Òû ìîã áû îñòàòüñÿ ñî ìíîþ, Íî ñíîâà ñïåøèøü íà âîêçàë. Íå ñòàëà ÿ áëèçêîé, ðîäíîþ… Íå çäåñü òâîé íàä¸æíûé ïðè÷àë. Óåäåøü. ß çíàþ, íàäîëãî: Ñëàãàþòñÿ ãîäû èç äíåé. Ì÷èò ñåðî-çåë¸íàÿ «Âîëãà», - Òàêñèñò, «íå ãîíè ëîøàäåé». Íå íàäî ìíå êëÿòâ, îáåùàíèé. Çà÷åì ïîâòîðÿòüñÿ â ñëîâàõ? Èçíîøåíî âðåìÿ æåëàíèé, Ñêàæè ìíå, ÷òî ÿ íå ïðàâà!? ×óæîé òû, ñåìåé

La Muchacha De Los Arco?ris Prohibidos

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La Muchacha De Los Arco?ris Prohibidos Rosette Rosette El encuentro de dos soledades en el contexto fascinante de una imaginaria aldea escocesa es el punto de partida de una gran historia de amor en la que nada es como siempre. La protagonista - Melisande Bruno - es la muchacha los arco?ris prohibidos, capaz de ver s?lo en blanco y negro. Y su contrapunto, as? como gran amor, es Sebasti?n McLaine, escritor relegado a una silla de ruedas. Cap?tulo Primero Levant? el rostro, ofreci?ndolo al apacible viento. La brisa ligera me pareci? de buen augurio, casi una amiga, una se?al de que mi vida estaba cambiando de rumbo, y esta vez para bien. Apret? con m?s firmeza la mano derecha en la maleta y reanud? el camino con una confianza renovada. No estaba lejos de mi lugar de destino, a juzgar por las indicaciones tranquilizadoras del ch?fer del autob?s, y que yo esperaba fueran ciertas, y no simplemente optimistas. Cuando llegu? a la cima de la colina, me detuve, en parte para retomar el aliento, y en parte porque no pod?a creer lo que ve?an mis ojos. ?Modesta morada? As? la hab?a definido la se?ora McMillian al tel?fono, con el candor t?pico de la gente que vive en zonas rurales. Y era evidente que estaba bromeando. No pod?a haber hablado en serio, no pod?a ser tan ingenua respecto al resto del mundo. La casa se ergu?a majestuosa y real como un Palacio de Hadas. Si su ubicaci?n hab?a sido elegida con el deseo de mimetizarla con la tupida y lozana vegetaci?n circundante, bueno... el intento hab?a fracasado. De pronto me sobrevino una sensaci?n de cohibimiento, por lo que evoqu? el entusiasmo con el que hab?a afrontado el viaje de Londres a Escocia, y de Edimburgo a aquella pintoresca, apartada y tranquila aldea de las Highlands. Esa oferta de trabajo me hab?a ca?do como un bumer?n, un man? del cielo, en un momento triste y carente de esperanzas. Me hab?a resignado a pasar de una oficina a otra, cual m?s an?nima y miserable, en calidad de secretaria todo servicio, destinada a vivir de ilusiones. Luego la lectura casual de un anuncio y la llamada de la que hab?a surgido ese radical cambio de residencia, una mudanza brusca pero fuertemente deseada. Hasta hace unos pocos minutos, todo eso me parec?a magia... ?Qu? hab?a cambiado, a fin de cuentas? Suspir? y obligu? a mis pies a ponerse en movimiento de nuevo. Esta vez mi camino no fue triunfal como pocos minutos antes, sino m?s bien torpe y vacilante. La verdadera Melisande volv?a a flote, m?s fuerte que el lastre con el cual hab?a vanamente intentado ahogarla. Recorr? lo que quedaba del camino, con lentitud exasperante, y fui inmensamente feliz de estar sola, sin que nadie pudiera adivinar el verdadero motivo de mi indecisi?n. Mi timidez, manto protector dotado de vida aut?noma, a pesar de mis reiterados y fracasados intentos de sac?rmela de encima, hab?a vuelto con prepotencia a la palestra, record?ndome qui?n era. C?mo si pudiera olvidarlo. Llegu? a la verja de hierro, por lo menos de tres metros de alto, y aqu? tuve una nueva paralizante vacilaci?n. Me mord? los labios, barajando las alternativas que ten?a a disposici?n. Muy pocas, a decir verdad. Volver atr?s estaba fuera de discusi?n. Hab?a yo pagado los gastos a reembolsar del viaje, y el dinero que me quedaba era poco; muy poco, en verdad. Y adem?s, ?qu? me esperaba en Londres? Nada. El vac?o absoluto. Incluso mi compa?era de habitaci?n se esforzaba por recordar mi nombre o, en el mejor de los casos, lo trabucaba. El silencio en torno a m? era absoluto, fragoroso en su total inmovilidad, roto s?lo por los ruidos sordos de mi coraz?n. Puse la maleta en el angosto camino, sin preocuparme por las posibles manchas de la hierba. Total, para m?, ellas no importaban nada. Estaba relegada en un universo en blanco y negro, carente de cualquier asomo de color. Y no en el sentido metaf?rico. Me llev? una mano a la sien derecha, y efectu? una ligera presi?n con las yemas de mis dedos. Hab?a le?do en alguna parte que serv?a para aflojar la tensi?n, y aunque lo encontraba algo est?pido y b?sicamente in?til, prosegu?, obediente a un ritual en el que no ten?a ninguna fe, s?lo respeto a una costumbre consolidada. Era agradablemente reconfortante tener costumbres. Hab?a descubierto que contribu?a a tranquilizarme, y no me separaba nunca de ninguna de ellas. Bueno, no en ese momento. Hab?a dado un giro violento hacia una direcci?n opuesta a la habitual, dej?ndome arrastrar por la corriente, y en aquel momento qu? no hubiera dado por volver atr?s. Extra?? mi habitaci?n en Londres, peque?a como la cabina de un buque, la sonrisa distra?da de mi coinquilina, las travesuras de su gato panzudo, e incluso las paredes desconchadas. De repente, sin previo aviso, mi mano volvi? a coger la maleta de cuero, mientras me separaba de la verja a la que me hab?a aferrado con la otra mano sin darme cuenta. No sab?a qu? deb?a hacer: si dar marcha atr?s o tocar el timbre, y ya no tuve manera de averiguarlo, porque en ese preciso instante sucedieron dos cosas simult?neamente. Levant? la mirada, atra?da por un movimiento desde atr?s de una ventana del primer piso, y recuerdo haber visto una peque?a persiana blanca dejada caer en su sitio. Y luego sent? una voz de mujer, la misma que hab?a escuchado pocos d?as antes al tel?fono. La voz de la se?ora Millicent Mc Millian, terriblemente cercana. —?Se?orita Bruno! Es usted, ?verdad? Me gir? de golpe en la direcci?n de la voz, olvidando el movimiento de la ventana del primer piso. Una mujer de mediana edad, huesuda, enjuta y con un aire afable, segu?a hablando, como un r?o desbordado. Me envolvi?. —?Pero claro que es usted! ?Qui?n m?s podr?a ser? No recibimos muchas visitas aqu? en Mildnight Rose House, y adem?s, la est?bamos esperando. ?Ha hecho buen viaje, se?orita?, ?ha encontrado con facilidad la casa?, ?tiene hambre, sed? Querr? descansar, supongo... Llamo inmediatamente a Kyle para que lleve el equipaje a su habitaci?n... He elegido una habitaci?n bonita, simple pero deliciosa, en el primer piso... —Intent?, con escasos resultados, responder al menos a una de sus preguntas, pero la se?ora Mc Millian no deten?a su flujo ininterrumpido—. Por cierto, estar? en el primer piso, como el se?or Mc Laine... Por Dios, ?l no necesita asistencia de usted, ya tiene a Kyle, que es su enfermero... ?l es en realidad un manitas... es tambi?n conductor..., ?de qui?n?, no lo sabemos, ya que el se?or Mc Laine no sale nunca... ?Oh!, ?me alegra mucho de que est? aqu?! Sent?a verdaderamente la falta de una compa??a femenina... Esta casa es un poco l?gubre, adentro, claro... Aqu?, al sol, todo parece maravilloso..., ?no cree? ?Le gusta el color?, es audaz, lo s?…, pero al se?or Mc Laine le gusta. Eh aqu?…, pens? con amargura. Una pregunta, a la cual no tener que responder me hac?a feliz. Segu? a la mujer dentro del patio, y luego en el atrio enorme de la casa. No dej? un momento de hablar, en tono tintineante como el sonido de una campana. Me limit? a asentir ac? y all?, echando un r?pido vistazo a los ambientes por los cuales ?bamos pasando. La casa era realmente enorme, constat? con sorpresa. Me hab?a esperado una decoraci?n m?s sobria, espartana, masculina, dado que el propietario, mi nuevo empleador, era un hombre que viv?a solo. Evidentemente sus gustos eran de todo menos minimalistas. Los muebles eran lujosos, pomposos, antiguos. Del siglo XVIII, pens?, aunque no soy una experta en antig?edades. Aceler? el paso para no alejarme del ama de llaves, r?pida como un guepardo. —La casa es enorme —balbuce?, aprovechando una pausa en su largo mon?logo. Me ech? una ojeada por encima del hombro. —Lo es, se?orita Bruno, pero la mitad est? cerrada. Nosotros usamos s?lo la planta baja y el primer piso. Es demasiado grande para un hombre solo, y agotador, para quien habla, que me encargo de ella. Aparte de la limpieza grande, de la que se ocupa una agencia de limpieza, para el resto estoy s?lo yo. Y Kyle, naturalmente, que tiene otras tareas. Y usted, ahora. Finalmente se detuvo de frente a una puerta y la abri?. Le di el alcance, con la respiraci?n ligeramente agitada. Estaba casi jadeante, exhausta. Se me adelanto, y entr? primero a la habitaci?n, con una sonrisa hospitalaria en los labios. —Espero que le guste, se?orita Bruno. A prop?sito... ?se pronuncia Bruno o Brun?? —Bruno. Mi padre era de origen italiano —dije, con los ojos absortos en la contemplaci?n de la habitaci?n. La se?ora Mc Millian reanud? la charla, y se puso a contarme diferentes an?cdotas de su breve estancia juvenil en Italia, Florencia, y sus sucesivas vicisitudes como estudiante de historia del arte que bregaba contra la r?gida burocracia local. Le prest? atenci?n a medias, estaba demasiado emocionada como para fingir inter?s. La habitaci?n, que ella llamaba simple, era el triple de mi agujero londinense. Mis dudas iniciales fueron desbaratadas. Apoy? la maleta en la c?moda y volv? a mirar la gran cama con dosel, tan antigua como el resto de muebles. Un escritorio, un ropero, una mesa de noche, una alfombra sobre el suelo de madera, una ventana a medio abrir. Me dirig? en esa direcci?n y la abr? del todo, disfrutando del panorama espl?ndido que me rodeaba. A lo lejos se ve?a la aldea, que apenas hab?a percibido durante el recorrido en autob?s, enrocada en la otra vertiente de la colina, una franja de r?o que desaparec?a a mi derecha, escondida por la densa vegetaci?n, y el jard?n de abajo, bien cuidado y lleno de plantas. —Adoro ocuparme del jard?n —continu? tranquilamente el ama de llaves acerc?ndoseme–. En particular, amo las rosas. Como ve, he cogido un manojo para usted. Me gir?, fij?ndome, reci?n en ese momento, en el gran florero sobre la c?moda, rebosante, con un ramo lleno de rosas. Cubr? como un rayo la distancia que me separaba de ?l, y sumerg? la nariz entre sus p?talos carnosos. El perfume me atont? al instante, lo sent? directo en mi cabeza, y me provoc? un ligero mareo. Por primera vez, en mis veintid?s a?os de vida, me sent? en casa. Como si hubiera arribado finalmente a un puerto seguro y acogedor. —?Le gustan las rosas blancas, se?orita? Quiz? las prefer?a naranjas o rosas. O quiz?s amarillas... Volv? a pisar tierra, arrastrada a la fuerza por aquella pregunta insidiosa, qu? claro, la amable mujer hab?a pronunciado inocentemente y sin ninguna sospecha. —Me gustan todas. No tengo preferencias —murmur?, cerrando los ojos. —Apuesto a que le gustan rojas. A todas las mujeres les gustan rojas. Pero me parec?an inadecuadas... Quiero decir..., deber?a ofrecerlas como regalo s?lo un pretendiente... ?Usted est? de novia, se?orita Bruno? –No. —Mi voz era poco m?s que un soplo, con el tono cansado de quien nunca ha dado una respuesta diversa. —Qu? tonta. Es obvio que no lo est?, si lo estuviese no estar?a aqu?, en este lugar apartado, lejos de su amado. Aqu?, dudo que pueda encontrar a alguien... Reabr? los ojos. —No estoy buscando un novio. Su expresi?n se tranquiliz?. —Entonces no se decepcionar?. Aqu? es pr?cticamente imposible encontrar pareja, ya todos est?n acompa?ados. Se ennovian literalmente en pa?ales, o a m?s tardar en las carpetas de la guarder?a... Sabe c?mo son las peque?as comunidades rurales, cerradas a lo nuevo y diverso. Y yo era lo diverso, irremediablemente diversa. —Como le he dicho, no ser? un problema para m? —dije en tono firme. —Sus cabellos son de un rojo espl?ndido, se?orita Bruno. Envidiables, dir?a yo. Dignos de una escocesa, aunque usted no lo sea. Me pas? distra?damente la mano entre los cabellos, esbozando una sonrisa forzada. No respond?, acostumbrada como estaba a ese tipo de comentarios. Ella volvi? a cotorrear, y de nuevo me distraje, con la mente llena de recuerdos venenosos, unos m?s lentos en evaporarse, otros m?s reacios a descolorar, y otros m?s veloces en aflorar. Para no dejarme traspasar una vez m?s por los dardos encendidos de la memoria, interrump? su relato de otra an?cdota. —?Cu?l ser? mi horario de trabajo? La mujer asinti? en se?al de aprobaci?n, descubriendo mi dedicaci?n al trabajo. —De las nueve de la ma?ana a las cinco de la tarde, se?orita. Por supuesto que tendr? una pausa para el almuerzo. En ese sentido, le informo de que el se?or Mc Laine prefiere consumir sus comidas en la habitaci?n, en completa soledad. Me temo que no ser? de mucha compa??a. —Esboz? una mueca de pesar, y su tono se hizo de excusa—. Es un hombre muy amargado. Usted sabe, por lo de la tragedia... Es como un le?n enjaulado, y cr?ame... cuando ruge, dan ganas de dejarlo todo y marcharse... como han hecho otras tres secretarias antes que usted... Sus ojos parecieron examinarme, agudos como lentes de aumento. —Usted me parece dotada de mayor sensatez y sentido pr?ctico... Espero que resista m?s tiempo, lo deseo de coraz?n... —A pesar de mi apariencia d?bil y fr?gil, estoy dotada de una paciencia infinita, se?ora Mc Millian. Le aseguro que har? lo mejor de mi parte para estar a la altura —le promet?, con todo el optimismo que logr? reunir. La mujer me regal? una amplia sonrisa, conquistada por la solemnidad de mi declaraci?n. Esper? no haber vendido la piel del oso antes de cazarlo. La mujer se dirigi? hacia la puerta, a?n sonriente. —El se?or Mc Laine la espera dentro de una hora en su estudio, se?orita Bruno. No se deje amilanar. P?rele el macho, es el ?nico modo para no hacerse echar en la primera ocasi?n. Bat? los p?rpados, abrumada por la agitaci?n inicial. —?Le gusta poner en dificultades al personal? Ella se puso seria. —Es un hombre duro, pero justo. Digamos que no aprecia a las "gallinas", y hace de todo para com?rselas en un bocado. El problema es que muchos milanos se transforman en gallinas ante su presencia... Se despidi? con una sonrisa y abandon? la habitaci?n, ignorando el cicl?n que se anidaba en mi cabeza, generado por su discurso final. Volv? a la ventana. La brisa hab?a desaparecido, sustituida por un inusual calor sofocante, caracter?stico m?s del continente que de aquel territorio. Con esfuerzo logr? poner mi mente en stand-by, liber?ndola de los pensamientos nocivos. Volvi? a ser una p?gina en blanco, intacta, fresca, libre de toda preocupaci?n. Pero tuve la certeza fulminante, conoci?ndome como me conoc?a, de que esa paz era relativa, ef?mera como una huella sobre la arena, que pronto ser?a borrada por la marea que se retrae. La acogida de la se?ora Mc Millian no deb?a enga?arme. Ella era una simple trabajadora, ni m?s ni menos que la suscrita. Era bueno, pens?ndolo bien, que estuviera de mi parte, y que me ofreciera una alianza c?mplice con su espontaneidad; pero no deb?a olvidar que mi empleador era otra persona. Mi estancia en esa casa, tan agradable y tan diversa de cualquier otro lugar que hubiera conocido antes, depend?a exclusivamente de ?l, o m?s bien de la impresi?n que yo le causara. Yo, s?lo yo. Sab?a demasiado poco de ?l, para relajarme. Un hombre solo, condenado a una prisi?n peor que la muerte, relegado a una vida a medias, un escritor solitario y de mal car?cter... Seg?n las veladas alusiones de mi gu?a, se trataba de un hombre que disfrutaba poniendo en dificultad a las personas, quiz? le gustaba desahogar su sed de venganza en otros, no pudiendo desquitarse de su ?nica enemiga: la suerte. Ciega, vendada, indiferente a los sufrimientos que inflige a diestra y siniestra, democr?tica en cierto sentido. Tom? un profundo respiro. Si mi estancia en esa casa estaba destinada a ser breve, m?s val?a no deshacer el equipaje. No me parec?a bien perder el tiempo. Vagu? por la habitaci?n, a?n incr?dula. Me detuve ante el espejo colgado por encima de la c?moda y mir? tristemente mi rostro: mis cabellos eran rojos, ciertamente; lo sab?a s?lo porque otros me lo dec?an, yo no era capaz de establecer el color. Viv?a una vida en blanco y negro, prisionera tambi?n yo como el se?or Mc Laine; no de una silla de ruedas, quiz?s, pero incompleta tambi?n. Pas? un dedo sobre un cepillo de plata, colocado sobre la c?moda junto a otros art?culos de tocador, un objeto exquisito, de valor, puesto a mi disposici?n con una generosidad inigualable. Mis ojos se dirigieron de prisa al gran reloj de pared, y me recordaron, casi p?rfidamente, la cita con el due?o de casa. No pod?a retrasarse. No en nuestro primer encuentro. Quiz?s el ?ltimo, si no lograba... ?C?mo hab?a dicho la se?ora Mc Millian? Ah, ya. ‘Pararle el macho’. Una palabra para la princesa de las gallinas. Mi palabra favorita, la m?s frecuentemente utilizada, era "disculpa", declinada seg?n las circunstancias en "disculpe" o "disc?lpenme". Antes o despu?s habr?a pedido disculpas por existir. Enderec? los hombros, en un arranque de orgullo. Vender?a cara la piel. Me ganar?a el derecho, el placer de estar en esa casa, en aquella habitaci?n, en ese rinc?n del mundo. En el rellano, mientras sub?a las escaleras, mis hombros volv?an a curvarse, mi mente a gritar y mi coraz?n a galopar. Mi tranquilidad hab?a durado... ?cu?nto?, ?un minuto? Casi un r?cord. Cap?tulo segundo Ya en el vest?bulo, fui consciente de mi inevitable ignorancia. ?D?nde estaba el estudio? ?C?mo podr?a encontrarlo si apenas hab?a logrado llegar hasta all?? Antes de hundirme en el fango de la desesperaci?n, la intervenci?n providencial de la se?ora Mc Millian, con una sonrisa amplia en su rostro enjuto, me puso a salvo. —Se?orita Bruno, estaba viniendo precisamente a llamarla... —Ech? una r?pida ojeada al p?ndulo de la pared—. ?Qu? puntualidad! ?Usted es realmente una perla rara! ?Est? segura de tener ra?ces italianas y no suizas? Me re? para mis adentros por la ocurrencia. Sonre?a educadamente, adecuando mi paso al suyo, mientras sub?amos las escaleras. Pasamos por la puerta de mi dormitorio, nos dirig?amos al parecer al fondo del pasillo, hacia una pesada puerta. Sin parar su sonoro cotorreo, toc? ligeramente la puerta tres veces, y la entreabri?. Qued? a su detr?s, las piernas me temblaban mientras ella asomaba la cabeza dentro de la habitaci?n. —Se?or Mc Laine... ella es la se?orita Bruno. —Ya era hora. Est? en retraso. La voz son? ?spera, grosera. El ama de llaves estall? en una risa estruendosa, acostumbrada al malhumor del due?o de la casa. —S?lo de un minuto, se?or. No se olvide que es nueva en la casa. He sido yo, que le ha hecho retrasar, porque... —H?gala pasar, Millicent. La interrupci?n fue brusca, casi un latigazo, y me sobresalt? en el lugar de la otra mujer que, imperturbable, se volte? a mirarme fijamente. —El se?or Mc Laine la espera se?orita Bruno. Por favor, entre. La mujer retrocedi?, haci?ndome un gesto para entrar. Le dirig? una ?ltima mirada preocupada. Ella, para animarme, me susurr?. —Suerte. Y vaya, que tuvo el efecto contrario. Mi cerebro se redujo a una papilla licuada, carente de l?gica o de conocimiento del tiempo y del espacio. Me aventur? a dar un t?mido paso dentro de la habitaci?n. Antes de ver nada o? la voz de antes, que estaba despidiendo a alguien. —Puede retirarse Kyle. Nos vemos ma?ana. Sea puntual por favor. No tolerar? otras tardanzas. Un hombre estaba de pie, a pocos pasos de m?, era alto y robusto. Me mir? e hizo un gesto de saludo con la cabeza, dejando entrever un centelleo de mudo aprecio mientras pasaba por mi lado. —Buenas tardes. —Buenas tardes —le respond?, mir?ndolo m?s de lo debido para aplazar el momento en el que har?a el rid?culo, no responder?a a las expectativas de la se?ora Mc Millian ni a mis locas esperanzas. La puerta se cerr? a mis espaldas, y me hizo recordar las buenas maneras. —Buenas tardes se?or Mc Laine. Me llamo Melisande Bruno, vengo de Londres y... —Ah?rrese el repertorio de sus competencias se?orita Bruno. Modestas, por lo dem?s. La voz ahora estaba cansada. Mis ojos se levantaron, por fin listos para encontrarse con los de mi interlocutor. Y cuando lo hicieron, agradec? al cielo por haberlo saludado primero. Porque ahora tendr?a serias dificultades para recordar incluso mi nombre. Estaba sentado al otro lado del escritorio, en su silla de ruedas, con una mano extendida hacia el borde, casi rozando la madera, y la otra que jugueteaba con una pluma estilogr?fica. Sus ojos oscuros, insondables, estaban fijos en los m?os. Una vez m?s, la en?sima, lament? el no ser capaz de ver los colores. Habr?a dado con gusto un a?o de vida por distinguir el color de su rostro y sus cabellos. Pero esa alegr?a no me estaba permitida: caso cerrado. En un destello de lucidez pens? que era hermoso as?: el rostro de una palidez antinatural, los ojos negros sombreados por largas pesta?as, los cabellos negros, ondulados y espesos. — ?Es muda, por casualidad? ?O sorda? Ca? a tierra, precipit?ndome desde alturas vertiginosas. Me pareci? casi sentir el estruendo de mis miembros en el suelo. Un ruido fragoroso y siniestro, seguido de un crujido espantoso y devastador. —Disculpe, estaba distra?da —mascull?, ruboriz?ndome al instante. ?l me escudri?o con una atenci?n que me pareci? exagerada. Parec?a que memorizaba cada l?nea de mi rostro, deteni?ndose en mi garganta. Enrojec? a?n m?s. Por primera vez hubiera querido ardientemente que mi defecto de nacimiento fuera compartido con otro ser humano. Habr?a sido menos embarazoso si el se?or Mc Laine, con su aristocr?tica y triunfante belleza, no hubiese podido notar el sonrojo que aflu?a violentamente en cada cent?metro de piel que iba descubriendo. Me balance? sobre mis pies, inc?moda ante ese examen visual descaradamente directo. ?l continu? con su an?lisis, pasando a mis cabellos. —Deber?a te?irse los cabellos, o terminar?n siendo confundidos con fuego. No quisiera que terminara bajo la avalancha de cien extintores. Su expresi?n inescrutable se anim? un poco, y una chispa de entretenimiento brill? en sus ojos. —No he elegido este color —dije, reuniendo toda la dignidad de la que era capaz—. Pero el Se?or… Curv? una ceja. — ?Es religiosa, se?orita Bruno? — ?Y usted, Se?or? Pos? la pluma sobre el escritorio, sin sacarme los ojos de encima. —No existen pruebas de que Dios exista. —Ni tampoco de que no exista —dije en tono desafiante, sorprendiendo antes que nada a mi misma, por la vehemencia con la que hab?a hablado. Sus labios se curvaron en una sonrisa ir?nica, luego se?al? la silla acolchada. —Si?ntese. —Fue una orden, m?s que una invitaci?n a sentarme. Sin embargo, obedec? al instante. —No ha respondido a mi pregunta, se?orita Bruno. ?Usted es religiosa? —Soy creyente, se?or Mc Laine —le confirm? en baja voz—. Pero no soy muy practicante. M?s bien, no lo soy en absoluto. —Escocia es una de las pocas naciones anglosajonas que practica el catolicismo con un fervor y devoci?n innegables. —Su iron?a era inequivocable—. Yo soy la excepci?n que confirma la regla... ?No se dice as?? Digamos que creo s?lo en m? mismo, y en lo que puedo tocar. Se apoy? blandamente en el respaldo de la silla de ruedas, tamborileando con la punta de los dedos en los reposabrazos. Sin embargo, no pens?, ni siquiera por un mil?simo de segundo, que fuera vulnerable o fr?gil. Su expresi?n era la de alguien que ha escapado de las llamas, y que no tiene miedo de volver a arrojarse en ellas, si lo considera necesario o, simplemente, si tiene ganas. Alej? con dificultad mis ojos de su rostro. Era reluciente, casi perlado, de un blanco brillante y l?cido, distinto de los rostros habituales que me rodeaban. Era agotador mirarlo, y tambi?n escuchar su voz hipn?tica. Una serpiente encantadora, y a cualquier mujer le hubiera encantado caer bajo el sortilegio, bajo el secreto hechizo que emanaba de ?l, de aquel rostro perfecto, de esa mirada ir?nica. —Entonces, usted es mi nueva Secretaria, se?orita Bruno. —Si est? de acuerdo en confirmar mi contrataci?n, se?or Mc Laine —precis?, levantando la mirada. ?l sonri?, ambiguo. —?Por qu? no debiera contratarla? ?Porque no va todos los domingos a la iglesia? Me juzga muy superficial si piensa que soy capaz ahora de echarla o... de mantenerla aqu? sobre la base de un cruce de palabras. No la conozco lo suficiente como para emitir un juicio tan poco halag?e?o respecto a usted —asinti? sonriendo—. Soy consciente, sin embargo, de que una fruct?fera relaci?n de trabajo nace tambi?n de una inmediata simpat?a, de una primera impresi?n favorable. Su humor fue tan inesperado que me hizo sobresaltar. De la misma forma repentina como naci?, se apag?. Me mir? fr?amente. —?Cree realmente que sea f?cil encontrar empleadas dispuestas a transferirse a esta aldea olvidada de Dios y del mundo, lejos de cualquier oportunidad de entretenimiento, de cualquier centro comercial o discoteca? Usted ha sido la ?nica que ha respondido el anuncio, se?orita Bruno. El entretenimiento estaba al acecho, detr?s del hielo de sus ojos. Una placa de hielo negro se rompi? con una grieta fina de humor que me calent? el alma. —Entonces no tendr? que preocuparme por la competencia —dije, entrecruzando nerviosamente las manos en mi vientre. ?l me estudi? a?n m?s, con la misma irritante curiosidad con la que se mira un animal raro. Tragu? saliva, haciendo gala de una desenvoltura ficticia y peligrosamente precaria. Por un instante, el tiempo justo para concebir una idea, me dije que deb?a escapar de aquella casa, de esa habitaci?n rebosante de libros, de aquel hombre inquietante y hermoso. Me sent?a como un gatito inerme, a pocos cent?metros de las fauces de un le?n. Predador cruel, presa impotente. Luego la sensaci?n se desvaneci?, y me di cuenta de lo tonta que era. Delante de m? estaba un hombre de personalidad desbordante, arrogante y prepotente, pero prisionero desde hace mucho tiempo de una silla de ruedas. Yo era la presa de turno, una chica t?mida, temerosa y reacia a los cambios. ?Por qu? no dejarle a sus anchas? Si le divert?a tomarme el pelo, por qu? negarle la ?nica oportunidad de entretenimiento, ocio, que ten?a? Era casi noble de mi parte, en cierto sentido. —?Qu? piensa de m?, se?orita Bruno? Una vez m?s le obligu? a repetir la pregunta, y una vez m?s le tom? de sorpresa. —No pens? que fuera tan joven. Se puso tenso al instante, y yo enmudec?, temerosa de haberle en cierto modo herido. ?l se recompuso, y me hel? con otra de sus sonrisas de infarto. —?De verdad? Me agit? en la silla, temerosa, indecisa, no sab?a c?mo continuar. Luego me decid?, hice acopio de todo mi coraje, y animada por su mirada enlazada con la m?a en una danza muda pero no por ello menos emocionante, volv? a hablar. —Bueno... ha escrito su primer libro a los veinticinco, hace quince a?os, seg?n tengo entendido. Sin embargo, parece s?lo un poco mayor que yo. —Lo sopes?, casi distra?damente. —?Cu?ntos a?os tiene, se?orita Bruno? —Veintid?s, se?or —respond?, enmara?ada nuevamente en la profundidad de sus ojos. —Soy realmente viejo para ti, se?orita Bruno —dijo con una risilla. Luego baj? la mirada, y la fr?a noche de invierno volvi? a envolverlo entre sus espiras, m?s cruel que una serpiente. Toda huella de calor desapareci?—. De todas maneras puede estar tranquila. No deber? temer por ning?n acoso sexual mientras duerma en su cama. Como ve, estoy condenado a la par?lisis. Call? porque no sab?a qu? responder. Su tono era amargado y privo de esperanza, bajo un rostro esculpido en piedra. Sus ojos sondearon los m?os, en busca de algo que parec?a no encontrar. Se concedi? una peque?a sonrisa. —Al menos no hay piedad en usted. Eso me alegra. No la quiero, no la necesito. Soy m?s feliz que tantos otros, se?orita Bruno, porque soy libre, totalmente, en el modo m?s absoluto. —Frunci? las cejas—. ?Qu? hace aqu? todav?a? Puede irse. La forma seca de decirme adi?s, me desconcert?. Me levant? incierta, y ?l aprovech? para desahogar conmigo su enojo. —?Todav?a aqu?? ?Qu? quiere? Ah, ?su salario? ?O quiere hablar de su d?a libre? —me recrimin? encolerizado. —No, se?or Mc Laine. Torpemente, me dirig? a la puerta. Ya ten?a la mano sobre la aldaba cuando me detuvo. —A las nueve de la ma?ana, se?orita Bruno. Estoy escribiendo un nuevo libro, el t?tulo es "Muertos sin sepultura". ?Lo encuentra espeluznante? —Su sonrisa se hizo m?s amplia. El brusco cambio de humor era probablemente un rasgo dominante de su car?cter. Ten?a que esforzarme para tenerlo presente en lo sucesivo, o corr?a el riesgo de tener una crisis de histeria por lo menos veinte veces al d?a. —Parece interesante, se?or —contest? con cautela. Ech? la cabeza hacia atr?s, y estall? en una copiosa risa. —?Interesante! Apuesto a que nunca ha le?do uno de mis libros, se?orita Bruno. Me parece de est?mago delicado, usted... No dormir?a toda la noche, atormentada por pesadillas... Rio de nuevo, saltando del t? al usted con la misma rapidez con la cual cambiaba de humor. —No soy tan sensible como parece, se?or —respond? compungida, desencadenando otra ola de risas. Con sus manos maniobr? la silla de ruedas, con una habilidad felina y admirable, fruto de a?os y a?os de pr?ctica, y con una velocidad extraordinaria se vino hacia mi lado. Tan cerca que inutiliz? cualquier intento m?o de concebir un pensamiento racional. Instintivamente, di un paso atr?s. ?l fingi? no notar mi desplazamiento, y se?al? la librer?a que estaba a mi derecha. —Coge el cuarto libro de la izquierda, tercer estante. Obediente, aferr? el libro que me indicaba. El t?tulo me era familiar porque hab?a hecho una investigaci?n sobre ?l en Internet antes de venir, pero a decir verdad nunca hab?a le?do nada suyo. El g?nero de terror no era lo m?o, mucho m?s apto para paladares fuertes, y no para el m?o, delicado y rom?ntico. —«Zombi en camino» —le? en voz alta. —Es el m?s adecuado para empezar. Es el menos... ?c?mo decirlo? Menos aterrador. Rio de gusto, obviamente de m? y del malestar indefectiblemente poco disimulado que se trasluc?a a trav?s de cada poro de mi piel. —?Por qu? no lo comienzas esta noche? Perfecto para prepararte para tu nuevo trabajo —sugiri? ?l, con los ojos sonrientes. —Ok, lo har? —contest? con escaso entusiasmo. —Hasta ma?ana, se?orita Bruno —se despidi?, con un aire nuevamente grave—. Enci?rrate en la habitaci?n, no quiero que los esp?ritus del Palacio te visiten esta noche, o alguna otra temible criatura nocturna. Sabes c?mo es... —Hizo una pausa, un destello de hilaridad titil? en la oscuridad de sus ojos—. Como te he dicho antes, es dif?cil encontrar empleadas por estos lares. Ensay? una sonrisa, poco convincente despu?s de todo. —Buenas noches, se?or Mc Laine. Antes de cerrar la puerta, una frase en tono de broma sali? de mis labios, sin que pudiera evitarlo. —No creo en los esp?ritus ni en las criaturas nocturnas. —?Segura? —No hay pruebas de su existencia, se?or —le respond?, parodi?ndolo, involuntariamente. —Ni siquiera del hecho de que no existan —argument? ?l. Gir? la silla de ruedas, y regres? detr?s del escritorio. Cerr? suavemente la puerta, ten?a el coraz?n en la garganta. Quiz? ten?a raz?n ?l, y los zombis existen. Porque en ese momento me sent?a una de ellos. Trastornada, con los cables cruzados, suspendida en el limbo en el que ya no sab?a distinguir entre lo real e irreal. Peor que no saber distinguir los colores. Cen? desganadamente en compa??a de la se?ora Mc Millian, con la cabeza en otra parte, con otra compa??a. Me tem?a que la recuperar?a s?lo el d?a siguiente, de regreso de ver a aquel a quien la hab?a encomendado. Algo me dec?a que no era en "buenas manos" que mi confiado coraz?n la hab?a dejado. De la conversaci?n de aquella tarde con el ama de llaves recuerdo muy poco. Habl? ella sola, incesantemente. Parec?a al s?ptimo cielo por tener finalmente alguien con quien hablar. O m?s bien, alguien que la escuchara. Yo era perfecta en ese sentido. Demasiado educada para interrumpirla, demasiado respetuosa para revelar mi desinter?s, demasiado ocupada pensando en otra cosa como para advertir la necesidad de permanecer sola. Total, sea como sea, estar?a pensado en ?l. En mi habitaci?n, una hora m?s tarde, sentada c?modamente en la cama, con la cabeza apoyada en los almohadones, abr? el libro, y me sumerg? en la lectura. En la segunda p?gina estaba ya aterrorizada, y de manera reprobable, pues se trataba simplemente de un libro. A pesar de que, te?ricamente, era bien dotada de sentido com?n, la atm?sfera en la habitaci?n se hizo asfixiante, y urgente el deseo de una bocanada de aire. A pies descalzos atraves? la habitaci?n en penumbra y abr? de par en par la ventana. Me sent? en el alf?izar, y me sumerg? en aquella tibia noche de comienzos de verano, donde el silencio era roto ?nicamente por el chirrido de los grillos y el reclamo de una lechuza. Era hermoso estar all?, lejos a?os luz de la vor?gine de Londres, de sus ritmos apremiantes, siempre al borde de la histeria. La noche era un manto negro, con apenas el blancor de algunas estrellas aqu? y all?. Me gustaba la noche, y pens? ociosamente que me hubiera gustado ser una criatura nocturna. La oscuridad era mi aliada. Sin luz todo es negro, y mi incapacidad gen?tica de distinguir los colores disminu?a, perd?a importancia. De noche, mis ojos eran id?nticos a los de cualquier persona. Por algunas horas no me sent?a diferente. Un alivio moment?neo, por cierto, pero refrescante como el agua sobre la piel caliente. La ma?ana siguiente me despert? el sonido del despertador, y me qued? unos minutos en la cama, atontada. Luego del aturdimiento inicial, record? lo ocurrido el d?a anterior, y reconoc? la habitaci?n. Una vez vestida, descend? las escaleras, casi atemorizada por el silencio profundo en torno a m?. Al ver a Millicent Mc Millian, alegre y parlanchina como siempre, la niebla desapareci? de mi mente turbulenta y regres? a ella la serenidad. —?Ha dormido bien, se?orita Bruno? —comenz? a modo de saludo. —Nunca mejor —respond?, sorprendida yo misma de aquella novedad. Hac?a a?os que no me abandonaba tan serenamente al sue?o, dejando en un rinc?n los pensamientos negativos, al menos por unas horas. —?Se sirve un caf? o un t?? —T?, por favor —le agradec?, sent?ndome en la mesa de la cocina. —Vaya al sal?n, le llevo para all?. —Preferir?a tomar desayuno con usted —dije, ahogando un bostezo. La mujer pareci? complacida y comenz? a trajinar alrededor de los hornillos. Retom? el habitual parloteo, y yo me sent? libre de pensar en Monique. «?Qu? estar? haciendo a esta hora?» «?Ya habr? preparado el desayuno?» Los pensamiento en mi hermana me hicieron cargar de nuevo el fardo en mi d?bil espalda, y acog? con alegr?a la llegada de la taza de t?. —Gracias, se?ora Mc Millian. —Palade? con placer el l?quido caliente y agradablemente perfumado, mientras que el ama de llaves pon?a sobre la mesa el pan tostado y una serie de escudillas llenas de diversas confituras provocativas. —Coja la de frambuesas. Es fabulosa. Alargu? la mano hacia el plato, con el coraz?n al borde del colapso. Mi diversidad volvi? a inundarme de cieno oscuro y maloliente. ?Por qu? yo? Y en todo el mundo, ?habr? otros como yo? ?O yo era una anomal?a aislada, una aberrante broma de la naturaleza? Aferr? una escudilla al azar, rogando que la se?ora estuviera demasiado concentrada en hablar y no advirtiera mi probable error. Las confituras eran cinco, ten?a entonces una posibilidad de cinco, dos de diez, veinte de cien de pillar la correcta en el primer intento. Ella se apresur? a corregirme, menos distra?da de lo que pensaba. —No, se?orita. Esa es de naranja. —Sonri?, sin darse cuenta en lo m?s m?nimo de la agitaci?n que se agigantaba dentro de m?, y de mi frente cubierta de sudor. Me pas? una escudilla—. Aqu? la tiene, es f?cil de confundirla con la de fresas. No se percat? de mi sonrisa forzada, y retom? el relato de sus aventuras amorosas con un joven florentino que termin? plant?ndola por una sudamericana. Com? con desgano, a?n tensa por el incidente de hac?a poco, y bastante arrepentida por no haber aceptado la propuesta de comer sola. De haber sido as?, no habr?a habido problemas. Evitar las situaciones potencialmente cr?ticas, era mi mantra para toda mi vida. No deb?a dejar que la atm?sfera encantadora de aquella casa me impulsara a actos precipitados, olvidando la prudencia necesaria. La se?ora Mc Millian parec?a una mujer muy capaz, inteligente y afectuosa, sin embargo, era exageradamente charlatana. No pod?a contar con su discreci?n. En la peque?a pausa que hizo para beber su t?, aprovech? para hacerle una que otra pregunta. —?Trabaja desde hace muchos a?os con el se?or Mc Laine? Se le ilumin? el rostro, feliz de poder dar rienda a nuevas an?cdotas. —Estoy aqu? desde hace quince a?os. Llegu? pocos meses despu?s del accidente ocurrido al se?or Mc Laine. Aqu?l en que... Bueno, usted ya sabe... Todos los dom?sticos anteriores fueron despedidos. Parece que el se?or Mc Laine era un hombre muy risue?o, lleno de ganas de vivir, siempre alegre. Ahora, lamentablemente, las cosas han cambiado. —?C?mo ocurri?? Me refiero... al accidente. Es decir... perdone mi curiosidad, es imperdonable. —Me mord? un labio, temerosa de ser malinterpretada. Ella sacudi? la cabeza. —Es normal plantearse preguntas, forman parte de la naturaleza humana. Exactamente no s? qu? sucedi?. En el pueblo me han dicho que el se?or Mc Laine deb?a casarse precisamente el d?a siguiente del accidente de coche, y obviamente ya no se hizo nada. Algunos dicen que estaba borracho, pero son voces carentes de fundamento, en mi opini?n. Lo que se sabe de cierto es que termin? fuera de la carretera para evitar a un ni?o. Mi curiosidad se reaviv?, alimentada por sus palabras. —?Ni?o? —Hab?a le?do en Internet que el accidente se produjo de noche. Ella se encogi? de hombros. —S?, al parecer se trataba del hijo del abacero. Hab?a escapado de casa porque se le hab?a metido en la cabeza unirse a la compa??a circense que estaba de gira por la zona. Hurgu? en esa noticia. Eso explicaba los bruscos cambios de humor del se?or Mc Laine, su perenne descontento, su infelicidad. ?C?mo no entenderlo? Su mundo se hab?a desmoronado, hecho trizas, por efecto de un destino desafortunado. Un hombre joven, rico, bello, escritor de ?xito, a punto de coronar su sue?o de amor... Y en el lapso de pocos segundos perdi? gran parte de lo que ten?a. Yo nunca habr?a podido experimentar una desgracia similar, s?lo pod?a imaginarla. No se puede perder lo que no se tiene. Mi ?nica compa?era de toda la vida era la nada. Una r?pida ojeada al reloj de pulsera me confirm? que ya era hora de partir. Mi primer d?a de trabajo. Mi coraz?n se aceler?, y en un destello de lucidez me pregunt? de qui?n ?l depend?a, si del nuevo trabajo o del misterioso due?o de aquella casa. Sub? las escaleras de dos en dos, con el temor irracional de llegar tarde. En el pasillo me cruc? con Kyle, el enfermero «Manitas». —Buenos d?as. —Desaceler? el paso, avergonz?ndome de mi prisa. Deb? haberle parecido una persona insegura, o lo que es peor una exaltada. —Buenos d?as. Se?orita Bruno, ?verdad? ?Puedo tutearle? En el fondo estamos en el mismo barco, a merced de un fatuo lun?tico. —La gruesa y brutal rudeza de sus palabras me dej? pasmada—. Lo s?, soy irrespetuoso con mi empleador, etc?tera, etc?tera. Pronto aprender? a darme la raz?n. ?C?mo te llamas? —Melisande. Esboz? una inclinaci?n torpe. —Encantado de conocerte, Melisande de los cabellos rojos. Tu nombre es realmente extra?o, no es escoc?s... Aunque t? pareces m?s escocesa que yo. Sonre? de pura cortes?a, e intent? esquivarlo, a?n angustiada por llegar tarde. Pero ?l me cerraba el paso, parado de piernas abiertas en el rellano. Fue la intervenci?n a tiempo de una tercera persona que desenred? la madeja. —?Se?orita Bruno! ?No soporto las tardanzas! El grito proven?a indudablemente de mi nuevo empleador, y me hizo poner los pelos de punta. Kyle se hizo a un lado inmediatamente, para permitirme pasar. —Suerte, Melisande de los cabellos rojos. La necesitar?s. Le lanc? una mirada feroz, y corr? hacia la puerta del fondo del pasillo. Estaba entreabierta, y un anillo de humo sal?a de ella. Sebasti?n Mc Laine estaba sentado detr?s del escritorio, como el d?a anterior, sujetaba un cigarro entre los dedos, su rostro era inflexible. —Cierre la puerta, por favor. Y luego venga a sentarse. Ya hemos perdido bastante tiempo, mientras usted fraternizaba con el resto del personal. Su tono era ?spero, insultante. Un sentido de rebeli?n me impuls? a responder: un cordero temerario frente a un cuchillo de carnicero. —Solo era una simple cortes?a. ?O quiz? preferir?a una secretaria maleducada? Si es as?, puedo incluso largarme, enseguida. Mi respuesta impulsiva le tom? de sorpresa. Su rostro se encendi? de asombro, lo mismo que probablemente reflejaba yo. No hab?a sido nunca tan audaz. —Y yo que ya la hab?a etiquetado como un perro sin dientes... Me hab?a apresurado demasiado... precipitado, realmente. Me sent? frente a ?l, con las piernas que se me quebraban, arrepentida por mi irreflexiva franqueza, y aterrorizada por las potenciales y explosivas consecuencias. Mi empleador no parec?a ofendido, todo lo contrario, sonre?a. —?Cu?l es su nombre de bautismo, se?orita Bruno? —Melisande —respond? autom?ticamente. —Por Debussy, supongo. ?Sus padres eran amantes de la m?sica?, ?concertistas, quiz?s? —Mi Padre era minero —confes? con renuencia. —Melisande... Un nombre rimbombante para la hija de un minero —observ?, con voz vibrante, de risa retenida. Se estaba burlando de m?, y a pesar de mis prop?sitos del d?a anterior, no estaba segura de querer dejarle a sus anchas. O eso se convertir?a en su actividad favorita. Enderec? los hombros, tratando de recuperar la compostura perdida. —Y Sebasti?n, ?por qu?? Por San Sebasti?n, ?quiz?s? Realmente incongruente como opci?n. ?l cogi? el golpe, frunciendo la nariz por un instante infinitesimal. —Envaina las garras, Melisande Bruno. No estoy en guerra contigo. Si lo estuviera, t? no tendr?as esperanzas de ganar. Nunca. Ni siquiera en tus sue?os m?s atrevidos. —No sue?o nunca, se?or —respond?, lo m?s digna posible. ?l pareci? impresionado por mi respuesta de sangrienta sinceridad. —Eres afortunada entonces. Los sue?os son siempre una enga?ifa. Si son pesadillas, perturban tu sue?o; si son sue?os bonitos, el despertar ser? doblemente amargo. Es mejor no so?ar, a fin de cuentas. —Sus ojos no se separaron de los m?os, esos ojos hechiceros—. Eres un personaje interesante Melisande. Un clavo en el zapato, pero divertida —a?adi? en tono burl?n. —Me alegro entonces de tener los requisitos necesarios para este trabajo —coment? ir?nicamente. Me hice da?o en el labio inferior con los dientes, abatida de nuevo por el arrepentimiento. ?Qu? me estaba sucediendo? Nunca hab?a reaccionado con esa deplorable impulsividad. Deb?a cortar con eso antes de perder totalmente el control. Ahora sonre?a de oreja a oreja, divertido m?s de lo que las palabras puedan expresar. —Los tienes realmente. Estoy seguro de que nos llevaremos bien. Una secretaria que no sabe so?ar, como su jefe. Hay una afinidad electiva entre nosotros, Melisande. De almas, en un cierto sentido. Si no fuera porque uno de nosotros tiene m?s de una, y desde hace ya mucho tiempo... —Antes de que pudiera encontrar sentido a sus palabras oscuras, se puso serio; ten?a los ojos nuevamente impasibles, la expresi?n inescrutable, ausente, sin vida—. Debes enviar el fax de los primeros cap?tulos del libro a mi editor. ?Sabes c?mo hacerlo? Asent?, y una punzada me hizo darme cuenta de que extra?aba nuestro duelo verbal. Hubiera querido que fuera infinito. Hab?a sacado de ese intercambio, cual manantial milagroso, una energ?a sin precedentes para m?, que me colm? de una vitalidad impresionante. Las dos horas siguientes volaron. Envi? varios faxes, abr? el correo, escrib? las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. ?l, en silencio, escrib?a en la computadora, ten?a el ce?o fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llam? mi atenci?n. —Puedes hacer una pausa, Melisande. Quiz? comer algo, o dar un paseo. —Gracias Se?or. —?Has empezado a leer mi libro?, el que te he dado. Su rostro todav?a estaba ausente, sereno, pero capt? un rel?mpago de buen humor en aquellos ojos negros. —Ten?a usted raz?n, se?or. No es exactamente mi g?nero —le confes? con total sinceridad. Sus labios se curvaron ligeramente, en una sonrisa oblicua, capaz de penetrar la coraza de mis defensas. Coraza que cre?a m?s fuerte que el acero. —No lo dudaba. Apuesto a que t? eres m?s un tipo Romeo y Julieta. No hab?a iron?a en su voz, se limitaba a hacer una constataci?n. —No, se?or. —Replicarle me vino de forma natural, como si nos conoci?ramos de siempre, y pudiera ser yo misma, plenamente, sin subterfugios o m?scaras—. Yo amo s?lo las historias de final feliz. La vida es ya demasiado amarga como para aumentar la dosis con un libro. Si no me ha sido concedido el poder so?ar de noche, quiero hacerlo al menos de d?a. Si no me ha sido concedido el poder so?ar en la vida, quiero hacerlo al menos con un libro. Sopes? cuidadosamente mis palabras, y tan largamente que pens? que no me dar?a una respuesta. Cuando me iba a despedir me retuvo. —?La se?ora Mc Millian te ha explicado el nombre de esta casa? —Probablemente lo habr? hecho —admit? con una sonrisa a medias—. Me temo haberle prestado o?dos a medias. —Felicitaciones, yo me pierdo despu?s de la d?cima palabra —dijo sin iron?a—. Nunca he tenido esp?ritu de sacrificio, soy un ego?sta hecho y derecho. —A veces hay que serlo —dije sin pensar—, o te demoler?n las expectativas de los dem?s. Y acabar?s viviendo una vida que no es la tuya, sino la que otros han decidido para ti. —Muy sabia, Melisande Bruno. Has hallado, a s?lo veintid?s a?os, la clave de la serenidad de esp?ritu. No es para todos. —?Serenidad? —repet?, amargada—. No, la sabidur?a de entender una cosa no implica necesariamente aceptarla. La sabidur?a nace en la cabeza, el coraz?n sigue sus propios recorridos, independientes y peligrosos. Y tiende a hacer desviaciones fatales. ?l desplaz? la silla de ruedas, acerc?ndose a la parte del escritorio donde estaba yo, con sus ojos penetrantes. —?Entonces? ?Est? curiosa por saber la raz?n del nombre Midnight Rose? ?O no? —Rosa de medianoche —traduje, luchando con la emoci?n de tenerlo tan cerca. Hu?a desde hace tiempo de la compa??a masculina, desde el d?a de mi primera y ?nica cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre. —Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quiz?s milenios, seg?n la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro m?s grande y secreto deseo ser? escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito. Apret? las manos en un pu?o, casi ret?ndome con la mirada. —Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito —dije con calma. ?l me mir? con atenci?n, como si no creyera a sus o?dos. Dej? escapar una risa casi demon?aca. Un terror serpente? a lo largo de mi espalda. —Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastar?a un mosquito sin ponerse a llorar. —Una mosca quiz?s, pero con un mosquito no tendr?a problemas —respond? lapidaria. De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo. —Cu?nta informaci?n valiosa sobre ti, se?orita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes so?ar y que odias los mosquitos. C?mo as?, me pregunto. ?Qu? te han hecho esas pobres criaturas? —La burla era evidente en su voz. —?Pobres?, de ninguna manera —repliqu? con prontitud–. Son par?sitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos in?tiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simp?ticas como las moscas. Se bati? una mano sobre la cadera, estallando en risas. —?Simp?ticas las moscas? Eres extra??sima Melisande, y muy, demasiado, divertida. M?s caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambi? bruscamente. Su risa se apag? en un dos por tres, y volvi? a mirarme fijamente. —Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opci?n, querida m?a. Es su ?nica fuente de sustento, ?puedes censur?rselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. —Mir? el escritorio lleno de hojas, inc?moda bajo sus ojos g?lidos—. ?Qu? har?as en el lugar de un mosquito, Melisande? ?Renunciar?as a nutrirte? ?Morir?as de hambre para no ser etiquetada como par?sito? Su tono era apremiante, como si requiriese una respuesta. Lo satisfice. —Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendr?a que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podr?a encontrar una alternativa. —Mantuve la mirada cautelosamente apartada de ?l. —No siempre hay alternativas, Melisande. —Por un instante su voz tembl?, bajo la carga de un sufrimiento del que no ten?a ni idea, con el que ten?a que negociar cada d?a, por quince largos a?os—. Nos vemos a las dos, se?orita Bruno. Sea puntual. Cuando me gire hacia ?l, ya hab?a dado vueltas a la silla de ruedas, escondi?ndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machac? el coraz?n cual prensa, pero no pod?a remediarlo de ninguna manera. En silencio dej? la habitaci?n. Cap?tulo Tercero A las dos, puntual, me present? en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todav?a intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo. —Est? de p?simo humor, y no quiere comer nada —balbuce?. El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ?nimo hiri? en lo profundo mi ser, cada fibra, cada c?lula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir. Cruc? el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entr?, sus ojos se alzaron. —Ah, es usted. Entre, se?orita Bruno. Dese prisa, por favor. No perd? tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligraf?a masculina. —Env?e estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de p?gina. —Inmediatamente, se?or Mc Laine —contest? con deferencia. Cuando levant? la mirada y vi su rostro, not? con alegr?a que le hab?a vuelto la sonrisa. —Qu? formales estamos, se?orita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuesti?n de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos a?os. A pesar de la crudeza de su declaraci?n parec?a que le hab?a regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calent? mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus c?leras eran inquietantes y violentas. —?Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. —Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla—. Naturalmente no puedo ir yo —a?adi?, a manera de explicaci?n. Inc?moda, apret? m?s las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas. —No tengo el permiso, se?or —me disculp?. La sorpresa alter? sus bell?simos rasgos. —Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas. —Soy diferente, se?or —dije lac?nica. Y lo era realmente. Casi alien?gena en mi diversidad. Me escudri?? con esos ojos negros, m?s penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible. —Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabar?a solo por ocasionar desastres —expliqu? de prisa, alisando las hojas que yo misma hab?a arrugado. —Despu?s de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira —dijo casi cantando. —Es la verdad. Podr?a realmente... —Perd? la voz por un largo instante, luego continu?—. Podr?a realmente matar a alguien. —La muerte es el mal menor —susurr?. Baj? los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada. Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro p?blico, imperdonablemente insensible, h?bil s?lo para meter la pata. —?Quiz? lo he ofendido, se?or Mc Laine? La ansiedad se dej? entrever en mi pregunta, y lo despert? de su sopor. —Melisande Bruno, una joven mujer, venida qui?n sabe de d?nde, exc?ntrica y divertida como un cart?n animado... ?C?mo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al sat?nico y perverso Sebasti?n Mc Laine? —Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases. Me torc? las manos, nerviosa como en el primer encuentro. –Tiene raz?n, se?or. No soy nadie. Y.... Sus ojos se afilaron, amenazantes. —En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca a nadie humillarla, ni siquiera a m?. —Debo aprender a estar callada. Antes de venir a esta casa lo pod?a perfectamente —murmur? afligida, con la cabeza inclinada. —?Midnight Rose tiene el poder de sacar fuera lo peor de usted, Melisande Bruno? ?O es quien habla el que posee esa incre?ble habilidad? —Me dirigi? una sonrisa ben?vola, con la magnanimidad de un soberano. Acept? feliz la t?cita oferta de paz, y volv? a encontrarme con su sonrisa. —Creo que depende de usted, se?or —le revel? en voz baja, como si confesara un pecado capital. —Ya sab?a que era un demonio —dijo solemne—, pero hasta este punto... Me deja sin palabras... —Si quiere le paso el diccionario —dije riendo. La atm?sfera se hab?a aligerado, y tambi?n mi coraz?n. —Creo que el verdadero diablillo es usted, Melisande Bruno —sigui? molest?ndome—. Es Satan?s en persona quien la ha enviado, para turbar mi tranquilidad. —?Tranquilidad? ?Est? seguro de no confundirla con el aburrimiento? —brome?. —Si lo era, con usted aqu?, no lo voy a volver a sentir nunca m?s, de eso estoy seguro. Quiz?s, a este paso, terminar? por extra?arla —dijo con ?nfasis. Est?bamos riendo ambos, en la misma longitud de onda, cuando alguien llam? a la puerta. Tres veces. —La se?ora Mc Millian —se adelant? ?l, sin desviar su mirada de mi rostro. Yo lo hice, a rega?adientes, para recibir al ama de llaves. —Ha llegado el doctor Mc Intosh, se?or —dijo la buena mujer, con una punta de ansiedad en la voz. El escritor se puso serio al instante. —?Ya es martes? —As? es, se?or. ?Desea que lo haga pasar a su habitaci?n? —pregunt?, ella, gentilmente. —Est? bien. Llama a Kyle —orden? ?l, con el tono seco como un quintal de p?lvora. Se dirigi? a m?, a?n m?s seco. —Nos vemos m?s tarde, se?orita Bruno. Segu? al ama de llaves por las escaleras. Ella respondi? a mi pregunta inexpresivamente. —El Doctor Mc Intosh es el m?dico local. Todos los martes viene a revisar al se?or Mc Laine. Aparte de la par?lisis, es sano como un roble, pero es una costumbre, y tambi?n una prudencia. —?Su... —Dud?, indecisa en la elecci?n de la palabra—. condici?n es irreversible? —Lamentablemente s?, no hay esperanzas —fue su triste confirmaci?n. A los pies de la escalera, esperaba un hombre, que mec?a su malet?n con el instrumental. —?Que pas?, Millicent? ?Se hab?a olvidado de nuevo del control? El hombre me gui?? el ojo, buscando mi complicidad. —Usted es la nueva secretaria, ?verdad? Le tocar? a usted hacerle recordar las pr?ximas citas. Cada martes, a las tres de la tarde. —Me extendi? la mano, con una sonrisa amistosa—. Soy el m?dico de cabecera. John McIntosh. Era un hombre alto, tanto como Kyle, pero m?s anciano, entre los sesenta y setenta quiz?s. —Y yo soy Melisande Bruno —dije, devolvi?ndole el apret?n de manos. —Un nombre ex?tico para una belleza digna de las mujeres escocesas. La admiraci?n en su mirada fue elocuente. Le sonre? con gratitud. Antes de llegar a este poblado, ni siquiera marcado en los mapas, era considerada simp?tica, a lo mucho graciosa, y la mayor?a de las veces apenas pasable. Nunca hermosa. La se?ora Mc Millian se ilumin? con aquel elogio, como si fuera mi madre y yo la hija casadera. Afortunadamente, el m?dico era anciano y casado, a juzgar por el gran aro en el anular; de lo contrario, ella se habr?a dado un buen trabajo para arreglarme un buen matrimonio en el marco de la id?lica Midnight Rose. Despu?s de acompa?arlo hasta arriba, volvi? a m?, con una expresi?n traviesa en su rostro enjuto. —L?stima que sea casado. Ser?a un partido magn?fico para usted. L?stima que sea viejo, me hubiera gustado a?adir. Pero call? justo a tiempo al recordar que la se?ora Mc Millian tendr?a al menos cincuenta a?os, y que probablemente encontraba al m?dico atractivo y deseable. —No estoy buscando novio —le record? con firmeza—. Espero que no quiera tambi?n endosarme a Kyle. Ella neg? con la cabeza. —Es casado tambi?n ?l. Mejor dicho... es separado, caso raro por estas partes. De todas maneras, no me gusta. Hay en ?l algo inquietante y lascivo. Iba a refutar, decir que el novio potencial ten?a que gustarme en primer lugar a m?, pero desist?. Sobre todo porque Kyle no me gustaba tampoco. No era exactamente el tipo de hombre con quien me hubiera gustado so?ar, si pudiera hacerlo. No, era injusta. A decir verdad, tras haber conocido al enigm?tico y complicado Sebasti?n Mc Laine, era dif?cil encontrar a alguien a su altura. Me dije mentalmente que era est?pida. Que era pat?tico y banal caer en la red tendida por el guapo escritor. ?l era s?lo mi empleador, y yo no quer?a terminar como las miles de otras secretarias, enamoradas sin esperanza de sus jefes. Con silla de ruedas o no, Sebasti?n Mc Laine estaba fuera de mi alcance; eso era indiscutible. —Voy para arriba —dije—. ?Cu?nto duran habitualmente las visitas? El ama de llaves rio alegremente. —M?s de lo que el se?or Mc Laine pueda soportar. Se imbuy? en una serie de relatos que ten?an como tema las visitas m?dicas. Yo la cort? en los inicios, con la fundada convicci?n de que si no lo hiciese a tiempo me quedar?a all?, en una escucha ininterrumpida, hasta el martes siguiente. Estaba en el rellano, sintiendo apenas mis pasos amortiguados por las suaves alfombras, cuando vi a Kyle que sal?a de un dormitorio. Me pareci? que fuera el de nuestro com?n empleador. ?l me not? y me gui?? un ojo en forma confidencial. Yo guard? las distancias, decidida a no darle cuerda. Ten?a raz?n la se?ora Mc Millian, pens?, mientras lo ve?a acerc?rseme. Hab?a en ?l algo profundamente inc?modo. —Todos los martes la misma historia. Quisiera que Mc Intosh dejara estas visitas in?tiles. El resultado es siempre el mismo. Apenas se vaya, ser? yo quien tenga que soportar el mal humor de su asistido. —Su sonrisa se ampli?—. Y t?. Me encog? de hombros. —Es nuestro trabajo, ?no? Para eso nos pagan. —Quiz? no lo suficiente. Es realmente insoportable. Su tono fue tan irrespetuoso que me dej? estupefacta. No estaba segura de si era s?lo la t?pica franqueza de la gente de su pueblo, genuina en sus despiadados juicios. Ten?a un sentimiento de inferioridad, como una especie de envidia hacia quien pod?a permitirse el lujo de no trabajar, si no por hobby, como el se?or Mc Laine. Envidia hacia ?l, a pesar de que estaba relegado en una silla de ruedas, m?s encarcelado que un preso. —No deber?as hablar as? —lo rega??, bajando la voz—. ?Y si te escuchara...? —No es f?cil encontrar personal por estas partes. Ser?a dif?cil encontrarme un reemplazo. —Lo dijo como un dato f?ctico, condescendiente, como si le estuviera haciendo un favor. Las palabras eran id?nticas a las del se?or Mc Laine, y me di cuenta de su verdad intr?nseca—. Aqu? no hay ocasiones de diversi?n —continu?, con un tono m?s insinuante esta vez. Casualmente, al menos en apariencia, hizo que se me moviera un mech?n de cabellos en la frente. Instant?neamente retroced?, molesta por su respiraci?n caliente sobre mi rostro. —Quiz? la pr?xima vez que te toque, lo apreciar?s m?s —dijo, para nada ofendido. La seguridad con la que habl? desencaden? mi furia subterr?nea. —No habr? una pr?xima vez —susurr?—. No busco distracciones, probablemente no de este tipo. —Ciertamente, ciertamente. Por el momento. Qued? estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable. Me dirig? a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa. Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitaci?n, cuando la del se?or Mc Laine se abri? y pude o?r con claridad su voz, ya m?s sofocada. —?Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas m?s. La respuesta del m?dico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira. —Volver? el martes a la misma hora Sebasti?n. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veintea?ero. —Qu? buena noticia, Mc Intosh. —La voz del otro era incisiva e ir?nica—. Salgo inmediatamente a festejar. Quiz?s hago tambi?n un salto de baile. El m?dico cerr? la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esboz? una sonrisa cansada. —Se acostumbrar? a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente. Sal? en defensa de mi jefe, lealmente. —Cualquiera en su lugar... Mc Intosh sigui? ri?ndose. —No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, se?orita. T?ngalo bien presente. Despu?s de quince a?os se deber?a al menos resignar. Pero me temo que Sebasti?n no conozca el significado de esa palabra. Es as?... —Hubo una ligera vacilaci?n—. ... pasional; en el sentido m?s amplio de la palabra. Es impetuoso, volc?nico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedi? precisamente a ?l. Sacudi? la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me salud? brevemente y se march?. En ese momento no supe qu? hacer. Mir? con deseo la puerta de mi habitaci?n. Irradiaba una tal dulzura que me atarant?. Ten?a miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no hab?a sido dirigido a m?. Una vez m?s no fui yo quien decidi?. —?Se?orita Bruno! ?Venga inmediatamente aqu?! Para traspasar la gruesa puerta de roble ten?a que haberse desga?itado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abr? su puerta, mis pies se dirig?an por fuerza de inercia. Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoraci?n me dej? indiferente. Mis ojos fueron imantados instant?neamente por la figura echada en la cama. —??D?nde est? Kyle!? —Me reclam? con dureza—. Es el ser m?s indolente que jam?s haya conocido. —Voy a buscarlo —me ofrec?, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitaci?n de aquel hombre, de aquel momento. ?l me aturdi? con la fuerza de su mirada fr?a. —Despu?s. Ahora venga dentro. En cierto modo el terror que sent?a se aplac? el tiempo suficiente para poder entrar en su habitaci?n con la cabeza en alto. —?Puedo hacer algo por usted? —?Y qu? podr?a hacer? —Un temblor de iron?a estremeci? sus labios carnosos—. ?Cederme sus piernas? ?Lo har?a, Melisande Bruno? ?Si fuera posible? ?Cu?nto valen sus piernas? ?Un mill?n, dos millones, tres millones de libras? —No lo har?a nunca por dinero —respond? en seco. Se apoy? en los codos, y me mir? fijamente. —?Y por amor? ?Lo har?a por amor, Melisande Bruno? «Me est? tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresi?n de que r?fagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de moment?nea locura pas?, y me repuse, recordando que ten?a delante un desconocido, no el resplandeciente pr?ncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de so?ar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de m?. En circunstancias normales no habr?a estado nunca all?, en aquella habitaci?n, compartiendo el momento m?s ?ntimo de una persona. Aqu?l, en el que se est? sin m?scaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior. —Nunca he amado, se?or —respond? pensativa—. Por tanto, ignoro qu? har?a en ese caso. ?Me sacrificar?a a tal punto por la persona amada? No lo s?, realmente. Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quiz?s me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento. —Es una pregunta estrictamente acad?mica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ?le ceder?as tus piernas, o tu alma? —Su expresi?n era indescifrable. —?Usted lo har?a, se?or? Entonces, rio. Una risa que retumb? en la habitaci?n, inesperada y fresca como el viento primaveral. —Yo lo har?a, Melisande. Quiz?s porque he amado, y s? qu? se siente. —Me ech? un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sab?a qu? decir. Pod?a hablar de vinos o de astronom?a, el resultado habr?a sido id?ntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no ten?a ni idea de lo que era—. Acerca la silla de ruedas —dijo finalmente, en tono de mando. Encantada de cumplir una tarea para la que me encontraba preparada, obedec?. Sus brazos se extendieron con esfuerzo, y resbal? con habilidad consumada en su instrumento de tortura. Tan odiado como necesario y valioso. —Entiendo c?mo se siente —dije impulsivamente, movida por la compasi?n. ?l alz? los ojos y me mir?. Una vena lat?a en la sien derecha, nerviosa por mi comentario. —No tienes idea de c?mo me siento —dijo lapidario—. Yo soy diferente. Diferente, ?entiendes? —Yo lo soy de nacimiento, se?or. Lo puedo entender, cr?ame —me defend?, con voz tenue. Trat? de atravesar mi mirada, pero me negu?. Alguien toc? a la puerta, y acog? aliviada la llegada de Kyle, con su expresi?n vac?a. —?Me necesita, se?or Mc Laine? El escritor hizo un movimiento col?rico. —?D?nde te hab?as metido, ablandahigos? Hubo un destello de rebeli?n en los ojos del enfermero, pero no hizo ning?n comentario. —Esp?reme en el estudio, se?orita Bruno —me orden? Mc Laine, con la voz que a?n le temblaba por la violencia reprimida. No mir? hacia atr?s mientras sal?a. Cap?tulo Cuarto Varios d?as transcurrieron antes de poder recuperar esa alquimia inicial, y posteriormente perdida, con el propietario de Midgnight Rose. Evitaba a Kyle como a la peste, para no despertar en ?l la m?s m?nima esperanza. Sus ojos llenos de codicia trataban siempre de capturar los m?os, las veces que nos ve?amos. Yo lo manten?a a una debida distancia, con la esperanza de que eso bastara para disuadirlo del deseo de intentar nuevos, desagradables, acercamientos. En cambio, comenzaba a apreciar la compa??a de la se?ora Mc Millian. Era una mujer aguda, nada chismosa, como la hab?a err?neamente juzgado a primera vista. Era leal hasta la m?dula con Mc Laine, y esa cualidad nos acerc? mucho. Llevaba a cabo mis tareas con apasionada diligencia, feliz de poder transferir, al menos en parte, el peso desde la espalda de ?l hacia la m?a. Me hac?an falta nuestras discusiones, y mi coraz?n amenaz? con estallar cuando ellas volvieron. Inesperadas, como hab?an comenzado. —?Maldici?n! Levant? de golpe la cabeza, que ten?a inclinada sobre algunos documentos que estaba reordenando. Ten?a los ojos cerrados, y una expresi?n tan vulnerable en aquel rostro de muchacho, que qued? enternecida. —?Todo bien? Su mirada fue bruscamente g?lida, y casi me molest? que hubiera abierto los ojos. —Es mi condenado editor —explic?, agitando una hoja. Era una carta que hab?a llegado con el correo de la ma?ana, a la que no hab?a hecho caso. Yo clasificaba la correspondencia, y me recrimin? por no hab?rsela dado primero. Quiz?s estaba molesto conmigo por haber omitido una misiva importante. Sus palabras sucesivas revelaron, sin embargo, el enigma. —Hubiera querido que esta carta se perdiera por la calle —dijo disgustado—. Pretende que le env?e el resto del manuscrito. —Mi silencio pareci? alimentar su furia—. Y yo no tengo otros cap?tulos para mandarle. —Son tantos d?as que lo veo escribir —expres? perpleja. —Son d?as que escribo idioteces, dignas s?lo de terminar donde han ido a parar —precis?, se?alando la chimenea. Hab?a notado que el fuego hab?a sido encendido el d?a anterior, y me sorprend?, considerando la temperatura totalmente veraniega; pero no ped? explicaciones. —Intente hablar con su editor. ?Quiere que le haga la llamada? —propuse, r?pida—. Estoy segura de que comprender?... Me interrumpi?, agitando bruscamente la mano, como si quisiera expulsar una mosca molesta. —?Comprender? qu?? ?Que estoy en crisis creativa? ?Que estoy viviendo el cl?sico bloqueo del escritor? —Su sonrisa burlona hizo palpitar mi coraz?n, como si lo hubiera acariciado. Ech? la carta sobre la mesa—. El libro no continuar?. Por primera vez en mi carrera me parece que no tengo nada m?s que escribir, que he agotado mi vena. —Entonces haga otra cosa —dije impulsivamente. ?l me mir? como si yo hubiera enloquecido. –?Disculpe…? —Conc?dase una pausa, as? podr? entender qu? est? sucediendo —le dije fren?ticamente. —?Haciendo qu?? ?Un poco de footing? ?Una carrera en coche? ?O una partida de tenis? El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareci? casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas. —No solo existen hobbies f?sicos —dije, agachando la cabeza—. Podr?a escuchar un poco de m?sica, quiz?s. O leer. ?Aj?!, ahora si que me liquidar? en un abrir y cerrar de ojos, pens?, como a quien hubiera sugerido el peor c?mulo de tonter?as de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en m?. —M?sica. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ?no? Me se?al? un tocadiscos, en el estante m?s alto de la librer?a. —C?jalo, por favor. Sub? en la silla y lo baj?, admirando al mismo tiempo sus detalles. —Es maravilloso. Original, ?verdad? ?l asinti?, mientras lo pon?a sobre el escritorio. —Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es m?s moderno. En la caja roja encontrar? los discos de vinilo. Me detuve delante de la librer?a, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Hab?a dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que hab?a estado antes el tocadiscos. Me pas? la lengua sobre los labios ?ridos, mi garganta ard?a. ?l me llam?, impaciente. —Dese prisa, se?orita Bruno. S? que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ?Qu? es? ?Una tortuga? ?O ha ido a lecciones de Kyle? Nunca ser? capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pens? encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisi?n. Era el momento: confesar mi aberrante anomal?a o seguir la v?a m?s f?cil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No pod?a abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terror?ficas de las que ser?a objeto si dijera la verdad, me decid?. Sub? sobre la silla, y traje abaj? una caja. La apoy? sobre el escritorio sin mirarla. Lo sent? que busc? en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volv? a respirar. —Mira. —Me present? un disco—. Debussy. —?Por qu? ?l? —pregunt?. —Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que s? que su nombre fue elegido en homenaje a ?l. La sencillez primitiva de su respuesta me dej? sin respiraci?n, con el coraz?n que se retorc?a entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas. Yo no sab?a so?ar. Quiz?s porque mi mente ya hab?a entendido al nacer aquello que mi coraz?n se negaba a hacerlo. Es decir, los sue?os no se convierten nunca en realidad. No los m?os, al menos. La m?sica tom? cuerpo, e invadi? la habitaci?n. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor. El se?or Mc Laine cerr? los ojos, y se apoy? en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haci?ndolo suyo, apropi?ndose de ?l en un robo autorizado. Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no pod?a verme. En ese momento me pareci? tremendamente joven y fr?gil, como si una simple r?faga de viento pudiera quit?rmelo. Cerr? yo tambi?n los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y rid?culo. ?l no era m?o, nunca lo ser?a, con o sin silla de ruedas. Mientras m?s pronto lo entender?a, m?s pronto recuperar?a mi sentido com?n, mi reconfortante resignaci?n, mi equilibrio mental. No pod?a poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me hab?a encerrado, no deb?a exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantas?a, de un sue?o irrealizable, digno de una adolescente. La m?sica ces?, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos hab?an retomado su habitual frialdad; los m?os estaban empa?ados, somnolientos. —El libro as? no est? bien —determin?—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedic? una sonrisa resplandeciente—. La idea de la m?sica ha sido genial. Gracias. —?Le parece...? No he hecho nada especial —balbuce?, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corr?a el riesgo regularmente de perderme. —No, no ha hecho nada especial, en efecto —admiti?, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo r?pido con el que me hab?a liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace. Su mirada choc? contra la m?a, decidida a capturarla como de costumbre. Levant? las cejas, con esa iron?a que ya conoc?a tan bien. —Gracias, se?or —respond? compungida. ?l rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tom? a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quiz?s. Record? nuestra conversaci?n de unos d?as atr?s, cuando me hab?a preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respond? que nunca hab?a amado, y por lo tanto ignoraba como me comportar?a. Ahora me di cuenta de que quiz? pod?a responder a esa pregunta insidiosa. Trajo hacia s? el ordenador y comenz? a escribir, excluy?ndome de su mundo. Yo volv? a mis funciones, aunque ten?a el coraz?n en un pu?o. Enamorarme de Sebasti?n Mc Laine era un suicidio. Y yo no ten?a veleidades de kamikaze. ?Verdad? Era una chica con sentido com?n, pr?ctica, razonable, incapaz de so?ar. Tambi?n con los ojos abiertos. O al menos lo hab?a sido hasta ese momento, me correg?. —?Melisande? —?Si, Se?or? —Me gir? hacia ?l, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos. —Tengo ganas de rosas —dijo, mientras se?alaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor. —Como no, se?or. Aferr? el vaso de cer?mica con ambas manos. Sab?a que era pesado. —Rosas rojas —especific?—. Como tus cabellos. Enrojec?, si bien no hab?a nada de rom?ntico en lo que hab?a dicho. —Est? bien, Se?or. Sent?a su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abr?a con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descend? a la planta baja, con el jarr?n apretado entre mis manos. —?Se?ora Mc Millian? ?Se?ora..? No hab?a rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo aflor? en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me hab?a dicho algo, a prop?sito del d?a libre... ?Se refer?a a hoy? Dif?cil de saberlo. La se?ora Mc Millian era un hervidero de informaci?n confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina hab?a rastro de ella. Desconsolada, apoy? el jarr?n sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca. ?Lo que faltaba! Me di cuenta de que deb?a yo elegir las rosas en el jard?n. Una tarea m?s all? de mis capacidades. M?s f?cil coger una nube y bailar un vals. Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensaci?n de una cat?strofe inminente, sal? al aire libre. La rosaleda estaba delante de m?, ardiente como un fuego de p?talos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. L?stima que yo viv?a en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No pod?a ni siquiera hacerme la idea de c?mo distinguir los colores, porque ignoraba qu? eran. Desde mi nacimiento. Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ard?an. Tendr? que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ?C?mo es el rojo? ?C?mo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro? Pis? una rosa rota. Me inclin? a cogerla, estaba marchita, l?nguida en su muerte vegetal, pero ten?a perfume a?n. —?Qu? haces aqu?? Me apart? bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual mo?o. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor. —Debo recoger rosas, para el se?or Mc Laine —respond? lac?nica. Kyle sonri?, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes. —?Necesitas ayuda? En esas palabras lanzadas al viento, vac?as y ambiguas, descubr? una v?a de salvaci?n, un atajo inesperado, que cog? al vuelo. —En realidad deber?as hacerlo t?, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ?cida. Un temblor le cruz? el rostro. —No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado. Al escuchar eso se me escap? una risa. Me llev? una mano a la boca, como para amortiguar la risa. ?l me mir? furibundo. —Es la verdad. ?Qui?n crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse? El pensamiento de Sebasti?n Mc Laine desnudo me provoc? casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habr?a realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habr?a tocado eso a m?, me hizo responder ?cidamente. —Pero la mayor parte del d?a est?s libre. Ciertamente, a su disposici?n, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ?ven a ayudarme! Se decidi?, a?n molesto. Le aferr? las cizallas, sonriendo. —Rosas rojas —especifiqu?. —As? se har? —gru?o, poni?ndose manos a la obra. Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cort? en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareci? m?s pr?ctico y f?cil dividirnos la tarea. ?l llevar?a el jarr?n de cer?mica, yo las flores. Mc Laine estaba a?n escribiendo, enfervorizado. Se interrumpi? cuando nos vio entrar, juntos. —Ahora entiendo por qu? se demoraron tanto —susurr? en mi direcci?n. Kyle se despidi? r?pidamente, mientras dejaba con rudeza el jarr?n sobre el escritorio. Por un instante tem? que se derramar?a. Ya hab?a salido cuando me apresur? a acomodar las rosas en el jarr?n. —?Era tan dif?cil la tarea que ten?as que hacerte ayudar? —me pregunt?, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable. Brace? como un pez que ha mordido est?pidamente el anzuelo. —El jarr?n era pesado —me justifiqu?—. La pr?xima vez no lo llevar? conmigo. —Muy sabio. —Su voz era enga?osamente angelical. Con el rostro ensombrecido por una barba de dos d?as, parec?a verdaderamente un demonio maligno, ascendido directamente de los infiernos para tiranizarme. —No encontr? a la se?ora Mc Millian —insist?. Un pez que todav?a se aferra al anzuelo, que a?n no ha comprendido que se trata de un anzuelo. —Ah, claro, es su d?a libre —admiti? ?l. Pero luego su enojo resurgi?, s?lo hab?a estado temporalmente calmado—. No quiero historias de amor entre mis empleados. —?Ni siquiera se me hab?a cruzado por la cabeza! —dije impetuosamente, con una sinceridad que me hizo merecedora de una sonrisa de aprobaci?n de parte suya. —Me alegro de eso. —Sus ojos eran g?lidos a pesar de su sonrisa—. Pero por supuesto que eso no sirve para m?. No tengo nada en contra de tener historias con los empleados, yo. —Enfatiz? sus palabras, como para reforzar la tomadura de pelo. Por primera vez tuve ganas de darle un pu?etazo, y comprend? que no ser?a la primera. No libre para descargar mi ira con quien quer?a, mis manos apretaron m?s fuerte el manojo, olvid?ndose de las espinas. El dolor me cogi? de sorpresa, como si me creyera inmune a las espinas, acostumbrada como estaba a combatir contra otras. —?Ay! —Retir? de golpe la mano. —?Te has hincado? Mi mirada fue m?s elocuente que cualquier respuesta. Extendi? su mano, para buscar la m?a. —Hazme ver. Se la mostr?, como una aut?noma. La gota de sangre resaltaba en la piel blanca. Oscura, negra para mis ojos an?malos. Roja carm?n para los suyos, normales. Trat? de retirar mi mano, pero la ten?a apretada con fuerza. Lo observ?, sorprendida. Su mirada no abandonaba mi dedo, como si estuviera secuestrado, hipnotizado. Luego, como de costumbre, todo acab?. Su expresi?n cambi?, al punto que no sabr?a descifrarla. Pareci? tener n?useas y retir? su mirada deprisa y corriendo. Mi mano qued? libre, y me llev? el dedo a la boca, para chuparme la sangre. Gir? su cabeza de nuevo en mi direcci?n, como guiado por una fuerza imparable y poco grata. Su expresi?n era agonizante, sufriente. Pero s?lo por un instante. Sobrecogedora e il?gica. —El libro prosigue bien. He recobrado mi vena —dijo, como si respondiera a una pregunta m?a nunca formulada—. ?Te incomoda traerme una taza de t?? Me agarr? de sus palabras, como un cable echado a un n?ufrago. —Voy enseguida. —?Podr?s hacerlo sola, esta vez? Su iron?a fue casi agradable, tras la terrible mirada de antes. —Tratar? —respond?, siguiendo el juego. Esta vez no encontr? a Kyle, y fue un alivio. Me mov? por la cocina con mayor seguridad que en el jard?n. Dado que consum?a todas las comidas all?, en compa??a de la se?ora Mc Millian, conoc?a todos sus escondrijos. Encontr? sin esfuerzo el hervidor de agua en el mueble colgante al lado del frigor?fico, y los sobres de t? en una lata de hojalata, en otro. Volv? arriba, con la fuente entre las manos. El se?or Mc Laine no levant? la mirada cuando me vio entrar. Evidentemente sus o?dos, como antenas de radar, hab?an captado que estaba sola. —He tra?do az?car y miel, ya que no sab?a c?mo prefiere beberlo. Y tambi?n leche. Rio con sarcasmo, cuando mir? la fuente. —?No era demasiado pesada para ti? —Me las he arreglado —dije dignamente. Defenderse de sus bromas verbales estaba convirti?ndose en una costumbre irrenunciable, sin duda preferible a la expresi?n tr?gica de pocos minutos antes. —Se?or... Hab?a llegado el momento de abordar una cuesti?n importante. El me mando una sonrisa llena de sincera benevolencia, como un monarca bien dispuesto hacia un s?bdito leal. —?S?, Melisande Bruno? —Quisiera saber cu?l ser? mi d?a libre —dije de un solo golpe, intr?pida. ?l abri? los brazos y se estir?, voluptuosamente, antes de responder. –?D?a libre? ?Apenas has llegado, y ya quieres deshacerte de m?? Pas? el peso de un pie a otro, mientras lo mir? servirse una cucharada de leche y una cucharada de az?car en el t?, y luego sorber despacio. —Hoy es domingo, se?or, el d?a libre de la se?ora Mc Millian. Y ma?ana ser? exactamente una semana de mi llegada. Quiz?s es el momento de hablar de eso, Se?or. Por su expresi?n parec?a que no quer?a darme ning?n d?a libre. —Melisande Bruno, ?est?s quiz? pensando que no quiero concederte d?as libres? —pregunt? burl?n, como si me hubiera le?do la mente. Estaba ya mascullando que no, que nunca se me hubiera pasado por la mente una cosa similar, absurda por lo dem?s, cuando a?adi?—: …Porque tendr?as perfectamente raz?n. —Quiz?s no he entendido bien, se?or. ?Es otra de sus bromas? —Ten?a la voz d?bil, y me esforzaba por controlarla. —?Y si no lo fuera? —refut?, con unos ojos insondables como el oc?ano. Lo mir? con la boca abierta. —Pero la se?ora Mc Millian... —Tampoco Kyle tiene d?as libres —me record?, con una sonrisa socarrona. Tuve la ligera sensaci?n de que se estuviera divirtiendo a m?s no poder. —?l no tiene un horario fijo como el m?o —dije fastidiada. Ten?a una ganas locas de explorar el pueblo y los alrededores de la casa, y me molestaba tener que luchar por un derecho. ?l no movi? una pesta?a. —Est? siempre a mi disposici?n. —Entonces,? cu?ndo tendr?a yo que salir? —pregunt? alzando la voz—. ?De noche, quiz?s? Estoy libre del ocaso al alba... ?En lugar de dormir, tendr? que callejear? A diferencia de Kyle yo vivo aqu?, no vuelvo a casa por la noche. —No te aventures a salir de noche. Es peligroso. Sus palabras silenciosas se grabaron en mi conciencia, provocando un d?bil sentimiento de furia. —Estamos en un callej?n sin salida —dije, con voz g?lida como la suya—. Quiero visitar los alrededores, pero no me concede un d?a libre para poder hacerlo. Por otro lado, sin embargo, me sugiere de forma amenazadora que no salga de noche, defini?ndolo peligroso. ?Qu? me queda por hacer? —Eres a?n m?s bella cuando te enfadas, Melisande Bruno —observ?, sin que viniera al caso—. La c?lera te ti?e las mejillas de un rosa delicioso. Me deleite por un instante delicioso en la alegr?a de ese halago, luego la ira tom? la delantera. —?Entonces? ?Tendr? un d?a libre? Sonri? de trav?s, y mi furia languideci?, sustituida por una excitaci?n diferente e impensable. —Ok, que sea el domingo —decidi? finalmente. —?El domingo? —Hab?a cedido tan r?pidamente que me sorprendi?. Era tan r?pido en sus decisiones como para hacerme dudar de su capacidad para cumplirlas—. Pero es tambi?n el d?a libre de la se?ora Mc Millian... ?Est? seguro de...? —Millicent est? libre s?lo en la ma?ana. Usted puede tomar la tarde. Asent?, poco convencida. Por el momento deb?a contentarme. —De acuerdo. Se?al? la fuente. —?La lleva a la cocina, por favor? Estaba ya llegando a la puerta, cuando un pensamiento me hiri? con el impacto de un meteorito. —?Por qu? precisamente el domingo? Me volte? a mirarlo. Ten?a la expresi?n de una serpiente de cascabel, y comprend? todo en un a abrir y cerrar de ojos. Porque hoy es domingo, y tendr? que esperar siete d?as. Una victoria p?rrica. Estaba tan furiosa que me tent? la idea de tirarle encima la fuente. —Pasar? r?pidamente —me persuadi?, divertido—. Ah, no tire la puerta, cuando salga. Fui tentada de hacerlo, pero me obstaculiz? la fuente. Habr?a tenido que colocarla por tierra, y renunci? a la idea. Probablemente se habr?a divertido a?n m?s. Aquella noche, por primera vez en mi vida, so??. Cap?tulo Quinto Parec?a que era un esp?ritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebasti?n Mc Laine me tend?a la mano, amable. —?Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno? Estaba parado, inm?vil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, p?lida, de la misma consistencia de los sue?os. Cubr? la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. ?l me sonri? encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya. —Se?or Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una ni?a. ?l recambi? mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros. —Al menos en los sue?os, s?. ?No quieres llamarme Sebasti?n, Melisande? ?Al menos en el sue?o? Me sent? embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fant?stico e irreal. —De acuerdo... Sebasti?n. Sus labios me ci?eron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —?Sabes bailar, Melisande? —No. —Entonces d?jate guiar por m?. ?Crees que lo puedes hacer? —Me mir? desconfiado, ahora. —No creo que lo logre —admit?, sincera. ?l asinti?, para nada turbado por mi sinceridad. —?Ni siquiera en sue?os? —Yo no sue?o nunca —respond? incr?dula. Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ?no? No pod?a ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas. —Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo. —?Por qu? deber?a? —objet?. —Yo ser? el objeto del primer sue?o de tu vida. ?Est?s decepcionada? Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atr?s ahora, y yo le plant? los dedos en sus brazos, feroces como garras. —No, qu?date conmigo, por favor. —?Me quieres realmente en tu sue?o? —No quisiera ning?n otro —dije arrogante. Estoy so?ando, me repet?a. Pod?a decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. ?l me sonri? una vez m?s, m?s hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprend?a los pasos. Era un sue?o real en una manera espantosa. Mis dedos percib?an, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y m?s abajo a?n, la firmeza de sus m?sculos. A un cierto punto advert? un ruido, como una p?ndola que marcaba las horas. Se me escap? una risilla. —?Tambi?n aqu?! El ruido de la p?ndola no me era particularmente agradable, era un sonido chill?n, angustioso, viejo. Sebasti?n se separ? de m?, ten?a la frente contra?da. —Tengo que irme. Me sobresalt?, como golpeada por un proyectil. —?Debes, precisamente? —Debo, Melisande. Tambi?n los sue?os terminan. —En sus palabras tranquilas hab?a tristeza, el sabor de despedida. —?Volver?s? —No pod?a dejarlo irse as?, sin luchar. ?l me estudi? atentamente, como lo hac?a siempre durante el d?a, en la realidad. —?C?mo podr?a no volver, ahora que has aprendido a so?ar? Aquella promesa po?tica calm? mi ritmo card?aco, ya irregular ante la idea de no verlo m?s. No as?, al menos. El sue?o se apag?, como la llama de una vela. Y as? la noche. La primera cosa que mir?, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Hab?a so?ado por primera vez. Millicent Mc Millian me sonri? amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina. —Buenos d?as, linda, ?ha dormido bien? —Como nunca en mi vida —respond? lac?nica. El coraz?n corr?a el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sue?o. —Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qu? me refer?a. Se volc? en un relato detallado del d?a transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me dec?an nada. Como siempre, la dej? hablar, con la mente ocupada en fantas?as mucho m?s agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver. Era infantil pensar que ser?a una jornada diferente, que ?l se comportar?a de forma diferente. Hab?a sido un sue?o, nada m?s. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuaci?n en la realidad. Cuando llegu? al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levant? apenas la mirada cuando aparec?. —Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginaci?n... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios... Su tono ins?pido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ning?n saludo, ning?n reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me salud? yo misma. ?Qu? necia al pensar lo contrario! Es por eso que no hab?a nunca logrado so?ar antes. Porque no cre?a, no esperaba, no me atrev?a a desear nada. Deb?a volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusi?n. Pero quiz?s lo so?ar? de nuevo. El pensamiento me calent? m?s que el t? de la se?ora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detr?s de la ventana. —?Hey! ?Qu? hace all? plantada como una estatua? Si?ntese, por Dios. Me sent? frente a ?l, d?cilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pas? la carta, con aire serio. —Escr?bale. D?gale que tendr? su manuscrito en la fecha prevista. —?Est? seguro que podr?? Quiero decir... Est? reescribiendo todo... Reaccion? irritado por lo que consider? una cr?tica. —Son mis piernas que est?n paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acab?. Definitivamente. Mantuve un prudente silencio durante toda la ma?ana, mientras lo ve?a pulsar las teclas del ordenador con inusual energ?a. Sebasti?n Mc Laine era f?cil de irritarse, lun?tico y caprichoso. Tambi?n f?cil de odiar; lo hab?a notado estudi?ndolo a escondidas. Y tambi?n hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hac?a doblemente detestable. En mi sue?o hab?a aparecido como un ser inexistente, la proyecci?n de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sue?o fue mentiroso, estupendamente mentiroso. A un cierto punto, me se?al? las rosas. —C?mbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas. Recuper? la voz. —Lo har? en este momento. —Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez. La dureza de su tono me sorprendi?. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucci?n. Para no correr riesgos tom? todo el jarr?n, y baj? abajo. A mitad de la escalera me encontr? con el ama de llaves, que se apresur? a ayudarme. —?Qu? ha sucedido? —Quiere nuevas rosas —le expliqu? con la respiraci?n cortada—. Dice que detesta verlas marchitar. La mujer alz? los ojos al cielo. —Cada d?a una nueva. Llevamos el jarr?n a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dej? caer en una silla, casi como contagiada por la atm?sfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sue?o de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y a?n ten?a en m? la emoci?n del descubrimiento; y por otro lado, porque hab?a sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la p?ndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la hab?a percibido tambi?n en mi sue?o. Quiz? fue ese detalle que lo hizo tan real. Las l?grimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escap? de mi garganta, m?s fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontr? el ama de llaves al entrar en la cocina. —Aqu? est?n las rosas frescas para nuestro se?or y patr?n —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis l?grimas, y llev? las manos al pecho—. ?Se?orita Bruno! ?Qu? ha sucedido? ?Est? mal? ?No ser? por la reprimenda del se?or Mc Laine? ?l es un burl?n, gru??n como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habr? olvidado. —Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oy?, ya enrumbada en sus charlas. —Le preparo el t?, le har? bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes... Soport? en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorb? la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestim? su ofrecimiento de ayuda. Llevar?a yo las rosas. Pero la mujer insisti? en acompa?arme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volv? al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el coraz?n en letargo, el ?nimo resignado. Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El se?or Mc Laine me ignor? durante todo el tiempo, dirigi?ndome la palabra s?lo cuando no pod?a evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la ma?ana. ?Era acaso posible que tan s?lo hayan pasado unas pocas horas? —Puede irse se?orita Bruno —me despidi?, sin mirarme a los ojos. Me limit? a desearle una buena velada, respetuosa y fr?a como ?l. Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando o? un sollozo que proven?a del trastero. Abr? bien los ojos, sin saber qu? hacer. Despu?s de mil titubeos, llegu? al lugar de donde proven?a aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente. Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre ten?a un pa?uelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parec?a s?lo la p?lida copia del seductor de pacotilla de los d?as pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro. ?l se percat? de mi presencia, y dio un paso adelante. —?Te doy pena? ?O tienes ganas de echarte a re?r? Me pareci? haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descart? la tentaci?n urgente de justificarme. —Te busca el se?or Mc Laine. Quiere retirarse en su habitaci?n para la cena. Pero... ?T? est?s bien? ?Puedo hacer algo? —Sus mejillas se ti?eron de manchas oscuras, e intu? que se hubiera enrojecido de verg?enza. Di un paso atr?s, tambi?n metaf?ricamente—. No, perd?n, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos. ?l neg? con la cabeza, inusualmente galante. —Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no ten?a un pa?uelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado. Por un instante me dieron ganas de re?r. ?Intentos? ?Y en qu? forma hab?a intentado? ?Haciendo propuestas deshonestas a la ?nica mujer joven en sus proximidades? —Lo siento —dije con incomodidad. —Tambi?n yo. Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba ba?ado en l?grimas, como para desmentir la mala opini?n que me hab?a hecho de ?l. Me qued? confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ?Qu? dicen los buenos modales a prop?sito de las personas que han pasado por un divorcio? ?C?mo consolarlas? ?Qu? decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido. —Le dir? al se?or Mc Laine que no est?s bien —dije. Pareci? como si el p?nico se hubiera apoderado de ?l. —No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el se?or Mc Laine est? buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomar? un poco de tiempo para recomponerme y luego voy. —El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle ten?a realmente un aspecto terrible, los cabellos desgre?ados, el rostro enrojecido por las l?grimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo salud?, deseando s?lo el refugio de mi habitaci?n. Hab?a sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ?nimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. ?l me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara. Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No ten?a ganas de cenar, y era necesario dec?rselo a la amable se?ora Mc Millian. Me dirigi? una sonrisa radiante. —Estoy preparando la sopa —dijo se?alando una olla en el fog?n—. S? que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre. El sentido de culpa me golpe? el cuello. Con verg?enza cambi? mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca. —Adoro la sopa, caliente o no caliente. Antes de que comenzara a parlotear, le cont? lo de Kyle, dejando de lado los detalles m?s molestos. —Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sent?ndome a la mesa. Ella asinti?, mientras revolv?a la sopa. —Era una relaci?n destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe c?mo son las malas lenguas... ?l no es un santo, pero est? muy ligado a estos lugares y no quer?a abandonar el poblado. Me serv? un vaso de agua de la jarra. —?Es por eso que no se decide a irse? El ama de llaves sirvi? los platos de sopa, y en un dos por tres comenc? a comer ?vidamente. Estaba m?s hambrienta de lo que cre?a. —Kyle no hace m?s que decir que est? harto, podrido de este lugar, de la casa, del se?or Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ?Qui?n lo asumir?a? La mir? por encima del plato, curiosa. —?No es un enfermero diplomado? La se?ora Mc Millian parti? un pan en dos partes, meticulosamente. —Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aqu?. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz trasluc?a desaprobaci?n. —Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar. La mujer se qued? pasmada. —?De verdad, se?orita Bruno? Inclin? los ojos hacia el plato, las gotas en llamas. —Me siento en casa aqu? —expliqu?. Y entend? que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante. La se?ora Mc Millian volvi? a charlar, y aliviada termin? mi plato. Mi mente corr?a sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebasti?n Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de so?arlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda. Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos despu?s, m?s espantoso que nunca. —Detesto cordialmente al se?or Mc Laine —empez? diciendo. El ama de llaves lo interrumpi? a mitad de una frase para rega?arle. —Verg?enza te deber?a dar, hablar as? de quien te da de comer. —Mejor morir de hambre que tener que ver con ?l —fue la r?plica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo hab?a intuido, pero su odio era casi palpitante. Kyle abri? el refrigerador y sac? dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas se?oras. Me voy a mi habitaci?n a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hac?a bailar la esquina derecha del ojo. Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alej?. —Ha sido realmente desconsiderado al hablar as? del pobre se?or Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me mir? seria—. ?Piensa que quiera suicidarse? Re?, antes de lograr detenerme. —No me parece el tipo… —la tranquilic?. —Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto. La preocupaci?n por Kyle se evapor? como roc?o al sol, y pas? a enumerar las ventajas, seg?n ella, de vivir en el campo, en comparaci?n con la vida en la ciudad. La ayud? a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitaci?n poco distante de la cocina, en la planta baja. Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego ca? en un sue?o agitado. En la ma?ana, sent? mis mejillas duras por las l?grimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No so?? con Sebasti?n aquella noche. El d?a siguiente era martes, y el se?or Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual. —Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendr? Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las s?plicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre. —Quiz? solo quiere asegurarse de que usted est? bien —observ?, solo por decir algo. ?l peg? su mirada a la m?a, luego prorrumpi? en una risa estruendosa. —Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cari?o especial hacia m?. —?Deber? No entiendo... Seg?n yo, su ?nico objetivo es hacerle una revisi?n. Tiene desde luego que tener un cierto inter?s —dije obstinada. El se?or Mc Laine hizo una mueca. —Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, tambi?n existe el gris, por decir algo al respecto. No respond?, ?qu? le pod?a decir? ?Que hab?a llegado a la verdad sobre m?? Que para m? realmente no existe nada m?s que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad. —Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —a?adi? malignamente. —?Sentimientos de culpa? —repet?—. ?En qu? sentido? Un rel?mpago ilumin? la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. ?l no se volte?, como si no lograra despegar sus ojos de los m?os. —Se anuncia un diluvio torrencial. Quiz?s esto desanime a Mc Intosh de venir hoy. —Lo dudo, es s?lo una tormenta de verano. Una hora y habr? totalmente terminado —dije pr?ctica. ?l me miraba con una tal intensidad que me provoc? finos escalofr?os a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extra?o, pero tan carism?tico que borraba cualquier otro defecto. —?Quiere que ponga en orden las estanter?as pendientes? —pregunt? nerviosamente, huyendo de su mirada fija. —?Ha dormido bien esta noche, Melisande? La pregunta me cogi? de sorpresa. El tono era ligero, pero escond?a una apremiante urgencia, que me empuj? a la sinceridad. —No mucho. —?Nada de sue?os? —Su voz era ligera y l?mpida como el agua de un pl?cido torrente, y me dej? transportar por la corriente refrescante. —No, esta noche no. —?Quer?as so?ar? —S? —contest? impulsivamente. Nuestro di?logo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente. —Quiz?s te volver? a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sue?os –dijo fr?amente. Volvi? al ordenador, ya despreocupado de m?. Fant?stico, me dije humillada. Me hab?a echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferr? como si estuviera muri?ndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas. Encorv? los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acord? de Monique. Ella s? que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sue?os, en conquistar su atenci?n con maestr?a consumada. Una vez le pregunt? c?mo hab?a aprendido el arte de la seducci?n. Primero, respondi?: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volte? hacia m?, y su expresi?n se endulz?: «Cuando tengas mi edad, sabr?s c?mo hacerlo, ver?s». Ahora ten?a esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos hab?an sido siempre espor?dicos y de corta duraci?n. Cualquier hombre me endosaba la misma letan?a de preguntas: ?C?mo te llamas? ?A qu? te dedicas? ?Qu? coche tienes? Ante la noticia de que no ten?a permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abr?a, por cierto, a las confidencias. Pas? la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edici?n lujosa, en cuero marroqu?, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen. —Apuesto a que es tu preferido. Alc? de golpe la cabeza. El se?or Mc Laine me estaba estudiando, con sus p?rpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro. —No —respond?, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido. —Entonces ser? "Cumbres borrascosas". Me regal? una sonrisa espectacular, inesperada. Mi coraz?n dio un salto, y por un pelo que no precipit? en la nada. —Tampoco —dije, notando con alegr?a la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilecci?n por el final feliz. Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicion? a pocos pasos de m?, con una expresi?n absorta. —"Persuasi?n", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cu?nto se estaba divirtiendo, y yo tambi?n me hab?a apasionado con ese juego. —Es agradable, lo admito, pero est?s todav?a lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminar?a por resignarme, o cambiar?a de deseo. —Ahora mi voz era fr?vola. Sin darme cuenta estaba flirteando con ?l. —Jane Eyre. No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo. Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle. —?Por fin! —Pens? que le habr?a tomado siglos... Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ce?o fruncido. —Ten?a que acertar r?pido, en efecto. Una hero?na con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz despu?s de mil aventuras. Rom?ntico. Apasionado. Realista. —Ahora tambi?n sus labios sonre?an, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ?eres consciente de que puedes enamorarte de m? como Jane Eyre del se?or Rochester, que casualmente era su empleador? —Usted no es el Se?or Rochester —dije tranquilamente. —Soy lun?tico como ?l —objet?, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder. —Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre. —Tambi?n eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo ?l, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podr?a decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notar?an a millas de distancia. —No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa. —Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondi? ?l dulcemente. —Entonces gracias. ?l se burl?. —?De qui?n has heredado estos cabellos, se?orita Bruno? ?De tus padres de origen italiano? La alusi?n a mi familia contribuy? a ofuscar la felicidad de aquel momento. Apart? la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanter?as. —Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana. Acerc? su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no pod?a dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias. —?Y qu? hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa? —Mi Padre emigr? para mantener a su esposa e hija. Yo nac? en B?lgica. Buscaba una manera de cambiar de conversaci?n, pero era dif?cil. Su cercan?a confund?a mis pensamientos, que se enmara?aban en una madeja dif?cil de desenredar. —De B?lgica a Londres, y luego a Escocia. A s?lo veintid?s a?os. Admitir?s que como m?nimo es curioso, ?no? —Ganas de conocer el mundo —respond? reticente. Ech? un vistazo hacia ?l. Su hirsuto ce?o hab?a desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No hab?a manera de distraerlo. All? afuera la tempestad rug?a, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de m?. Comunicarme con ?l era natural, espont?neo, liberador, pero no pod?a, no deb?a hablar a rienda suelta, o me arrepentir?a. —?Ganas de conocer el mundo para llegar a este rinc?n remoto del mundo? —Su tono era abiertamente esc?ptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias. Algo se rompi? en m?, liberando recuerdos que cre?a enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y hab?a terminado mal, mi vida casi destruida. S?lo el destino hab?a impedido una tragedia, la m?a. —No estoy mintiendo. Tambi?n aqu? se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca hab?a estado en las Highlands, es interesante. Y adem?s soy joven, puedo a?n viajar, ver, descubrir nuevos lugares. —Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me gir? hacia ?l. Una sombra hab?a ca?do sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en ?l en aquel momento. Corta de palabras me limit? a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regres? detr?s del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echar? yo mismo, y as? podr?s retomar tu viaje alrededor del mundo. Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre m?. Se par? delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados. —Ten?a raz?n. La tormenta ya termin?. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago m?s que equivocarme. ?Hey!, mira, un arco?ris —me llam?, sin voltearse—. Venga a ver, se?orita Bruno. Espect?culo fascinante, ?no cree? Dudo que ya haya visto uno. —Pero si lo he visto —repliqu?, sin moverme. El arco?ris era el s?mbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepci?n de los colores, su maravilla, su arcaico misterio. Mi voz era fr?gil como una placa de hielo, mis hombros m?s r?gidos que los suyos. Hab?a levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quiz?s hab?a sido yo quien lo hizo antes. Cap?tulo Sexto —?Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno? Lo mir? con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me hab?a ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se hab?a dignado dirigirme la palabra hab?a estado antip?tico y fr?o. Al principio pens? negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad gan? la partida. O quiz?s fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la raz?n, mi respuesta fue afirmativa. La se?ora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvi? la cena, suscitando nuestra mutua diversi?n. El se?or Mc Laine se hab?a relajado, y ya no ten?a aquella expresi?n r?gida que tanto hab?a aprendido a temer. Nuestro silencio era c?mplice y se rompi? s?lo cuando el ama de llaves nos dej?. —Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observ? ?l, con una risa que me toc? el centro del coraz?n. —Sin duda —manifest? mi conformidad. —Es una empresa realmente tit?nica. No cre? que lo ver?a un d?a. —Estoy de acuerdo. Me gui?? el ojo, y tom? un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compa??a era la ?nica que pudiera desear. Me promet? que no har?a nada para destruir esa atm?sfera id?lica, luego record? que depend?a s?lo en parte de m?. Mi compa?ero ya hab?a demostrado en varias ocasiones que era f?cil de encolerizarse, y sin motivo aparente. Ahora ?l estaba sonriendo, y sent? una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos. —Entonces, Melisande Bruno, ?te gusta Midgnight Rose? Me gustas t?, sobre todo cuando est?s tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije: —?A qui?n no le puede gustar? Es una pedazo de para?so, alejado del frenes?, el estr?s, la locura de la rutina. ?l dej? de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comenc? a masticar m?s despacio para no romper ese hechizo, m?s fr?gil que el cristal, m?s vol?til que una hoja de oto?o. —Para quien viene de Londres debe ser as? —admiti?—. ?Has viajado mucho? Me llev? el vaso de vino a la boca, antes de responder. —Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros. —Tu sabidur?a solo es comparable con tu belleza —dijo con aire serio—. ?Y qu? est?s descubriendo en esta amena aldea escocesa? —El pueblo todav?a no lo he visto —le hice recordar, sin rencor—. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aqu? me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro. Por toda respuesta ?l sacudi? la cabeza. —Has percibido la esencia m?s ?ntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo a?n no lo he logrado... No respond?, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad fren? mi lengua. ?l me estudi? atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y ?l un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente. —?Tienes familia, Melisande Bruno? ?Alguien de los tuyos est? todav?a vivo? —No parec?a una pregunta vana, dicha por decir algo. Hab?a en ella un inter?s ardiente y aut?ntico. Para disimular la vacilaci?n beb? m?s vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que ten?a que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todav?a en este mundo habr?a dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitaci?n a cenar hab?a surgido s?lo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una v?lvula de escape. Yo, la secretaria a?n desconocida, serv?a perfectamente a ese fin. No habr?a otra cena. Decid? mentir, porque era m?s f?cil, menos complicado. —Estoy sola en el mundo. S?lo cuando mi voz se apag?, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotaci?n, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No pod?a contar con nadie, a parte de m? misma. Eso me hab?a hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perder?a la raz?n, pero me hab?a acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola. ?l pareci? absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qu?, no habr?a sabido decirlo. Alz? el vaso de vino, medio vac?o, en un brindis. —?Por qu?? –dije, imit?ndolo. —Para que puedas volver a so?ar, Melisande Bruno. Y que tus sue?os se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso. Renunci? a entender. Sebasti?n Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas. Aquella noche so?? por segunda vez. La escena era id?ntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, ?l a los pies de mi cama en trajes oscuros, ning?n rastro de la silla de ruedas. Me tendi? la mano, una sonrisa le curv? el ?ngulo de la boca. —Baila conmigo, Melisande. —Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petici?n, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes. —?Estoy so?ando? —Pens? que solo lo hab?a imaginado, pero lo hab?a pedido realmente. —S?lo si quieres que sea un sue?o; en caso contrario, es una realidad —dijo categ?rico. —Pero usted camina... —En los sue?os todo puede ocurrir —respondi?, llev?ndome en un vals, como la primera vez. Sent? una pulsi?n de rabia. ?Por qu? en mi sue?o las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la m?a permanec?a intacta, en su virulenta perfecci?n? Era mi sue?o, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonom?a era extra?a e irritante. De golpe dej? de pensar, como si estar entre sus brazos era m?s importante que mis dramas personales. ?l era descaradamente bello, y me sent?a honrada de tenerlo en mis sue?os. Bailamos largamente, al ritmo de una m?sica inexistente, nuestros cuerpos en sincronizaci?n perfecta. —Cre?a que no te volver?a a so?ar m?s —le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente. Su mano se levant? para entrelazarse con la m?a. —Yo tambi?n cre?a que no te so?ar?a m?s —Pareces tan real... —dije en un soplo—, pero eres un sue?o... Eres demasiado dulce para ser algo distinto... Estall? en una risa divertida, y me estrech? m?s fuerte. —?Te hago enfadar? Lo mir?, ce?uda. —Hay veces en las que te dar?a un pu?etazo. No parec?a ofendido, sino satisfecho. —Lo hago a prop?sito. Me gusta molestarte. —?Por qu?? —Es m?s sencillo tenerte a distancia. El sonido chill?n de la p?ndola invadi? el sue?o, y ocasion? mi descontento. Porque ?l estaba retrocediendo, otra vez; como si hubiera sido una se?al. —Qu?date conmigo —le implor?. —No puedo. —Es mi sue?o. Decido yo —repliqu? amarga. ?l alarg? la mano para rozar mis cabellos en una caricia, con sus dedos m?s ligeros que una pluma. —Los sue?os se nos escapan, Melisande. Nacen de nosotros, pero no nos pertenecen del todo. Tienen su propia voluntad, y terminan cuando lo deciden ellos. Me empecin?, como una ni?a. —No me gusta. Su rostro fue atravesado por una inusual gravedad. —No le gusta a nadie, pero el mundo es injusto por antonomasia. Trat? de retener el sue?o, pero mis brazos eran demasiado d?biles y mi grito fue s?lo un susurro. Desapareci? r?pido, como la primera vez. Me encontr? despierta, mis orejas atontadas por un ruido sordo. Luego comprend?, con consternaci?n, que eran los ruidos arr?tmicos de mi coraz?n. Tambi?n ?l se estaba yendo por su cuenta, como si ya nada me perteneciera. No ten?a m?s control sobre ninguna parte de mi cuerpo. Lo que m?s me trastorn?, sin embargo, fue que ya no ten?a control tampoco sobre mi mente y mis sentimientos. La carta lleg? aquella ma?ana, y tuvo el efecto desbordante de una piedra arrojada en un estanque. Algo termina en un determinado punto, pero sus efectos reverberan sobre puntos circundantes, en c?rculos conc?ntricos y muy amplios. Mi humor estaba por los cielos, y empec? la jornada canturreando. Probablemente, no por m?. La se?ora Mc Millian sirvi? el desayuno en un religioso silencio, ocupada en fingir que no estaba curiosa por la cena de la tarde anterior. Decid? no darle vueltas al asunto. Ten?a que aclarar sus dudas antes de que se crease certezas propias, y catastr?ficas para mi reputaci?n, y quiz? tambi?n para la del se?or Mc Laine. Toda esperanza sentimental respecto a ?l era exclusivamente parte de mis sue?os, y no deb?a ceder a su evanescente hermosura. —?Se?ora Mc Millian? —S?, se?orita Bruno? Estaba untando con mantequilla el pan tostado, y le hice la pregunta sin alzar los ojos. —El se?or Mc Laine se sent?a solo anoche, y me pidi? que le hiciera compa??a. Si no hubiera sido a m? se la habr?a pedido a usted. O a Kyle —dije inamovible. Se ajust? las gafas en la nariz, y asinti?. —Pero por supuesto, se?orita. No he pensado mal en ning?n momento. Es evidente que se trata de un episodio aislado. Su seguridad me dej? pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo tambi?n lo pensaba. No hab?a motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la regi?n se enamorase de m?. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No pod?a permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habr?a acabado quiz?s hecha pedazos. Sub? las escaleras como cualquier otro d?a. Me sent?a inquieta a pesar de la tranquilidad que aparentaba. Sebasti?n Mc Laine sonre?a cuando abr? la puerta, y mand? mi coraz?n directamente al para?so. Hubiera querido no tener nunca que ir a recogerlo. —Buenos d?as, se?or —lo salud? con calma. —Qu? formales que estamos, Melisande —lo dijo en tono de reproche, como si hubi?semos compartido una intimidad mayor que una simple cena. Mis mejillas se encendieron, y estuve segura que hab?an enrojecido, aunque no ten?a ni idea del significado real de esa palabra. El rojo era un color oscuro, id?ntico al negro en mi mundo. —Es s?lo respeto, se?or —le dije, mitigando mi tono formal con una sonrisa. —No he hecho mucho para merec?rmelo —reflexion?—. O por el contrario, te habr? parecido odioso alguna vez. —No, se?or —respond?, caminando sobre un terreno minado. El peligro de desencadenar su ira estaba siempre latente, presente en todo nuestro intercambio verbal, y no pod?a bajar la guardia. Aunque si mi coraz?n lo hab?a ya hecho. —No mientas, no lo soporto —refut?, sin perder su maravillosa sonrisa. Me sent? frente a ?l, dispuesta a desempe?ar las tareas para las cuales se me pagaba. Ciertamente no para enamorarme de ?l; eso estaba fuera de discusi?n. Se?al? una pila de cartas sobre el escritorio. —Subdivide el correo personal del de trabajo, por favor. Desviar mis ojos de los suyos, llenos de una dulzura nueva, fue un esfuerzo. Segu?a sinti?ndolos sobre m?, calientes e irrefrenables, y me cost? concentrarme. Una carta llam? mi atenci?n porque no ten?a remitente y la caligraf?a en el sobre me era conocida. Como si no bastara, el destinatario no era mi bien amado escritor sino yo misma. Qued? paralizada, con el sobre entre los dedos, y la cabeza cargada de pensamientos contradictorios. —?Algo no est? bien? Mi mirada se levant? para reunirse con la suya. Me miraba atento, y me di cuenta de que nunca hab?a dejado de hacerlo. —No, yo... Todo est? bien... Es s?lo que... —Estaba perdida en un dilema laber?ntico: decirle o no sobre la carta. Si callaba hab?a el peligro de que se lo dijera m?s tarde Kyle. Era ?l quien retiraba el correo y lo pon?a sobre el escritorio. O quiz? no se hab?a dado cuenta de que una carta ten?a otro destinatario. ?Pod?a confiar en eso, y arrinconar la carta para recuperarla en un segundo momento? No, inviable. El se?or Mc Laine era demasiado anal?tico, y no se le escapaba nada. El peso de mi mentira se interpuso entre nosotros. ?l extendi? la mano, poni?ndome de espaldas contra el muro. Hab?a percibido mi indecisi?n, y pretend?a ver con sus ojos. Con un suspiro pesado le pas? los sobres. Sus ojos se separaron de los m?os s?lo un segundo, el tiempo justo para leer el nombre en el sobre, luego volvieron a los m?os. La hostilidad regres? a ellos, densa como la niebla, viscosa como la sangre, negra como la desconfianza. —?Qui?n te escribe, Melisande Bruno? ?Un novio lejano? ?Un pariente? Ah, no, que est?pido. Me has dicho que est?n todos muertos. ?Y entonces? ?Un amigo, quiz?s? Cog? al vuelo su suposici?n, y segu? con la mentira. —Quiz?s mi antigua coinquilina. Jessica. Sab?a que me escribir?a, yo le hab?a dado mi direcci?n —dije, sorprendida de c?mo las palabras me flu?an de la boca, naturales en su falsedad. —L?ela entonces. Estar?s ansiosa de hacerlo. No te hagas problemas, Melisande —su tono era meloso, jaspeado de una crueldad aterradora. En ese momento me di cuenta de que mi coraz?n a?n exist?a, a pesar de mis anteriores convicciones. Estaba hinchado, a punto de un s?ncope, aislado del resto del cuerpo, como mi mente. —No... no tengo prisa... m?s tarde, quiz?s... Quiero decir... Jessica, no creo que tenga grandes novedades... —balbuce?, evitando su mirada g?lida. —Insisto, Melisande. Por primera vez en mi existencia fui consciente de la dulzura del veneno, de su perfume hechizante, de su enga?oso embrujo. Porque su voz y su sonrisa no evidenciaban su furia; s?lo sus ojos lo traicionaban. Tom? el sobre que me daba con la punta de los dedos, como si estuviera infectado. ?l permaneci? en espera. Hab?a una pizca de s?dica diversi?n en esos ojos insondables. Introduje el sobre en el bolsillo. —Es de mi hermana. —La verdad me sali? de la boca, liberadora, aunque si no habr?a habido modo de evitarla. ?l permaneci? en silencio, y yo valientemente prosegu?—. S? que he mentido a prop?sito acerca de mis parientes, pero... de verdad estoy sola en el mundo. Yo... —Me falt? la voz. Volv? a intentarlo—. S? que no hice lo correcto, pero no ten?a ganas de hablar de ellos. —?Ellos? —S?. Mi padre todav?a est? vivo. Pero s?lo porque su coraz?n late a?n. —Mis ojos se nublaron de l?grimas—. Es casi un vegetal. Es un alcoh?lico en el ?ltimo estadio, y no recuerda ni siquiera quienes somos. Yo y Monique, quiero decir. —Est?pido mentir, de parte suya, se?orita Bruno. ?No pens? que su hermana le escribir?a aqu?? ?O quiz?s ha pasado a la clandestinidad para no ocuparse de su padre, dejando toda la carga a otro? —Su voz reson? en el estudio, mortal como el disparo de un fusil. Tragu? las l?grimas, y lo mir? con aire desafiante. Hab?a mentido, era innegable, pero ?l me estaba pintando como un ser abyecto, indigno de vivir, no merecedor de respeto. —No le permito juzgarme, se?or Mc Laine. No sabe nada de mi vida, o de las razones que me han llevado a mentir. Usted es mi empleador, no mi juez, y ni mucho menos mi verdugo. La calma mortal con la cual habl? sorprendi? m?s a m? que a ?l, y me llev? una mano a la boca, como si hubiera sido ella a hablar en mi lugar, ajena a mi mente, dotada de autonom?a al igual que mi coraz?n, o mis sue?os. Me levant? de golpe, haciendo caer la silla hacia atr?s. La recog? con las manos temblorosas, y la mente en estado catat?nico. Hab?a ya llegado a la puerta, cuando ?l habl? con amedrentadora dureza. —T?mese el d?a libre, se?orita Bruno. Me parece muy perturbada. Nos vemos ma?ana. Llegu? a mi habitaci?n en un estado de trance, y corr? al ba?o contiguo. All? me lav? la cara con agua fr?a, y observ? mi imagen en el espejo. Fue demasiado. Todo el blanco y negro que me rodeaba era m?s inquietante que una manta f?nebre. Me sent?a peligrosamente en vilo, al borde de un precipicio. Caer no me asustaba; eso ya hab?a ocurrido tantas veces, y me hab?a levantado. Mi piel y mi coraz?n estaban cubiertos de millones de cicatrices invisibles y dolorosas. Ten?a miedo de perder la raz?n, la lucidez que me hab?a mantenido en vida hasta ese momento. En tal caso hubiera preferido estrellarme. Las l?grimas no derramadas me retorcieron las entra?as, y me redujeron a un espectro. Un zombi, como el protagonista de una de las novelas de Mc Laine. Mi mano palp? el bolsillo de la falda de Tweed, donde hab?a metido la carta de Monique. Cualquier cosa que quisiera no se pod?a retrasar m?s. La saqu?, y la llev? al dormitorio. Pesaba como un saco de cemento armado, y fui tentada de no abrirla. Su contenido s?lo pod?a ser uno: sufrimiento. Me hab?a cre?do fuerte antes de llegar a Midnight Rose. Cu?nto me hab?a equivocado. No lo era en absoluto. Mis manos actuaron por cuenta propia, yo estaba reducida a un t?tere. Ellas desgarraron el sobre, y extendieron la hoja que ten?a dentro. Pocas palabras, t?pico de Monique. Querida Melisande, Necesito m?s dinero. Te doy las gracias por lo que enviaste de Londres, pero no es suficiente. ?No puedes solicitar un anticipo de sueldo a ese escritor? No seas t?mida, y no tengas reparos. Me han dicho que es riqu?simo. En el fondo es s?lo un paral?tico, f?cilmente influenciable. Date prisa. Tu querida hermana, Monique. No s? por cu?nto tiempo me qued? mirando la carta, quiz?s unos pocos minutos, quiz?s horas. Todo perdi? importancia, como si mi vida tuviera sentido s?lo como ap?ndice de Monique y de mi padre. Me hubiera gustado que desaparecieran ambos, y aquel pensamiento terrible, que dur? el espacio de un segundo, me colm? de horror. Monique hab?a intentado amarme, con su modo ego?sta, naturalmente. Y mi padre... bueno, los recuerdos hermosos de ?l eran tan p?lidos que me cortaron la respiraci?n en la garganta. Pero segu?a siendo mi padre. Aquel que me hab?a dado la vida, reserv?ndose para si el derecho de pisotearla. Dobl? la carta con cuidado, con una atenci?n meticulosa y exagerada. Luego la guard? en un caj?n de la c?moda. Dinero. Monique necesitaba dinero; m?s. Hab?a vendido todo lo que pose?a en Londres, muy poco por cierto, para ayudarla y, tras pocas semanas, est?bamos al punto de partida. Sab?a que los tratamientos para pap? eran costosos, pero ahora comenzaba a tener miedo. Si Sebasti?n Mc Laine me hubiera despedido, y s?lo Dios sab?a si ten?a buenas razones para hacerlo, a no ser por el entretenimiento, me hubiera encontrado en medio de la calle. ?C?mo pod?a, despu?s de lo ocurrido pedirle un anticipo? Me resultaba agotador el tan solo pensamiento de hacerlo. Monique nunca hab?a tenido ninguna clase de reparos, dotada como estaba de una cara dura envidiable, pero para m? las cosas eran distintas. Comunicar no era mi fuerte, pedir ayuda imposible. Demasiado miedo al rechazo. Una sola vez lo hab?a hecho, y a?n recordaba el sabor del no, la sensaci?n de rechazo, el ruido de la puerta derribada en la cara. —Kyle es realmente un vago. Ha desaparecido con el auto en la tarde, y ha regresado hace solo media hora. El se?or Mc Laine est? furibundo. Echar?a a patadas ese tipo, ?lo digo yo! ?Dejar as? al se?or sin asistencia! La voz de la se?ora Mc Millian estaba llena de indignaci?n, como si Kyle le hubiese hecho un da?o personal. Yo segu?a poniendo a un lado la comida en el plato, sin la m?s m?nima se?al de apetito. La mujer sigui? hablando, prolija como siempre, y no se percat? de mi falta de apetito. Le sonre? de manera forzada, y volv? a sumergirme en la capa negra de mis pensamientos. «?De d?nde sacar ese dinero?» No, no ten?a elecci?n. Faltaban dos semanas para el momento en el que cobrar?a el sueldo. Monique ten?a que esperar. Le enviar?a todo, esperando que no fuera una acci?n imprudente. El riesgo de ser despedida sin preaviso era terriblemente real. El se?or Mc Laine era un hombre imprevisible, dotado de un car?cter inigualable y evidentemente poco fiable. Me retir? a mi habitaci?n, tan afligida que no lograba ni llorar ni estar calmada. Me acost?, llamando al sue?o, que tard? en llegar. Ya no ten?a control sobre nada, marginada por mi propio cuerpo. Dem?s est? decir que no so?? aquella noche. Cap?tulo S?ptimo El zumbido en mi cabeza era como un barro negro e hirviente que se me ven?a encima, sin darme tregua. El recibimiento de Mc Laine no fue fr?o como me lo esperaba, quiz?s porque se limit? a ignorarme sin contestar mi saludo. Durante toda la ma?ana actu? como si yo no estuviera, y fui devorada por mi propia infelicidad. Êîíåö îçíàêîìèòåëüíîãî ôðàãìåíòà. Òåêñò ïðåäîñòàâëåí ÎÎÎ «ËèòÐåñ». Ïðî÷èòàéòå ýòó êíèãó öåëèêîì, êóïèâ ïîëíóþ ëåãàëüíóþ âåðñèþ (https://www.litres.ru/rosette/la-muchacha-de-los-arcoiris-prohibidos/?lfrom=688855901) íà ËèòÐåñ. Áåçîïàñíî îïëàòèòü êíèãó ìîæíî áàíêîâñêîé êàðòîé Visa, MasterCard, Maestro, ñî ñ÷åòà ìîáèëüíîãî òåëåôîíà, ñ ïëàòåæíîãî òåðìèíàëà, â ñàëîíå ÌÒÑ èëè Ñâÿçíîé, ÷åðåç PayPal, WebMoney, ßíäåêñ.Äåíüãè, QIWI Êîøåëåê, áîíóñíûìè êàðòàìè èëè äðóãèì óäîáíûì Âàì ñïîñîáîì.
Íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë Ëó÷øåå ìåñòî äëÿ ðàçìåùåíèÿ ñâîèõ ïðîèçâåäåíèé ìîëîäûìè àâòîðàìè, ïîýòàìè; äëÿ ðåàëèçàöèè ñâîèõ òâîð÷åñêèõ èäåé è äëÿ òîãî, ÷òîáû âàøè ïðîèçâåäåíèÿ ñòàëè ïîïóëÿðíûìè è ÷èòàåìûìè. Åñëè âû, íåèçâåñòíûé ñîâðåìåííûé ïîýò èëè çàèíòåðåñîâàííûé ÷èòàòåëü - Âàñ æä¸ò íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë.