipe comenz? contando que el Cardenal Farnese, m?s tarde Papa P?o III, despu?s de haber hecho edificar sobre la isla Bisentina la Iglesia de S. Giacomo e Cristoforo, concedi? a los fieles que visitaban los oratorios de la isla las mismas indulgencias que eran compradas por aquellos que visitaban las iglesias dentro y fuera de Roma. Esta indulgencia particular, la pr?ctica de la caza que en ese tiempo estaba muy difundida en la isla y la fascinaci?n de la naturaleza sin contaminar, convirtieron esta peque?a tierra en bastante famosa bajo el dominio de la familia Farnese, tanto que estos nobles se?ores la escogieron para acoger, entre su paz y su encanto, los sepulcros de la familia. Mientras hablaban sobre esto llegaron al escollo que forma la punta m?s aguda hacia poniente de la Bisentina: esta garra de tierra estaba coronada por un templo dedicado a S. Caterina, llamado la Rocchina. El Pr?ncipe cont? que muchos hombres atravesaron a golpe de pico la roca inferior para crear un ancho y c?modo pasaje, muy sugestivo, para quien rodea toda la isla con la barca. Las paredes de la derecha de la roca ca?an a pico en el lago mientras que en la cima hab?a una melena de ?rboles que, en la parte izquierda del acantilado descend?a hacia el lago con la vehemencia de un alud. «Se dice que la Rocchina fue llamada de esta forma porque surg?a sobre los restos de un peque?o fuerte o porque se encontraba justo enfrente de la Rocca de Capodimonte, o incluso a causa de la planta parecida a la de la misma Rocca. Este peque?o templo es un min?sculo y valioso conjunto de gracia y pureza de l?neas, ?nico en su simplicidad». Realmente, el Pr?ncipe adoraba aquel peque?o oratorio, que tambi?n Greta encontr? encantador. Volvieron a bajar el promontorio de la Rocchina, despu?s de lo cual Greta sigui? al Pr?ncipe subiendo, esta vez, por el dif?cil sendero del Monte Tabor, donde hallaron el oratorio del Monte Calvario, llamado tambi?n el Crucifijo, con el bosque enfrente y el acantilado a sus espaldas, desnudo, oscuro, moteado de l?quenes, de musgo del color del ?xido, cuyo enrojecimiento parec?a, a sabiendas, hacer contraste con el verde esmeralda del agua cubierta por su sombra, proyectada por el sol de la tarde. La Chiesetta del Crocifisso no era otra cosa que una simple celda con techo a dos aguas que se prolongaban hacia delante, en la parte anterior, hasta formar una especie de atrio sujeto en la entrada por un gran arco. «Mire, se?orita Capua, debajo del crucifijo, la roca cae derecho, es m?s un poco hacia adentro, de hecho se pueden ver todav?a los rastros de los cinceles con los cuales se marcaron fosos y surcos para extraer la piedra que sirvi? para la edificaci?n de la Rocchina que hemos visto hace poco y de la iglesia mayor, la que est? al lado de la villa. Basta ir un poco m?s adelante, hacia la punta m?s septentrional de la isla para encontrar trozos enormes de roca que se han separado espont?neamente del declive del acantilado, que fueron arrastrados sobre el dorso inclinado de la isla par?ndose en un cierto lugar, casi como si hubiera ocurrido un milagro». Greta miraba hacia el agua desde la cima de aquel acantilado y el miedo de que la roca sobre la que apoyaba los pies se deslizase hacia el agua, unido a la satisfacci?n al conocer todas aquellas cosas, la embriagaba hasta tal punto que casi hab?a olvidado el episodio de la comida con Ernesto furioso que apostrofaba al Pr?ncipe por haberlo hecho invitar por el mayordomo para que se sentase en la mesa de la servidumbre. El camino prosigui? hasta que encontraron la capilla dedicada a S. Gregorio Papa. Un poco m?s adelante llegaron al oratorio del Monte Tabor, llamado tambi?n de la Transfiguraci?n. «Este peque?o templo», explic? el Pr?ncipe a Greta «llevaba este nombre en recuerdo del Monte Tabor de Galilea donde ocurri? la Transfiguraci?n de Jesucristo, que es justo el tema del fresco que decora la celda de su interior. El oratorio del Monte Tabor ha sido edificado en el punto m?s elevado de la isla y est? conectado con otros dos templos, que todav?a tenemos que ver, con un recorrido que, por una parte desciende y por la otra sube. He le?do en alg?n sitio que, si se visita este tempo el once de julio y el seis de agosto, es posible obtener la remisi?n de la tercera parte de los pecados. ?Una pena que hoy no sea ninguna de las dos fechas indicadas! ?Verdad?» El Pr?ncipe estaba contento de que Greta valorase todas las explicaciones que ?l le daba con sumo placer, de vez en cuando demasiado eruditas y aburridas, pero ella parec?a no darse cuenta presa por el frenes? de aprender, conocer, ver en la realidad lo que hab?a le?do en los libros polvorientos de personas ya muertas y sepultadas. Despu?s de una breve parada retomaron el camino y apareci? ante ellos el quinto oratorio, la capilla de Monte Olivetto, tambi?n llamada de la Oraci?n del Huerto o Cristo orante en el huerto. «?Ve estos muros destartalados, sobre aquella llanura artificial que permanecen encajados en la roca por tres lados? Aquel es el oratorio dedicado a S. Francesco. Probablemente lo edificaron encima de la cueva rupestre de Grottascura justo para ser un recordatorio del lugar en el que, sobre el Monte Verna, S. Francesco recibi? los estigmas. Hace mucho tiempo aqu?, en Grottascura, hab?a realmente una gruta, luego desmoronada, en la que se refugiaban los pescadores para protegerse de los insidiosos vientos del sur. Creo que es realmente sugestivo, ?no le parece?» Al este de la isla estaba el promontorio de la Z?ngara, tambi?n llamado del Leone por la cercan?a con un espol?n de roca en el lago, donde hab?a sido esculpida la cara de un le?n, que mira al oeste. Aqu?, entre poderosos grupos de robles y hayas, encontraron el ?ltimo oratorio, el dedicado a S. Concordia. La excursi?n hab?a terminado. El Pr?ncipe observaba a Greta que, con sus ojos oscuros robaba im?genes, encantada con cada grano de tierra que pisaba. El camino para volver a la villa todav?a era largo y el Pr?ncipe decidi? bromear un poco con la imaginaci?n de Greta, cont?ndole una historia bastante singular. «Un tal Mery, mejor identificado como famoso escritor franc?s de la primera mitad del siglo XIX, imagin? con su fantas?a una historia ambientada, qui?n sabe el porqu?, justo en la isla Bisentina. Ahora se la voy a contar». Su interlocutor hizo una pausa, sonriendo, antes de continuar. Greta se sent?a observada, como si el Pr?ncipe quisiese conocer la reacci?n que sus palabras ten?an sobre ella. «Hab?a una vez un Conde de Bolsena muy ambicioso que, a menudo, reun?a en la isla Bisentina a los adeptos de una secta y haciendo uso de magia y de sortilegios indagaba sobre el secreto de la inmortalidad. En la isla, sin embargo, viv?a un cierto se?or, llamado el Viterbese, que afirmaba que dentro de unos a?os ser?a capaz de desvelar el secreto que el Conde de Bolsena escond?a m?s que otra cosa en el mundo. Se dice que un d?a el Viterbese cogi? a dos ni?os, un var?n de cinco a?os y una ni?ita de tres, y los encerr?, separados, en dos magn?ficos jardines de la Bisentina. Estos infantes crecieron sin ver a ninguna persona en el mundo excepto a un hombre y a una mujer que, respectivamente, siempre en un perfecto mutismo, los cuidaban y les serv?an en todas sus necesidades. Un d?a, los dos j?venes se vieron: no sab?an hablar pero consiguieron de todas formas entenderse. Se enamoraron e hicieron lo que en la misma situaci?n hicieron Ad?n y Eva. El Viterbese descubri? el pecado, los mat? y despu?s se mat? a su vez pero no antes de haber confiado a los adeptos de la secta que cualquiera que bebiese de su sangre, mezclada con el vino, ganar?a el don de la inmortalidad. El Conde de Bolsena, ansioso por convertirse en inmortal, bebi? de esto y muri? intoxicado». * * * El cielo comenzaba a cambiar de color y el azul terso de la tarde poco a poco se iba convirtiendo en rosado. Ernesto miraba la silueta de Capodimonte lejos de ?l reconociendo perfectamente su contorno. Esperaba. Esperaba a Greta y ella, como en un sue?o, descendi? el sendero herboso con el sol que iba enrojeciendo a su espalda, con su bolsa negra de piel cogida en su mano derecha, y el mayordomo que iba a su lado, siempre inflexible, preciso e imperturbable. Ernesto pens? cu?n s?rdida era la vida de aquel hombre. «Bien, se?orita Capua, que tenga un buen retorno a tierra firme. Hasta luego.» «Adi?s, Gastone», murmur? Greta volvi?ndose para ver la isla a la ca?da del sol. Ernesto, entonces, baj? a la barca y en silencio ayud? a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sent?a los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qu? cosa. Los sent?a rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sent?a olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperaci?n. Puso en marcha el motor y la tensi?n cay? visiblemente: s?lo entonces consigui? levantar los ojos hacia Greta. No sabr?a describir la expresi?n del rostro de la muchacha ni jam?s podr?a volver a encontrar en un rostro una expresi?n similar. Parec?a feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con l?grimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parec?a que mirase m?s all? de ?l, a trav?s de su dimensi?n humana, para encontrarse en una completamente desconocida para ?l. De repente Ernesto se acord? de la rosa que hab?a cogido, quiz?s la ?ltima de la isla de la floraci?n de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tend?a al negro. Se la mostr? a Greta. «Es para ti, Greta. La ?ltima rosa escarlata de este a?o… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa». Ernesto se par?. Hubiera querido conseguir pronunciar una mir?ada de palabras. El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogi? la flor y la llev? hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto. «La guardar? conmigo, como uno de los recuerdos m?s bellos de esta m?gica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de m? que cre?a perdidas». Greta sent?a el coraz?n inflamado. Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empeque?eciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sab?a que, a partir de ese d?a, ya no la ver?a con los mismos ojos. Nunca m?s. 4 Giacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvi? de la visita a la Bisentina. Al anciano pescador le bast? una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia hab?a significado algo m?s que una reuni?n de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se hab?a ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energ?as en sus pensamientos. Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le hab?a despedido: «Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentir?s». Ella no hab?a dado una respuesta a aquella invitaci?n ni ?l hubiera pretendido que se la diese. Era un muchacho inteligente. Greta sent?a en su interior sensaciones extra?as, escondidas desde hac?a a?os, encerradas en el ?ngulo m?s oscuro de su alma, pero de todo aquello que sent?a lo m?s extra?o era que no experimentaba aversi?n hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que hab?an demostrado una cierta simpat?a por ella, despu?s de Alberto. Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como dici?ndole que aquella noche no ten?a ganas de hablar. Traspas? la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas s?lo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volv?a a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “?era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ?Qu? le estaba ocurriendo? ?Ser?a peligroso dejarse llevar?” Realmente, sin embargo, s?lo advert?a el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador. Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levant? de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quiz?s Ernesto estaba con ellos. El autob?s con el cual Greta iba todos los d?as al trabajo esa ma?ana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorr?a veloz las calles desiertas y todav?a so?olientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el coraz?n. Mirando hacia la isla hab?a descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo inc?modo, que casi le daba miedo pero que no consegu?a reprimir. Hab?a pasado demasiado tiempo desde que se hab?a ido, y muchas veces hab?a fingido no tener ya ninguna conexi?n con aquella isla y con su gente. ?C?mo pod?a pensar que, despu?s de seis a?os, su abuela, la ?nica superviviente de su familia, podr?a aceptarla? Por otra parte, durante aquel per?odo ninguna de las dos se hab?a preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era m?s adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta. Probablemente aquel deseo pasar?a, como hab?a ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todav?a aquel escalofr?o que le produc?a pisar la tierra de una isla, lo sent?a como una necesidad irresistible. Visitar?a la isla Martana con Ernesto. Ya lo hab?a decidido. * * * El notario De Fusco qued? entusiasmado con el trabajo que Greta hab?a hecho, y aunque consigui? disimular la satisfacci?n que sent?a, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta. «Usted, se?orita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el ?xito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querr?a que me contase cosas de la isla Bisentina. He o?do decir que es encantadora». As? que se fueron al caf? m?s prestigioso de la peque?a ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parec?a distinto, casi alegre. Greta cont? con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los m?s peque?os detalles, su breve permanencia en aquella isla que pod?a parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, ten?a encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetaci?n, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le cont? lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Pr?ncipe, de su amabilidad. Le cont? la excursi?n para ver los siete peque?os oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella peque?a mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con ?nfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo inter?s. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habr?a debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta hab?a aprendido del Pr?ncipe Giovanni que la isla se hab?a convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la hab?a comprado. El Duque Enzo, que hab?a inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer[4 - Nota del traductor: existen varias versiones en castellano de este libro.]escrito por D’Annuzio, en cuanto compr? la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya exist?an, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverr? che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar l’ale[5 - Nota del traductor: Quiz?s ocurrir? alg?n d?a que en este lugar yo deje mi esp?ritu fuera de la tempestad para cambiar de alas.]; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini[6 - Nota del traductor: ?Oh, deseada verde soledad lejana de los ruidos de los hombres!]. Por su parte la princesa Beatrice cuid? la isla de tal manera que hizo que regresasen los fastos y el esplendor de los a?os en los que los Farnese la consideraban la gema m?s preciada de su ducado. Se dice que, para destruir los molestos mosquitos que pululan en la Bisentina, hizo importar la farra[7 - Nota del traductor: Un pescado perteneciente a la familia de los salmones.] del norte de Europa, una clase de pez que se ha aclimatado muy bien al lago de Bolsena. «?C?mo fue el viaje? ?Se ha portado bien el pescador que deb?a acompa?arle?», pregunt? el notario ya que Greta, extra?amente, no hab?a dicho una palabra sobre ?l. «Bien, bien…», respondi? Greta visiblemente inc?moda. «Habr?a que llevarle la paga que le corresponde por haberla llevado hasta la isla… si para usted no representa un problema. La he visto tan afectada cuando lo he nombrado. ?Se port? de manera inconveniente con usted?» A veces, con ciertas expresiones, parec?a el padre que nunca hab?a tenido. «?Que va! ?De ninguna manera! Le llevar? con gusto lo que le corresponde por su trabajo». Era imposible esconder lo m?s m?nimo a aquel hombre, ten?a una sensibilidad y una agudeza incre?bles descubriendo los sentimientos ajenos. Y sin embargo no se hab?a casado. ?Qui?n sabe el motivo? * * * Cuando regres? a casa, por la tarde, Greta se fue al paseo fluvial, donde los grupos de pescadores sol?an remallar las redes y charlar un poco, protegidos por la sombra fresca de los grandes olmos. Ernesto estaba apartado arreglando una gran red con forma de cono: le daba vueltas a sus pensamientos en su cabeza, con los cabellos revueltos y la mirada baja que, a veces, levantaba como para buscar algo m?s all? de la sombra que lo proteg?a, hacia el lago. El espejo de agua estaba inm?vil bajo el calor y la luz cegadora de julio que lo hac?a relucir como una gigantesca piscina azul. S?lo algunas franjas azuladas escond?an la superficie, llegando incluso hasta las dos islas, que se extend?an sobre la superficie brillante como ligeras nubes multicolores. Las aguas dorm?an perdidas en uno de sus profundos sue?os de primera hora de la tarde, y mientras la campana de Capodimonte hab?a hecho escuchar sus campanadas, lenta y baja, la de Marta, clara y aguda, le hab?a respondido, y de otras lejanas hab?a llegado s?lo el eco a trav?s del aire inm?vil. Ante la presencia de Greta entre los pescadores se cre? un poco de alboroto que devolvi? bruscamente a la realidad a Ernesto. En el mismo momento en que ?l levant? los ojos de su trabajo, para poder ver cu?l pod?a ser el motivo de la agitaci?n de sus compa?eros, Greta lo estaba mirando. Entre las dos miradas saltaron chispas. ?l se qued? quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inm?viles que segu?an su figura s?lo con los ojos. «Te he tra?do la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te est? muy agradecido por haberme acompa?ado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla». Greta hablaba con calma, su voz era baja y profunda. Todos la estaban escuchando. Ernesto cogi? el sobre que Greta le tend?a, sin decir nada, casi paralizado por la emoci?n inesperada de volverla a ver. La muchacha hizo el gesto de marcharse, ya se hab?a dado la vuelta. Todos los pescadores, desilusionados por lo trivial de su conversaci?n, ya hab?an vuelto a su trabajo. Fue en ese momento cuando Greta, montada sobre la ola de su deseo, se dio la vuelta, mirando directamente a los ojos de Ernesto, le susurr?: «Ma?ana ir? a la Martana, contigo». 5 Despu?s de aquel r?pido encuentro en la playa con Greta Ernesto hab?a vuelto a su trabajo en silencio, hab?a acabado de remallar las redes y luego se hab?a ido. Algunos de los pescadores que hab?an asistido a su conversaci?n en la taberna hablaban de ?l en son de burla. «?Mira que tonto el Ernesto! No ha sido capaz de decir una palabra a aquella tipa. Y pensar que ha sido ella la que ha venido a buscarlo all?, a la playa». Era un t?pico que en aquel lugar ninguna mujer, a no ser las mujeres m?s valientes, se aventuraban a ir. «Parec?a encantado, ?lo hab?is visto? Yo en su lugar la habr?a invitado a alg?n sitio». «?Pero qu? cre?is vosotros? ?l ya la ha llevado a alg?n sitio… me han dicho que han estado todo un d?a en la Bisentina…». La gente, como era habitual, charlaba, hac?an un traje a medida a los desgraciados que ten?an la mala suerte de formar parte de sus conversaciones. Pero Ernesto no les o?a. No habr?a podido, estaba a a?os luz de todo lo que le rodeaba. Lejos de aquellas ch?charas insulsas, lejos de sus compa?eros que realmente no hab?an escuchado a Greta susurrarle aquellas pocas palabras, que en ?l hab?an provocado escalofr?os. Era feliz pero no consegu?a explicarse la sombra que parec?a oscurecer la mirada de Greta. Al d?a siguiente Ernesto no fue a retirar las redes que hab?a tirado la noche anterior con su padre, como acostumbraba a hacer sino que permaneci? en casa limpiando y abrillantando la barca con la cual a primera hora de la tarde conducir?a a Greta a la isla Martana. Ese d?a, ?l ser?a el pr?ncipe que le har?a visitar la isla. Pas? la ma?ana, muy lentamente, gota a gota, como un goteo consciente del que, sin embargo, iba a surgir una gran alegr?a. Estaba fascinado profundamente con aquella muchacha que, aparentemente, pod?a parecer muy dura, desapegada del mundo, casi altanera pero que, en el fondo, no era otra cosa que una dulc?sima criatura. S?lo algunas veces, antes del d?a en que la hab?a acompa?ado con la lancha morota a la Bisentina, la hab?a visto descender del autob?s que ven?a de la ciudad, o para hacer compras, siempre seria, siempre sola, pero ?l no la comprend?a. No hab?a comprendido su desesperada llamada, un grito en un silencio transparente como el vidrio. No hab?a entendido nada hasta que en el agua, y s?lo con el agua, todo se hab?a aclarado. Era distinta de las otras. Distinta de las mujeres que ?l hab?a conocido, pocas, era verdad, pero siempre bastante tontas… No habr?a deseado otra cosa que perderse en la profundidad de aquellos ojos y nadar en aquellos cielos oscuros, iluminados aqu? y all? por algunas estrellas, miradas lejanas. Habr?a querido, pero percib?a en ella algo hostil, en el fondo a su ser reservado parec?a que acechaba una especie de temor. ?Pero de qu? o mejor dicho, de qui?n? * * * El sol calentaba desde lo alto en el cielo: alto y omnipotente era al mismo tiempo capaz de dar vida a la naturaleza y de matarla con su calor abrasador. Caliente, casi quemado estaba tambi?n el muelle gris donde Greta encontr? a Ernesto dentro de su barca, oscura, de fondo plano, la popa cuadrada y un m?stil donde estaba arriada una c?ndida vela. Estaban de nuevo solos en el agua. Ernesto, con la ayuda de los remos sali? del peque?o puerto artificial de Capodimonte, luego dej? libre la vela al viento. Apenas superada la peque?a pen?nsula donde surg?a el centro del pueblo, Greta encontr? de frente, m?s all? del agua movida ligeramente por la brisa de la tarde, Montefiascone aferrado en una colina, cuya figura era ve?a coronada por la mole de la gran c?pula de la iglesia de S. Margherita: mir? a su alrededor. Sus ojos se posaban sobre las costas del lago, par?ndose primero en Bolsena, para continuar despu?s hacia Gradoli y Grotte di Castro donde el cielo, a lo lejos, aparec?a lleno de nubes blancas y suaves como la nata montada, que se iban desvaneciendo hasta a llegar a Valentano, que parec?a cortar el cielo azul con sus dos torres. Greta se sent?a conmocionada. Emocionada por aquel silencio que habr?a querido lleno de palabras. Fue Ernesto el primero en hablar. «?Sabes, Greta? Hoy mi padre ha vuelto a casa despu?s de pescar hecho una furia: la corriente debi? de llevarse las redes hacia la Fitttura y en el momento de subirlas a la barca se han roto. Ha sido una ma?ana p?sima.» «?La Fittura?», pregunt? Greta escuchando su voz casi como si proviniese de la garganta de otra persona. «Nosotros llamamos Fittura a una especie de empalizada que se encuentra debajo del agua. He o?do decir que est? formada por multitud de grandes estacas y palos cortados con la sierra y clavados en el fondo del lago con una maza. Algunos estudiosos han supuesto que se pod?a tratar de los restos de una aldea lacustre, pero esta hip?tesis cae por su propio peso ya que, observando la Fittura[8 - Nota del traductor: Una especie de muro de contenci?n.] m?s atentamente, se observ? que hab?a sido construida sobre una sola l?nea y sobre la orilla de un barranco. Es plausible por lo tanto pensar que hubiese sido ideada y construida para sostener una ribera.» «?Contener una ribera debajo del agua, con qu? fin? Y adem?s, ?c?mo era posible utilizar una maza a esa profundidad?» Aquel peque?o sentimiento de malestar que al principio se hab?a creado entre los dos se hab?a disuelto como la niebla al sol, r?pidamente y sin dejar rastro. «Seguramente cuando fue construida la Fittura el nivel del lago era con diferencia menor del actual, y adem?s creo que la Fittura, como tantas otras cosas que est?n escondidas y permanecen as? en las profundidades del lago, debe permanecer envuelta en un halo de misterio». La embarcaci?n se estaba acercando lentamente a la Martana y debiendo recalar con el agua bastante quieta, Ernesto se concentr? totalmente en los remos y en los movimientos que deber?a de hacer. De manera distinta que en la Bisentina, la Isla de Martana no ten?a una d?rsena sino que se acced?a a ella directamente por medio de una peque?a playa sobre la cual las aguas lam?an la arena oscura y gruesa. Greta ya se estaba llenando los ojos con todo el verde que desbordaba por todas partes mientras que Ernesto aseguraba la barca a uno de los muchos ?rboles que coronaban la costa. Enseguida fueron recibidos por un prado verd?simo circundado por una mir?ada de gruesos ?lamos y olivos centenarios. En silencio, Ernesto gui? a Greta hasta las ruinas. Justo a la derecha, en cuanto comenzaron la subida, sus ojos descubrieron los m?seros restos de la iglesia de la Magdalena: bastaron unos pocos restos para mostrar a Greta la belleza que deb?a de haber pose?do la iglesia antes de yacer en ruinas en el suelo de la isla. Prosiguiendo con el ascenso, de repente, pasaron desde el sendero herboso plagado de grandes plantas de nopales y de gigantescos ?gaves a una serie de escalones excavados en la roca, desiguales entre s?, corro?dos, rotos: aquello se llamaba la Scala della Rocca. Continuaron subiendo, uno detr?s del otro, mientras hablaban entre ellos suavemente, hasta que se encontraron delante de un surco, casi una herida en la roca viva donde un d?a, explic? Ernesto, el puente levadizo se bajaba. «Aqu?, me han dicho, deber?a estar el primer muro defensivo que encerraba el monte. Hoy quedan pocos tramos, compuestos por piedras descuadradas. Probablemente los trozos de faltan fueron utilizados para realizar nuevas construcciones, entre las que se encuentra, se cree, la de la iglesia de la Madonna del Monte, en Marta». Prosiguieron todav?a, sin pararse, m?s all? de la brecha del puente levadizo. Los escalones deshechos se alternaban de vez en cuando con el terreno resbaladizo. Greta, quiz?s por haber apoyado mal un pie, quiz?s por su continuo volverse para mirar alrededor, perdi? el equilibrio Ernesto reaccion? r?pidamente al aferrarla antes de que cayese. Se quedaron durante un instante inm?viles, sin respirar, a continuaci?n, sin decir palabra, le estrech? la mano en la suya y continuaron el camino la una al lado del otro, como si caer juntos pudiese ser m?s hermoso. Greta segu?a a Ernesto, mirando fijamente la fuerte mano que estrechaba la suya dulcemente; imagin? que ?l la estaba salvando pero no consegu?a comprender de qu?. Continuaron la subida hasta que encontraron, a su derecha, una peque?a concavidad en la roca: la vegetaci?n envolv?a completamente el arco excavado en la piedra casi como queriendo esconderlo de sus ojos indiscretos. «Esto, Greta, es la entrada de una galer?a que desciende hasta las orillas del lago». Mientras dec?a esto Ernesto comenz? a abrir el camino entre las plantas exuberantes que descend?an desde el techo como si fuesen brazos que se tendiesen hacia ellos. Encendi? una linterna para aclarar un poco la oscuridad permitiendo que Greta viese los escalones gastados donde estaba apoyando los pies. La galer?a que a la entrada era alta y ancha, a medida que descend?a en las v?sceras de la isla se iba convirtiendo cada vez m?s en estrecha y tortuosa. Descend?an, descend?an cada vez m?s, unidos por sus dos manos unidas, pero cuando se encontraron en el fondo, casi a punto de salir, ya fuese por los escalones rotos ya por las piedrecillas ca?das del techo y por la espesa vegetaci?n crecida en el lugar, se vieron obligados a pararse unos metros antes de llegar al lago. Las aguas brillaban en las aberturas, a trav?s de las grietas de aquel pasaje bloqueado, con su parpadeo iridiscente. «Hemos hecho todo este esfuerzo para conseguir solamente mirar a trav?s de los escombros que nos impiden llegar hasta el lago». Greta estaba desilusionada y disgustada. Ernesto dej? su mano, pos? en el suelo la linterna que hab?a tenido en la mano izquierda hasta entonces y se volvi? hacia Greta, dando la espalda al brillo del lago. Era muy hermosa. Los reflejos del agua jugaban con su rostro, entre las mejillas enrojecidas y los ojos oscuros convertidos en casi brillantes por aquellos centelleos. Le pareci? todo muy natural. Acerc? sus labios a los peque?os y carnosos de Greta y la bes?. Sab?a a p?talos de rosa. Ella se qued? conmocionada pero no se retrajo ante aquel contacto inesperado: sent?a las manos de Ernesto acariciarle las mejillas, el cuello, descender por los hombros y deslizarse hasta las manos, extendidas a los lados, luego, mientras las estrechaba entre las suyas vio el rostro de Greta regado por dos rastros de l?grimas que ella, r?pidamente, trat? de enjugar con la palma de una mano. El encanto se hab?a roto, el encantamiento deshecho. Greta se hab?a dejado llevar otra vez por sus sentimientos. Ernesto la observaba. Observaba aquellos ojos llenos de l?grimas sin encontrar la fuerza para preguntarle qu? era lo que estaba mal… «No quer?a atemorizarte, Greta, perd?name, pero ha sido m?s fuerte que yo… eres tan hermosa» «No, Ernesto, no es culpa tuya… soy yo…», Greta manten?a la mirada baja «… soy yo la que se equivoca» «?Por qu? dices eso? T? eres una mujer muy dulce ?por qu? vuelves hacia ti estas acusaciones inveros?miles?» «No, nunca lo entender?as… olvid?moslo todo y volvamos a la luz del sol. Hagamos como que no ha ocurrido nada». Greta estaba suplicando a Ernesto que sofocase aquel sentimiento que ahora ya lo hab?a conquistado en lo m?s hondo. Aunque ?l hubiese querido, ahora ya ser?a in?til y doloroso olvidarlo todo. «Lo siento, pero no puedo, no lo conseguir?. Preferir?a que me pidieses que dejase de respirar. Greta no huyas, deja que yo… que yo te ame… somos tan iguales… no te prives de lo que deseamos los dos». Ernesto al decir esto hab?a alzado con dulzura el rostro de la muchacha. «No puedo, no quiero que t? sufras por m?, Ernesto. ?Intenta comprenderme!» La voz de Greta se hab?a convertido en un susurro. El sol, mientras tanto, reflej?ndose en el lago, continuaba con sus juegos de luces que iluminaban a r?fagas la gruta. «Sientes lo mismo que siento yo, ?verdad?» Greta no respond?a, estaba s?lo mirando fijamente los ojos de Ernesto que la escrutaban hasta el fondo del alma, en la b?squeda desesperada de una se?al afirmativa. «Greta… ?t? me amas?» Al o?r aquellas palabras pareci? que estallaba algo dentro de la muchacha; los sollozos volvieron, haciendo que se estremeciese su pecho. Libr? sus manos de las de Ernesto para cubrirse la cara de nuevo inundada por las l?grimas. «Greta…» «Pues claro que te amo… S?, Ernesto, yo te amo» Esta vez fue ella la que acerc? su rostro al del muchacho; lo mir? durante un momento fijamente a los ojos, luego acarici? sus labios, empapando tambi?n el rostro de ?l con sus l?grimas saladas. Se abrazaron. Se quedaron el uno en los brazos del otro durante un tiempo indefinido: Greta sent?a los brazos de Ernesto estrecharla contra su pecho y lo sent?a m?s profundo que el mar. Sent?a el ruido lejano provocado por el romperse de las barreras que la hab?an mantenido durante tanto tiempo en aquel estado de orgullosa y testaruda soledad, sin doctrinas, sin nadie en quien creer o en quien confiar. Sent?a dolor y alegr?a al mismo tiempo, sent?a una sensaci?n de ligereza y al mismo tiempo sent?a el coraz?n pesado, como mil libras de plomo. * * * Volvieron a subir. Despu?s de haber atravesado un peque?o claro con cardos por todas partes y algunos olivos, llegaron a la cima del monte que dominaba la isla, donde se encontraba la segunda muralla defensiva. Hallaron encima de una gran piedra, esculpida por brazos y escalpelos qui?n sabe hac?a cu?nto tiempo, lo que quedaba de la torre, de la fortaleza, del monasterio y de la iglesia de S. Stefano. Todo era desolaci?n entre aquellas piedras inundadas por hierbas invasoras que intentaban esconder incluso los ?ltimos testimonios de aquellas instalaciones, pero al mismo tiempo todo era esplendor: aquellos escombros contrastaban grises contra el azul oscuro y espl?ndido del lago. Algunos de aquellos fragmentos se asomaban sobre el precipicio de setenta metros de alto desde la superficie del agua, tanto que parec?a que quisieran deslizarse desde aquel precipicio aguzado y pavoroso para desaparecer de una zambullida bajo el agua. «?Sabes, Ernesto?», Greta rompi? el silencio perturbado hasta ese momento s?lo por el ruido de las aguas que hab?a debajo «me gustar?a morir, ahora, en este preciso instante, precipit?ndome en las aguas azules del lago, como podr?a hacer una de estas piedras; soy tan feliz que tengo miedo de que todo cambie de aspecto demasiado r?pidamente. Todo lo que es hermoso siempre es demasiado fugaz. Querr?a que todo permaneciese de esta manera. Para siempre. Para siempre.» Ernesto la observaba: ten?a una figura muy menuda, casi transparente a la luz del sol. «No quiero que digas estas cosas ni siquiera en broma. Quiz?s es la isla la que te las sugiere. Pero t? no la escuches. ?Conoces la historia de Amalasunta, reina de los Godos?» No hab?a acabado Ernesto de decir estas palabras cuando una nube de esas que cuando desembarcaron estaban en el horizonte, cubri? el sol y lo oscureci?, y junto con la isla oscureci? tambi?n un largo trecho de agua. En un decir Jes?s la isla adopt? la semblanza de aquel lugar tr?gico por su historia, que Greta todav?a no conoc?a. Una historia de leyendas, de torturas, de luchas, de asesinatos. «En el lejano a?o de 526 Teodorico, rey de los godos, que hab?a reinado en Italia durante treinta y tres a?os, muri? sin dejar un heredero directo. De su matrimonio hab?a tenido tres hijas, de las cuales la primog?nita, Amalasunta, estaba casada con un visigodo. ?sta ten?a un ni?o, Atalarico, al que le correspond?a el reino ya que , debido a las leyes g?ticas, un reino no pod?a ser heredado por una mujer. En el a?o en el que Teodorico muri?, Atalarico era todav?a un ni?o y Amalasunta asumi? el gobierno en el lugar del chaval durante casi ocho a?os; luego, un d?a, Atalarico, todav?a inmaduro para el gobierno de un reino, muri?. Amalasunta, entonces, para no perder el reino tan amado por ella, se ofreci? como esposa al hijo de una hermana de su padre: Teodato. ?ste habr?a llegado de todas formas al trono pero acept? a Amalasunta como esposa para calmar los ?nimos de todos los que eran partidarios de la mujer. Teodato era un hombre despiadado que no se preocupaba de otra cosa que no fuese asegurarse una vida tranquila circund?ndose de riquezas y de comodidades, sin interesarse por el bienestar de su propio pueblo. Teodato fing?a siempre: probablemente habr?a querido deshacerse de Amalasunta enseguida en cuanto se casaron pero, para mayor seguridad, pens? que le conven?a alejar el delito de los lugares en los que ella era amada y protegida. As? que la condujo mediante enga?os a la Toscana, con la excusa de ver sus posesiones, para, a continuaci?n, llegar a Roma donde ella podr?a exteriorizar la fe que siempre la hab?a animado. Pero Amalasunta no lleg? jam?s a Roma: en cuanto alcanzaron una etapa del camino que costeaba el lago Bolsena fue sacada del carro que la transportaba y puesta en una barca que la llev? a Martana donde se dice que estuvo exiliada y muri?. Fue muy poco el tiempo en que Teodato dej? viva a la pobrecilla: era demasiado peligroso posponer su asesinato, no tanto porque ella pod?a invocar la ayuda de los romanos sino por los numeros?simos godos que despreciaban a Teodato creyendo que, por compasi?n, hab?a sido relegada a una isla perdida. El modo en que Amalasunta fue asesinada no est? claro pero la tradici?n dice que fue lanzada desde lo alto del precipicio sobre el que estamos en este momento». Ernesto hab?a acabado con su relato y Greta se hab?a perdido en no se sabe qu? pensamientos: pensaba en Ernesto, en lo que le hab?a dicho, pensaba en Amalasunta reina de los godos, en las historias que se entrelazaban en las piedras esparcidas por aquel terreno. ?Qui?n sabe cu?ntas historias habr?an visto aquellas piedras? Seguramente hab?an conocido a Amalasunta y hoy hab?an visto a Greta rendirse por segunda vez en su vida a las dulces y dolorosas delicias de sus sentimientos. 6 El d?a estaba a punto de terminar: el sol, bajo el horizonte, iluminaba con luces variopintas las nubes todav?a altas en el cielo y las emociones, que parec?an poseer a los dos muchachos como mareas tranquilas, impredecibles y devastadoras. Mientras descend?an desde la cima del monte, por los escalones excavados en la roca, Greta viendo algunos ejemplares de nopales, le cont? a Ernesto lo gigantescas que eran esas plantas en Sicilia y lo espectacular que era su puesta en escena; en las palabras de Greta hab?a nostalgia y afecto hacia una tierra, la suya, que hac?a ya seis a?os que no ve?a. Llegaron en poco tiempo a la peque?a barca que hab?an dejado en la orilla, acariciada dulcemente por las aguas del lago. Ernesto se apart? de la orilla de la isla clavando un remo en la tierra: el lago estaba movi?ndose ligeramente debido a un viento fresco que se advert?a fastidioso bajo los ligeros vestidos que acariciaba su piel y causaba ligeros escalofr?os. Decidieron, aunque ya era tarde, hacer el recorrido alrededor de la isla con la barca antes de volver a tierra firme. Los acantilados oscuros, casi l?gubres, de los cuales Ernesto se manten?a a unos cincuenta metros de distancia, descend?an de manera oblicua hacia el agua, los unos sobreponi?ndose sobre los otros, como queriendo dar la sensaci?n de que all?, en cualquier momento, podr?an resbalar hacia las profundidades del lago, desapareciendo como si no hubiesen existido jam?s. En cuanto llegaron a una punta en que la isla se dirig?a hacia el este, se encontraron de frente a un bloque de piedra deslizado y que hab?a quedado fuera del agua en una posici?n casi vertical. Parec?a una estela f?nebre. Las ensenadas cortaban, con oscuras sombras, el acantilado que se elevaba alto hacia el cielo y con su forma de semic?rculo hizo recordar a Greta un gigantesco anfiteatro en ruinas, ?nico testimonio del consumido cr?ter de un turbulento volc?n. Las piedras de la torre y de los diversos asentamientos, escombros esparcidos, que antes, vistos de cerca, le parecieron tan grandes y majestuosos, estaban demasiado lejos, en lo alto de aquella pared irregular, convertida en pavorosa por la oscuridad de la noche que avanzaba a pasos agigantados. Tambi?n Ernesto le parec?a muy distante, de aquellos momentos, gotas esparcidas por el roc?o nocturno. Era tan irreal el pensamiento de ?l… sus palabras no eran m?s que un d?bil eco llevado por el viento oscuro del anochecer. Finalmente salieron de la sombra pavorosa que la isla proyectaba sobre las aguas del lago convirti?ndolas en sombr?as, para encontrar el sol, el ?ltimo resquicio de una gran naranja que hab?a ya manchado todo el cielo de un resplandor rojo que se reflejaba con olas bermell?n sobre la superficie del lago hasta alcanzar la embarcaci?n y lo m?s profundo de sus corazones. La hora tard?a y la extra?a luz del sol al atardecer contribu?an a suscitar en el alma de los dos muchachos una sensaci?n de consternaci?n, como si el fin estuviese ya pr?ximo, como si el fin de aquel viaje no pudiese sino marcar, entre ellos, nada m?s que un adi?s triste y doloroso. * * * Estaba ya oscuro cuando Greta, de nuevo en pie sobre el muelle, esperaba que Ernesto terminase de atracar la barca. Las luces se encend?an una a una, reflejando su brillo sobre la superficie ligeramente encrespada del lago. Se sent?a avergonzada como la primera vez que consinti? en salir con Alberto, hac?a ocho a?os. «Alberto» El pensar en ?l la golpe? como una bofetada en plena cara, despert?ndola de sus sue?os: en un cierto sentido ese d?a hab?a traicionado, aunque sin darse cuenta, el recuerdo de aquel amor que ella hab?a jurado que ser?a el ?nico. Lo hab?a traicionado acogiendo entre sus brazos la cabeza rizada de Ernesto. Esta consciencia ca?a sobre ella como la sombra de una tempestad inesperada. Se recuper? cuando Ernesto le estrech? la cintura con su brazo fuerte, musculoso y c?lido. Los cabellos oscuros, despeinados por el viento, bailaban sobre sus ojos: ?l la apart? para ver todav?a una vez m?s aquel rostro de mujer que le provocaba tantas sensaciones a la vez: habr?a querido poder leer en aquellos ojos oscuros como una noche sin luna. «Greta, es todo tan extra?o… esta tarde, ahora, me parece vivir los ?ltimos momentos de un adi?s, como si estuvi?semos despidi?ndonos para no vernos ya m?s. La isla Martana causa a menudo melancol?a en el coraz?n de quien la visita, pero esta noche tengo miedo de lo que siento dentro de m?… est?s tan triste, amor m?o». «No es culpa de la Martana, no es culpa suya… soy yo, yo que, vaya donde vaya, s?lo soy capaz de causar dolor, incluso a una persona tan dulce como t?. Hay d?as en los cuales me siento muy distinta de la gente que me rodea, que me parece ser como uno de aquellos animales que se guardan dentro de las jaulas en un circo: un fen?meno de feria que sirve para atemorizar a los ni?os y para asombrar a los adultos. No s? lo que me sucede, incluso aqu?, contigo. No consigo entender lo que tengo dentro: cientos, miles de voces murmuran, gritan su opini?n, su historia y yo estoy condenada a no entender nada. S?lo una gran confusi?n, s?lo eso percibo. Querr?a que el sonido relajante del mar que acaricia la orilla o cualquier escollo solitario en la noche, ahogase todo esto». Ernesto se hab?a quedado sin palabras. Aquella muchacha lo atra?a much?simo pero, al mismo tiempo, era como si lo rechazase con todas sus complicaciones, con todos sus problemas que a una persona normal pod?an parecer puras tonter?as. Ve?a la desesperaci?n que anidaba en los rincones de la mente de la muchacha, la ve?a como la luz que se filtra desde una grieta, la sent?a deslizarse sobre la piel como el agua, la respiraba en el aire como el incienso en las iglesias, habr?a querido evitarla como la sombra de un terrible presagio. La estrech? entre sus brazos. Le bes? con dulzura los labios, luego se abrazaron un poco m?s, un largo rato, inm?viles bajo la luna, una hoz iridiscente apenas visible en el azul del cielo invadido por las negras nubes. Se despidieron. Y desde lejos, s?lo Ernesto se qued? mirando a Greta avanzar hasta ser engullida por las sombras de la noche, mientras se preguntaba si aquella muchacha hab?a existido en realidad. Cuando lleg? de nuevo delante de la puerta Greta dud?, no quer?a entrar en su casa: no ten?a ganas de dormir pero, sobre todo, no ten?a ganas de quedarse a solas. Llam? con cuidado a la puerta de Giacomo: esperaba con todo su coraz?n que todav?a estuviese despierto. La puerta se abri? con un ligero chirrido que reson? en el aire de la plaza hasta que la llenarla del todo; apareci? Giacomo con su cara oscura, sobre la que resaltaban dos cejas blancas. Estaban arrugadas, como queriendo preguntarle a Greta lo que sus labios no se hubieran permitido decir: ?cu?l era el motivo por el que se encontraba all?, a esas horas? «Giacomo, necesito hablar con usted. Hoy por la tarde he ido a Martana con aquel pescador que ya me hab?a llevado a la Bisentina…» «Usted trabaja mucho… ?ahora tambi?n a la Martana? Es necesario que vaya yo a hablar con aquel notario». El anciano la hab?a interrumpido enseguida, para desdramatizar un poco la situaci?n: los hab?a visto volver, los hab?a visto en el muelle, hab?a visto la manera en que se hab?an abrazado. Hab?a visto, quiz?s, m?s de lo que Greta hubiese podido comprender. «?Qu? va! ?Qu? dice? No he ido por trabajo, ojal? hubiese sido por eso; he ido con Ernesto a visitar la isla y… ?Oh, Dios m?o! He montado una buena, ?un bonito l?o! Mi madre me lo dijo, siempre la misma, Giacomo, ?qu? debo hacer? D?gamelo usted, ?qu? debo hacer?» «Ante todo, entre, y luego ya hablaremos. Venid». * * * Greta habr?a deseado sobre todo tener una existencia tranquila, a lo mejor con Ernesto, pero no pod?a ni siquiera pensar en eso, al menos hasta que no consiguiese sacarse de encima los fantasmas que la acosaban continuamente, a cada paso. Giacomo ten?a raz?n, ese era su aut?ntico problema. Y Greta ya se hab?a decidido. Partir?a para Sicilia a la ma?ana siguiente. Ten?a delante de ella un folio en blanco sobre el cual comenzar?a a escribir una carta para Ernesto. Querido Ernesto: Quiz?s ayer por la tarde t? ten?as raz?n. La isla Martana realmente produce extra?os pensamientos en sus visitantes y ha debido ocurrir de esta manera. Quiz?s s?lo estaba esperando un pretexto al que aferrarme, quiz?s hac?a ya tiempo que maduraba la decisi?n de volver a Sicilia. De todas formas, cu?l ha sido el recorrido que han seguido mis decisiones poco importa. Me debo ir. Llevar? conmigo la rosa que has cogido en la Bisentina y todas las cosas que he descubierto y encontrado junto a ti. Las llevar? conmigo con la esperanza de que me ayuden a vencer todos mis miedos y los fantasmas que se esconden detr?s de ellos. Las llevar? conmigo para que un d?a me devuelvan a ti, aqu?, en tu para?so: y si un d?a, cercano o lejano, vuelvo… ser? para quedarme. Querr?a tan solo que no me olvidases: ser?a el dolor m?s grande que podr?as producirme. Recu?rdame, a lo mejor como a una loca que deliraba con sus miedos y con las sombras que dec?a sentir en su interior, pero no dejes jam?s que otros rostros se peguen al m?o, sofoc?ndolo. Dulce barquero de mis m?s bellos pensamientos, me despido de ti y no te entretengo m?s. Te amo y te amar? siempre. Greta Escribi? aquellas palabras de un tir?n, sin pensar demasiado en ellas y sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Habr?a debido escribir dos l?neas tambi?n al notario De Fusco: sab?a perfectamente, sin que nadie se lo dijese, que se estaba comportando otra vez como una inconsciente. Ten?a casi treinta a?os pero se sent?a vac?a como un reci?n nacido: todas sus experiencias, sus emociones, todo lo vivido hab?an pasado sobre ella sin dejar m?s que un rastro descolorido de dolor y remordimientos. Quer?a respuestas y las quer?a dar. Sab?a demasiado bien que s?lo cerrando un cap?tulo y partiendo de una p?gina en blanco ser?a posible empezar de nuevo. No sab?a cu?nto tiempo necesitar?a para librarse de sus sue?os, de los miedos que hab?an crecido dentro de ella, para purgar el veneno que, lentamente, corr?a por sus venas mezclado con la sangre. Ni siquiera ten?a la certidumbre de que lo conseguir?a. Pero val?a la pena intentarlo. SEGUNDA PARTE Durante a?os hab?a estado alejada de casa y ahora, delante de la puerta, no me atrev?as a entrar, por miedo a que un rostro que nunca hab?a visto mirase est?pidamente el m?o y me preguntase qu? quer?a. “S?lo una vida que he dejado ?Quiz?s me ha quedado aqu??” Me apoy? en el temor, dej? pasar el tiempo, el instante se infl? como un oc?ano y se rompi? contra mi o?do. Re? con una risa rota que habr?a podido temer una puerta yo que conoc?a la consternaci?n y nunca la hab?a remontado. Acerqu? a la manilla la mano de manera temblorosa por el miedo a que la puerta terrible se abriese de par en par y me dejase en medio del suelo luego saqu? los dedos con cuidado como si fueran cristal, me tap? las orejas, y como una ladrona respirando con fatiga hu? de la casa     Emily Dickinson 7 El lago estaba oscuro. La orilla transitada por el viento ten?a un color plateado mientras que el resto de la superficie era de un azul intenso, intercalado aqu? y all? por el blanco de alguna ola perdida. No hac?a sol aquella ma?ana, al menos no de manera visible, y el aire era fresco. Greta subi?, como hac?a cada ma?ana desde hac?a a?os, a aquella parte, en el autob?s de estudiantes que voceaban, pero esa ma?ana aquella situaci?n, aunque sin quererlo, le caus? tristeza: tristeza por saber si alg?n d?a volver?a. Se hab?a despedido de Giacomo con pocas palabras pidi?ndole que le entregase la carta a Ernesto en cuanto volviese de pescar. Aquel hombre anciano le hab?a aconsejado, le hab?a ayudado casi como si fuese la hija que tanto hab?a deseado. En cuanto lleg? a Viterbo baj? del autob?s, fue a la oficina y deposit? en el buz?n, que ella misma hab?a abierto mil veces, la carta que hab?a escrito para el notario. Hab?a puesto dentro de la carta tambi?n las llaves de la oficina, casi como si quisiese sacarse de encima algo que le pesaba mucho. Dud? todav?a un momento dentro de aquel portal oscuro, luego cruz? el umbral y se alej? a grandes pasos con un nudo en la garganta debido a las l?grimas. En poco tiempo lleg? a la estaci?n: Viterbo todav?a dorm?a en el gris ins?lito de una ma?ana veraniega. El tren finalmente parti?: Greta ten?a la impresi?n de que si se hubiese parado un minuto de m?s en la estaci?n, hubiera bajado para no subir a ?l de nuevo. El ruido del paso de las ruedas sobre los ra?les la acunaba con su cantinela repetitiva, siempre igual en el tiempo y en el espacio. Los kil?metros corr?an veloces, acerc?ndola cada vez m?s al momento en el que deber?a bajar de aquel vag?n, coger otro tren y luego embarcarse en un trasbordador que la devolver?a en poco menos de una hora a Sicilia, tierra de los c?clopes, despu?s de seis a?os de exilio voluntario. En un cierto sentido con aquel viaje quer?a reconstruir viejas costumbres, reencontrar viejos olores y sabores de una vida de la que hab?a escapado hac?a tantos a?os, y que ahora, a lo loco, intentaba recuperar. Se qued? adormilada durante un tiempo que no podr?a haber definido, y en su duermevela so?? con Ernesto, con la Bisentina, so?? que nunca partir?a: so?? con el rostro calmado y tranquilo de Giacomo que la observaba sin decir nada, sonri?ndole. Mirando fuera de la ventanilla se sent?a emocionada: todo era al mismo tiempo distinto e igual a lo que recordaba. Sent?a los olores penetrarle en las narices y correr directamente al cerebro, evoc?ndole recuerdo agridulces de su infancia. El tren se par? bruscamente, haciendo rechinar los frenos sobre las v?as, y de repente Greta not? la superficie del inmenso espejo de agua emergiendo desde un desnivel del terreno, apareciendo ante sus ojos como una superficie tranquila, plana, casi inm?vil. Otra vez el mar. De repente record? el lago, encantador pasaje que la hab?a acogido en su vagabundear acun?ndola en sus orillas: aquel lago a menudo era una extensi?n de aceite inm?vil sobre la que las nubes vanidosas se miraban como en un espejo, apenas molestadas por cualquier peque?a encrespadura cerca de un exuberante ca?averal.. Aquel d?a tambi?n el mar estaba tranquilo. Mucha gente adora las aguas calmadas. Greta, en cambio, las prefer?a batidas por las corrientes, con las olas grandes descomponiendo aquel prado azul, inconmensurable e iridiscente, agit?ndolo como si fuese la nostalgia de florecer la que la volv?a inquieta. Quiz?s la poca atracci?n que sent?a por las superficies planas, inm?viles, era debido tambi?n, y sobre todo, al hecho de que se reconoc?a, si queremos hablar de una especie de identificaci?n, en una superficie en movimiento, en una realidad que deb?a, de todos modos, luchar contra un elemento desestabilizador, como en una eterna batalla: como el viento con las nubes, el sol con la lluvia, el agua con el fuego, la verdad con la mentira. Verdad y mentira, pensaba Greta acurrucada al calor de sus pensamientos: ella prefer?a, antes que otra soluci?n, conocer siempre la verdad de sus dudas, en cada uno de sus aspectos, por muy feo que pudiese ser, porque el lado verdadero existe en cada discurso, en cada acci?n. Incluso en la mentira m?s profunda existe siempre un poco de verdad que ha sido entretejida tan bien que resulta invisible en una trama demasiado tupida para poderla distinguir. Durante su vida hab?a comprendido que, mentira o no, existen de todos modos personas que no quieren creer en los cambios, que no aceptan el hecho de que una persona pueda cambiar su aspecto exterior, que pueda cambiar en su interior, en sus h?bitos. Конец ознакомительного фрагмента. Текст предоставлен ООО «ЛитРес». Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию (https://www.litres.ru/pages/biblio_book/?art=57158296&lfrom=688855901) на ЛитРес. Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом. notes 1 Nota del traductor: Toba volc?nica de color marr?n o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calc?rea con cristales diseminados de otros minerales. 2 Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza. 3 Nota del traductor: Todas las plantas acu?ticas que se nombran en este p?rrafo no tienen una traducci?n al espa?ol ya que son propias del lago de Bolsena. 4 Nota del traductor: existen varias versiones en castellano de este libro. 5 Nota del traductor: Quiz?s ocurrir? alg?n d?a que en este lugar yo deje mi esp?ritu fuera de la tempestad para cambiar de alas. 6 Nota del traductor: ?Oh, deseada verde soledad lejana de los ruidos de los hombres! 7 Nota del traductor: Un pescado perteneciente a la familia de los salmones. 8 Nota del traductor: Una especie de muro de contenci?n.
Наш литературный журнал Лучшее место для размещения своих произведений молодыми авторами, поэтами; для реализации своих творческих идей и для того, чтобы ваши произведения стали популярными и читаемыми. Если вы, неизвестный современный поэт или заинтересованный читатель - Вас ждёт наш литературный журнал.