Ðàññâåò ÷àðóþùèé è íåæíûé Êîñíóëñÿ áåëûõ îáëàêîâ, È íåáà îêåàí áåçáðåæíûé, Ñ âîñòîêà çàðåâîì öâåòîâ Ïóðïóðíûõ, ÿðêî - çîëîòèñòûõ, Âäðóã çàñèÿë. Ñêîëüçÿùèé ëó÷ Ïëÿñàë íà ãîðêàõ ñåðåáðèñòûõ… È ñîëíöà ëèê, ïàëÿùèé – æãó÷, Ïëûë íàä Çåìë¸é åù¸ ëåíèâîé, Îáúÿòîé íåãîé ñëàäêèõ ñíîâ… È ëèøü ïàñòóõ íåòîðîïëèâî Êíóòîì èãðàÿ, ãíàë êîðîâ Íà âûïàñ, ñî÷íûìè ë

El Amanecer Del Pecado

El Amanecer Del Pecado Valentino Grassetti Un thriller psicol?gico donde una muchacha se enamora de una entidad invisible que consigue percibir s?lo gracias a su hermano, un muchacho enfermo de esquizofrenia paranoica. Daisy, diecis?is a?os, est? determinada a perseguir su sue?o de convertirse en una cantante. Despu?s de una prueba es escogida para participar en un concurso de talentos. Durante el espect?culo los jueces comienzan a escarbar en su pasado haci?ndole preguntas inc?modas, a menudo crueles, y todo en nombre de los niveles de audiencia. Mientras ella confiesa entre l?grimas haber tenido una infancia marcada por el suicidio de su padre, se produce un accidente que causa la muerte violenta de uno de los jueces. Adriano, el hermano de Daisy enfermo de esquizofrenia, sabe que no se trata de algo casual. Alguien, o algo, se est? introduciendo lentamente en la vida de la muchacha: una entidad maligna y asesina que s?lo ella consigue detectar. Mientras tanto Guido, un joven y t?mido periodista enamorado de Daisy, gracias al descubrimiento fortuito de un manuscrito del siglo XVII comienza a investigar sobre la vida de Pardo Melchiorri, un pintor tullido condenado por hereje por la Santa Inquisici?n. La investigaci?n conducir? a Guido al interior de los muros de un monasterio benedictino donde descubrir? que el destino de Daisy est? ligado al del pintor muerto cuatro siglos atr?s… Valentino Grassetti El Amanecer del Pecado Valentino Grassetti EL AMANECER DEL PECADO Traductora: Mar?a Acosta D?az Esta novela es una obra de fantas?a. Los personajes citados son invenci?n del autor y su finalidad es dar veracidad a la historia. Cualquier parecido con hechos y personas, vivas o no, es pura coincidencia. Copyright © 2018 Valentino Grassetti T?tulo original: L’alba del peccato 1 edizione agosto 2018 Autor: Valentino Grassetti Traducci?n: Mar?a Acosta D?az Proyecto gr?fico: Gialloafrica [email protected] EL AMANECER DEL PECADO Violo la tela con pinceladas nerviosas, impulsivas y poderosas. Sucias de verdad.     (Pardo Melchiorri. Pintor) Nicole Dubuisson hac?a todo lo posible por agasajar a Paolo Magnoli con algunos juegos er?ticos a los que gustaba definir como tr?s rare, donde el sexo era a menudo una nota al margen de sus vidas complicadas. En la cama, Nicole no ten?a necesidad ni de amor ni de perversiones. Nada de esposas, cuerdas o l?tigos para herir la carne y mitigar las cicatrices del alma. Ning?n sentimiento, por muy puro o indecente que fuese, le procuraba placer. Nicole gozaba s?lo disfrutando del sabor de la venganza. Se tiraba a Paolo Magnoli porque ten?a una cuenta pendiente con el marido. Una lista de peque?as y grandes incomprensiones, una lista negra, tan larga como una existencia, la hab?a inducido a odiar al c?nyuge hasta el punto de tenerlo cerca, pero s?lo para poderse librar de ?l a su manera. Nicole, de hecho, hab?a decidido arruinarle la vida sin papeles timbrados. Nada de adioses melanc?licos incitados por los honorarios indecentes de algunos abogados. Si Paolo Magnoli daba un sentido a las miserias de su vida dej?ndose meter un tac?n de doce cent?metros en el culo por Nicole, para ella satisfacer las fantas?as er?ticas de un amante depravado representaba, nada m?s, que uno de tantos movimientos de una partida de ajedrez jugada contra el mismo concepto del matrimonio. Una instituci?n tan castradora deb?a ser castigada. Este era su pensamiento recurrente cada vez que sal?a de casa llevando ropa interior de encaje y sonrisa sugerente. Los dos amantes viv?an en Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, un punto geogr?fico suspendido en el tiempo, instalado en una colina al abrigo del mar Adri?tico. Un cartel informaba a los turistas que el pueblo estaba incluido entre los pueblos m?s bellos de Italia. Surg?a en el punto m?s alto de una hermosa colina, donde las casas, los palacios suntuosos y decadentes, las b?vedas entre los callejones, las arcadas inestables eran una invitaci?n a tocar con la mano aquellas piedras cargadas de la energ?a de todos sus fantasmas. Sandra, la esposa de Paolo Magnoli, ech? de casa al marido cuando el psic?logo le dijo que los hijos estaban preparados para renunciar a la presencia de un padre tan degenerado. Una semana despu?s de haber sido expulsado de la familia, encontraron el cuerpo de Paolo en los alrededores de la casa rural I Cavalieri. De la rama de un robusto roble colgaba un tirante el?stico: su ?ltima corbata. Los habitantes de Castelmuso dijeron que hab?a perdido la cabeza a causa de lo que llamaban el p?quer perfecto: cuatro ases hechos de coca, whisky, deudas y vaginas absorbe Mastercad. Daisy, la hija de Paolo Magnoli, ten?a doce a?os cuando ocurri? la tragedia. Adriano uno menos. Los dos ni?os no perdonaron jam?s al padre el haber salido de sus vidas de una manera tan miserable. Pero esto, ahora, formaba parte del pasado. 1 DAISY DIECIS?IS A?OS El primer jueves del mes era una jornada especialmente gris. Las nubes bajas se hab?an posado sobre los tejados, la llovizna bat?a insistente sobre las ventanas de la escuela. A pesar del tiempo Daisy Magnoli ten?a la sol en el bolsillo. Hab?a llegado la noticia que tanto esperaba y no consegu?a esconder el entusiasmo. Se present? en el curso de psicolog?a en la hora del descanso. Entr? en el aula con el paraguas volteado por el viento, el abrigo goteando, una tarta adornada con cintas con un lazo plateado y una sonrisa que convertir?a en perfecto aquel instante. Estaba lista para dar la Noticia de las Noticias. Antes, sin embargo, deb?a recurrir a un ritual, algo que no rompiese el equilibrio, como le gustaba decir. La cosa era bastante delicada y las muchachas no eran, realmente, unas santurronas. Sobre todo aquellas del ?ltimo a?o, v?boras experimentadas que no dejaban pasar nada a nadie. Quien iba al curso de psicolog?a sab?a perfectamente que entre los estudiantes era necesaria una buena armon?a o, por el contrario, un completo desacuerdo. Daisy sab?a hasta que punto los contrastes entrenaban el temperamento y formaban el car?cter, animando las discusiones. Pero en el aula B del instituto Giacomo Leopardi no hab?a ni una ni otra. Las relaciones entre las chicas pod?an considerarse demasiado vagas e indefinidas, hasta el punto de inducirles a fingir ser todas m?s o menos amigas entre ellas. Daisy se quit? el abrigo, apoy? sobre la mesa del profesor el paquete que acababa de retirar de Le Romains, la pasteler?a que hab?a delante del instituto. Sopl? a un mech?n de cabellos suaves y lisos que le cubr?an la frente. Quer?a escrutar la fila de pupitres, desde los cuales miraban furtivamente sus compa?eras. Todas quer?an saber pero ninguna de ellas osaba preguntar. El dulce, sin embargo, era una pista. Daisy deshizo el lazo y desenvolvi? la tarta. Extrajo de la mochila un paquete de platos de pl?stico, quit? el envoltorio y cort? en trozos el manjar de hojaldre. Las muchachas empezaron a mostrarse en desacuerdo con el dulce. Las que segu?an una dieta se lo agradecieron y evitaron incluso probarla. Las otras, convencidas de que las restricciones alimenticias hac?an perder el tiempo m?s que los kilos en exceso, disfrutaron de la tarta consider?ndola algo parecido a su idea del para?so. –Venga, cuenta como ha ido todo –pregunt? entusiasmada Lorena Rossi disfrutando del suave aroma del flan parisino con su delicado regusto a lim?n. –Oh, bueno… ?por d?nde empiezo? Dejadme pensar –comenz? a decir Daisy, con los ojos brillantes intentando retener recuerdos emocionantes. Quer?a contarlo todo. Pero el equilibrio era el equilibrio y deb?a tener cuidado. Respir? profundamente, la sensaci?n de que todo lo que ten?a que decir, las palabras, las frases que deb?a combinar, las mismas letras del alfabeto, se resist?an a salir. En ese momento tuvo una extra?a fantas?a: imagin? la forma de tejado a dos aguas de la A presionando sobre el estern?n, las curvas de la B empujar por detr?s, de la misma manera que las semi curvas de la C y las l?neas c?ncavas y convexas de todo el alfabeto. El discursito que se hab?a preparado parec?a no querer salir de su boca. La imaginaci?n se obstinaba en no querer que diese la Noticia de las Noticias. –C?mo ha ido… vale, bien: llegu? con mi madre al Hotel Granduca, el de cuatro estrellas en la carretera estatal –consigui? decir finalmente. –Afuera hab?a un mont?n de gente. Al principio ten?a un miedo impresionante, luego me calm? y he pensado maldita sea, pasaremos aqu? la noche. Por suerte he descubierto que muchos eran figurantes. Muchachos mandados por la productora. En definitiva, un poco de teatro para el backstage para ver en la televisi?n. Los que estaban all? para la audici?n ser?an m?s o menos unos cincuenta. – ?Mierda! El timbre. Tenemos poco tiempo –se mordisque? los labios Lorena, que inst? a las chicas a acabar la tarta. – ?Y despu?s? ?Despu?s qu? ocurri?? –pregunt? ansiosa la amiga que empez? a recoger los platos y los cubiertos esparcidos por los pupitres. –Luego he entrado en la sala de conferencias –continu? Daisy. –Hab?an montado una especie de sala de pruebas. Luces bajas. Focos en la cara, sudor, colorete chorreando en las mejillas y toda esa historia. Hab?a tres t?os sentados en la mesa con caras aburridas y de funerarios. Ha comenzado a sonar la base r?tmica. He cantado durante un minuto, creo. Luego han sacado la m?sica. Yo estaba parada, no respiraba y esperaba el veredicto, pero me han despedido sin ni siquiera mirarme a la cara. ?Dios, ni siquiera una ojeada! Pensaba que no me hab?an cogido. Punto. Fin de la historia. Durante dos semanas he mandado a que les diesen por el culo a los sepultureros, luego, de repente, cuando hab?a dejado de pensar… ?tach?n! ?Ha llegado ella! Corri? ?gil y elegante en el hilo del tel?fono, yo, desde la otra parte, levant? el auricular. Ella, la llamada, hab?a llegado al fin. Daisy contuvo la respiraci?n, antes de que las palabras comenzasen a desplazarse fluidas y ligeras. –Chicas, agarraos. Participar? en la pr?xima edici?n de Next Generation. Un murmullo de sorpresa recorri? los pupitres. Le sigui? un mont?n de felicitaciones, algunas sinceras, muchas forzadas, otras que sonaban como una sentencia de muerte. Algunas muchachas, sobre todo las m?s listas del curso, no aguantaban que una como Daisy Magnoli, con un nivel escolar bueno pero no realmente alucinante, pudiese hacerles sombra con aquella noticia imprevista que hizo demasiado da?o a su ego. Daisy pens? que era normal. Los celos eran parte del juego. Y adem?s estaba habituada a ser considerada fastidiosa. Daisy Magnoli estaba en el tercer a?o de instituto. A pesar de la adolescencia marcada por la muerte de su padre, parec?a la publicidad de la vida. Los cabellos largos y brillantes, la sonrisa esplendorosa, los ojos azules abiertos de par en par al mundo, la expresi?n del rostro fr?volamente maliciosa o inocente dependiendo del capricho del momento. Y luego la belleza de un cuerpo hecho para ser deseado… todos los ingredientes que creaban un encanto particular del que nadie era capaz de sustraerse. Todos motivos perfectos para ser odiada. Observ? que Milena Nassi y Susy Del Nero eran las m?s envidiosas. Las dos de dieciocho a?os, conocidas como la rubia y la morena de quinto D, ten?an los labios vueltos hacia arriba forzados en una sonrisa artificial, los ojos fr?os centelleantes de malicia que parec?an decir: Disfruta ahora, querida. Disfruta mientras puedas… Daisy sab?a que participar en el programa estrella del Canal 104 estaba fuera del alcance de todas las muchachas del instituto y se pregunt? en qu? maldad estar?an pensando. En ese momento oy? una frase en boca de Lorena. –Me pregunto, ?est?is bromeando? –gru?? la chica a Milena y Susy. – ?No lo est?is pensando realmente? Ninguna de ellas respondi? pero miraron a Lorena con una elevaci?n de cejas condescendiente, como diciendo que ella hac?a bien en sacar las garras para defender a la amiga pero eran ellas las que ten?an raz?n. –No. Lo digo en serio. ?Qu? tiene que ver…? Daisy no oy? la frase de Lorena debido al ruido de una mochila tirada sobre el pupitre. Pero no se le escap? el movimiento de labios de la compa?era. Los labios h?medos de Lorena se hab?an movido nerviosos arriba y abajo acabando una frase que le arruin? el resto de la jornada. –… ?qu? tiene que ver su padre? El ego de las dos muchachas para no sentirse dolido hab?a llegado a un compromiso: la convicci?n de que Daisy, la hermosa Daisy, la flor perfumada Daisy hab?a sido escogida porque en la televisi?n adoran las historias fuertes. Y Daisy ten?a un padre que se hab?a suicidado. Pronto, sobre el escenario de Next Generation bailar?an las sombras de su pasado. Archivo clasificado n? 1 La redacci?n ha recibido la documentaci?n grabada Entrevistando al testigo (omitido) GRABACI?N COMPLETA – ?Comenzamos la charla? ?Qu? piensas? –Vale. Estaba con una abstinencia del carajo, ?vale? Necesitaba chutarme. Por eso hab?a ido abajo, a la costa. Son s?lo cinco minutos en coche. –Alberto, por Dios, que est?s en arresto domiciliario. ?Quieres volver a la c?rcel? Sabes cu?nto han gastado todos contigo. –Lo s?, lo s?. La comunidad, la recuperaci?n y todo lo dem?s. Es gracias a ellos que no he muerto de sobredosis. De todos modos, el cerebro lo tengo frito. Tengo tambi?n los dientes rotos, las cicatrices en los brazos, las se?ales de las pu?aladas de los traficantes en la espalda, el culo roto. Soy una ruina, es verdad. Un alma perdida. Pero no soy un mentiroso. –Entonces, ?es verdad? –Yo nunca he cre?do en Mazinger Zeta o El Hombre Delgado o cualquier otro puto y jodido superh?roe. Pero aquello de all? no era normal. –Cu?ntamelo otra vez. –Pero ?por qu? grabas esta historia? ?Luego se la das a los carabinieri? –Alberto, te hemos sacado de la c?rcel no s? cu?ntas veces. ?Y todav?a no te f?as de m?? Venga, cuenta. –Oh, vale, mierda. ?Otra vez? –Otra vez, s?. –Ok, ok. Vale: eran m?s o menos las tres de la madrugada. En el distrito del Duomo todo est? muerto a esa hora. Estaba sentado en las escaleras de la iglesia, el torniquete apretando el brazo y la jeringuilla buscando una vena decente. Antes, en casa, hab?a vomitado y tenido algunas convulsiones. Bueno, deb?a pincharme. Apenas media hora y ya ten?a el material. No sab?a d?nde carajo inyect?rmela. Los brazos estaban hinchados y l?vidos, llenos de agujeros, todo hematomas rojos, azules y verdes. Faltaba la media luna para ser la bandera de Azerbaiy?n. Las piernas estaban a?n peor que el resto. Finalmente me he quitado un zapato para pincharme en la planta del pie. Con la hero?na circulando estaba como Dios. Luego veo esa furgoneta blanca. Bajaba tranquila. Sabes, de esas con el caj?n detr?s que usan los alba?iles. –Lo s?. Conoc?a a Giovanni. – ?Y qui?n no conoc?a a Giov?[1 - Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.]? Un d?a me ha dado un mont?n de golpes. Quer?a robarle un saco de cemento del almac?n, vamos, para venderlo y sacarme unos euros. Sus manos parec?an dos palas. Dijo que me apreciaba y que no quer?a enga?arme, sino que quer?a hacerme comprender el valor de las cosas que se ganan con sacrificio. A su modo era un educador. –No divagues. Dime lo que pas? despu?s. –Bien, Giovanni coge la calle hacia Porta Duomo, pasa el sem?foro que indica los trabajos en curso. La calle es estrecha, un poco porqu? est? encerrada entre los edificios, un poco porque hay un mont?n de adoquines amontonados sobre el borde de la carretera. Estaban rehaciendo la acera. Luego llega ese taxi en sentido contrario. Iba como loco y… ?pum! Un choque frontal terror?fico. El taxi vuelca de un lado y comienza a arder. El taxista sale, no s? c?mo. Tiene la camisa cubierta de sangre. Da unos pasos, se cae de rodillas y luego da con la cara en el suelo. No entend?a si se hab?a muerto o s?lo desmayado. Mientras, el pobre Giovanni estaba dentro de la furgoneta con la cabeza saliendo entre los cristales del parabrisas. La sangre ca?a sobre el cap? y… amigo, ?est?s bien? est?s blanco como el papel. –No, todo est? bien. Giovanni no merec?a morir de esa manera. Contin?a. –S?, pobre Giov?. Pero ?es cierto que luego me dar?s treinta euros? –No son para ti sino para tu madre. Debe hacer la compra esa santa mujer. –Ok. Tranquilo que no me comprar? droga. Entonces: un momento m?s tarde el taxi fue envuelto por las llamas. Una escena horrible. Ella estaba dentro. En una trampa como un rat?n. Luego lleg? ese t?o. – ?Puedes describ?rmelo? –No s? qu? cara ten?a. El humo ven?a hacia m?. Estaba muy colocado y no pod?a levantarme. Pensaba que iba a morir intoxicado. Tos?a y vomitaba, un poco debido al humo y un poco por la hero?na que estaba cortada con alguna mierda. De todas formas, ten?a los ojos bien abiertos, la cabeza envenenada con la droga me hac?a creer que era un h?roe valiente que deb?a mirar a la cara a la propia muerte. S?lo que vi otra cosa. Observ? a aquel t?o en medio del humo que se acercaba al coche. El autom?vil era un bal?n de fuego. El traje del t?o se incendi? y ?l comenz? a arder. Juro por Dios que ard?a pero era como si no se diese cuenta. El cabello crepitaba, la piel de la nariz chisporreteaba sobre la tierra como si fuera aceite frito. A pesar de todo esto el hombre abri? la ventanilla, abri? la portezuela desde el interior y la sac?. La ten?a entre los brazos que, por lo dem?s, ya no eran brazos sino dos tizones negros. La alej? de la hoguera y la tendi? en el suelo. Yo me puse a re?r. Me ocurre siempre cuando estoy con la sobredosis. Si debo morir quiero hacerlo con un cierto optimismo. Lo ?ltimo que recuerdo es a ella: quemada, los vestidos todos quemados, el rostro desfigurado, un muslo medio descarnado que dejaba ver un trozo de f?mur. Los m?sculos, los nervios, los tendones, todos fuera… el resto de la piel alrededor de la pierna era una mancha de grasa disuelta que se derramaba por la carretera como la meada de un perro. – ?Sabes qui?n era la muchacha? –No. Nunca lo supe. Estaba irreconocible y… pero, t? est?s mal. –No, no… tranquilo. –Est?s realmente mal. ?Cristo! No llores, venga. –No es nada. Continuemos. H?blame del hombre. ?Qu? recuerdas? –Recuerdo que se alej?. Un tiz?n quemado que caminaba con paso tranquilo en direcci?n al arco de Porta Duomo mientras todo a su alrededor se animaba. Recuerdo las caras de los del barrio que bajaban a la carretera con cubos y extintores. Luego las sirenas, las luces intermitentes de la ambulancia, algunos maderos. El t?o que se estaba quemando se hab?a ido de la misma manera en que hab?a aparecido, en silencio. Y luego la oscuridad. Me hab?a quedado en coma por sobredosis. Y… ?est?s mejor ahora? –Ya ha pasado. Gracias. –Vale. –Volvamos a lo nuestro. Alberto, ?est?s convencido de haber visto a aquel hombre? Porque nadie sabe nada de ?l. Ha desaparecido sin dejar huella. –Lo s?. Nadie lo ha visto y nadie me cree. ?Por qu? deber?an? Sabes c?mo me consideran. Yo para ellos soy escoria. Y la escoria es irrelevante, mentirosa, astuta y traicionera. ?Qui?n va a creer a Alberto El Gualdrapa? Sin embargo, t? me crees. – ?Qu? te lo hace pensar? –Porque no estar?as aqu? haci?ndome todas estas preguntas. ?Hemos acabado? –S?, hemos acabado. – ?Puedes darme otros diez euros? Te juro por Dios que son para cigarrillos. –Ya has robado treinta del cepillo de las limosnas en la iglesia, Alberto. Date por satisfecho. –Te prefiero cuando lloras. Cabr?n. Fin de la grabaci?n. 2 Los rituales dom?sticos de Sandra comenzaban por la ma?ana temprano. Eran aburridos y siempre los mismos pero ella no los consideraba humillantes. El esquema fijo comprend?a: lavar y vestir a Adriano, preparar el desayuno, dar de comer a Chicco, el husky siberiano con el hocico de color ceniza y un car?cter p?rfido, limpiar el lecho, vaciar o llenar la lavadora, vestirse, maquillarse, ir al trabajo. Naturalmente, hab?a muchas variantes y alg?n imprevisto para animar las costumbres dom?sticas. Ese d?a fue su hija la que rompi? el esquema. Daisy y su hermano estaban sentados delante de dos humeantes tazas de caf? con leche cuando Sandra cogi? la tablet para leer Cronache Cittadine, el peri?dico digital de Castelmuso. Hab?a tenido lugar un accidente. Una anciana hab?a recorrido en sentido contrario un trozo de la autopista y se hab?a estrellado contra un TIR. Cuando un castelmesino mor?a de aquella manera acababa siempre en la primera p?gina. Pero no ese d?a. El puesto que habr?a correspondido a la mujer muerta hab?a sido ocupado por una foto enorme de Daisy. Un selfie seductor cogido prestado de Facebook, donde la curva suave de sus pechos se entreve?a bajo una camiseta de tirantes anudada maliciosamente por encima del ombligo. Daisy era la noticia del d?a. Sandra, despu?s de un instante de asombro, mostr? la foto a su hija que enrojeci? de verg?enza. –Pero maldita sea… esta, Guido me la paga –dijo con un tono desesperado en la voz. Guido Gobbi era su compa?ero de clase. Hac?a pr?cticas como aspirante a periodista en Cronache Cittadine. Pensaba que la impresionar?a dedic?ndole la noticia de apertura. El art?culo no estaba mal, pero aquella foto… – ?Qu? se le ha pasado por la cabeza a ese tonto? ?Por Dios, no! Las espinillas. No me hab?a dado cuenta de las espinillas. ?Por qu? no las ha quitado con el Photoshop? – ?Pero qu? va! Si est?s muy bien –le asegur? Sandra, desaprobando, de todas formas, la costumbre de su hija de retratarse en poses sexys, realmente poco apropiadas para su corta edad. No le ri?? s?lo para no da?ar la reciente autoestima fresca y en desarrollo, y por lo tanto fr?gil, de la adolescente Daisy. La muchacha arrebat? la tablet de las manos de su madre y ley?: Daisy Magnoli ha comenzado a cantar y a bailar a los seis a?os. Ha participado en numerosos concursos, venci?ndolos, entre ellos Il nuevo Cantagiro, y la tercera edici?n de Una voz para ti. Ha grabado un v?deo (direcci?n y m?sica de Adriano Magnoli) titulado I’m Rose. La pieza ha conseguido m?s de cuatrocientas mil visualizaciones. De ah? a ser elegida para participar en un concurso de talentos apenas un paso. Muy pronto veremos a nuestra conciudadana en el Canale 104, ?perdonad si no es mucho! No nos queda otra cosa que desearle la mejor de las suertes a Daisy Magnoli. –Un art?culo profundo, no hay m?s que decir –dijo Daisy poniendo la cara larga. –No est? tan mal –le asegur? Sandra –Guido ha sido amable, sobre todo cuando… Sandra hizo una pausa, como si debiese decir algo para que supiese que le importaba…–sobre todo cuando han nombrado a tu hermano. –Bueno, Adry, ?no est?s contento? –pregunt? la madre mostrando el art?culo al hijo. –No ocurre todos los d?as que aparezcas en los peri?dicos. Adriano no respondi?. Miraba la taza que estrechaba entre las manos, un reguero de leche que descend?a al lado de sus labios temblorosos, la mirada que a ratos parec?a apagada y a ratos buscaba la de la madre. Pero en ese momento los ojos s?lo estaban llenos de verg?enza. Sandra suspir? paciente. Alarg? la mano sobre la mesa apoy?ndola sobre la bragueta de los pantalones del hijo. Estaba empapado de orina. Deb?a cambiarlo otra vez. Tambi?n esto formaba parte de sus rituales cotidianos. Daisy se hab?a dado cuenta de la incomodidad de su hermano pero, como siempre, hizo como si no pasase nada. –Me voy al colegio. Hasta luego, hermano. Por favor, p?rtate bien. –exclam? estamp?ndole un beso en la mejilla. Desde el momento en que comenz? a tener un hermano enfermo, embutido de f?rmacos y atontado por un destino hecho s?lo de mala suerte, la mejor cura hab?a sido alimentarlo con grandes dosis de amor. Daisy lo hab?a comprendido perfectamente y hac?a todo lo posible por ponerla en pr?ctica. La muchacha puso la mochila en bandolera y sali? de casa. El bus estaba parado en la carretera, justo delante del camino de su edificio, un chalet de dos pisos con las vigas a la vista, las cristaleras anchas y luminosas y un jard?n florido, peque?o reino indiscutido de abejas y mariposas de colores en busca de dulces e intensos perfumes. El chalet, junto a una cuenta sustanciosa a nombre de los hijos, fueron las ?nicas cosas soportables dejadas por Paolo Magnoli antes de suicidarse. Daisy subi? al autob?s, la puerta se cerr? por medio de un ?mbolo a sus espaldas. Durante el trayecto repas? mentalmente la lecci?n de historia. Torcuato Tasso naci? en Sorrento el 11 de marzo de 1054. Hijo de Porzia dei Rossi y de Bernardo, un cortesano y literato. Cuando qued? hu?rfano de la madre sigui? al padre a Urbino, Venecia, Padova… y luego, luego… uff… ?pero qui?n puede recordar el resto? El bus remont? la v?a estrecha y tortuosa y se introdujo en la carretera de circunvalaci?n. A las ocho de la ma?ana los habitantes de Castelmuso siempre estaban a la cola ocupando las dos rotondas de aquel tramo de la carretera provincial donde un guardia urbano, obeso y aburrido, daba salida al tr?fico con una rid?cula autoridad. El instituto Leopardi se encontraba al final de la ?ltima rotonda, un edificio de tres pisos de ladrillos rojos con un techo plano que hac?a las veces de terraza. Hab?a sido construido en los a?os ochenta, cuando el pueblo tend?a a expandir la periferia hacia la vertiente este, no demasiado alejado de la zona industrial. Daisy baj? del autob?s, atraves? el port?n y luego el patio para llegar hasta el aula de literatura. Algunos estudiantes la saludaron con chistes ingeniosos; alguno silbaba con los dedos en la boca, otros bat?an las manos para tomarle el pelo, se?al de que el art?culo no hab?a pasado inadvertido. Lorena la esperaba en lo alto de las escaleras, un brazo sosteniendo el pesado diccionario de italiano, el otro agit?ndolo en el aire para decirle que se diese prisa. Daisy aceler? el paso para llegar hasta Lorena cuando vio a Guido. El autor del art?culo era un chaval que, si bien no del todo introvertido, era, de todas formas, un adolescente melanc?lico y silencioso, con los rizos negros enmara?ados, la sudadera descolorida, los anteojos redondos, peque?os y escurridizos que pon?a en su lugar con un dedo para que no le cayesen de la nariz. –Ho… hola Daisy –dijo inseguro, las palabras se frenaban por un mal presagio que le estaba diciendo que se estuviese callado. Tir? por la calle de en medio que le hizo balbucear en vez de callar. – ?Te ha gustado el art?culo? –dijo metiendo las manos en el fondo de los bolsillos de los pantalones apuntando sus ojos hacia el rostro fresco y limpio de ella. Daisy no respondi? y sigui? adelante reserv?ndole esas atenciones que se les da, m?s que a una persona poco grata, a un objeto de mobiliario particularmente insignificante. – ?Vaya! ?Qu? mosca le ha picado? –La foto, ?capullo! –Le reproch? Lorena –Has puesto un selfie de Facebook. En las redes sociales pod?an verla s?lo los amigos. En Croniche Cittadine la han visto todos. –Pero, la foto es, c?mo lo dir?a, intensa. S?. Intensa es el t?rmino justo. Tambi?n Lorena estaba de acuerdo y probablemente Daisy pensaba de la misma manera. Lorena, sin embargo, conoc?a la extra?a psicolog?a de la amiga. No estaba enfadada con Guido por la foto sino por algo m?s profundo y complicado. Daisy Magnoli se hab?a enamorado de ?l. Una atracci?n que no consegu?a controlar y ni siquiera perdonarse. Guido, de hecho, no ten?a ninguna de las cualidades que hubiera deseado en un muchacho. No lo encontraba ni atrayente ni tampoco demasiado simp?tico. Era poco sociable, cerrado y aburrido. Los otros muchachos, por el contrario, eran exc?ntricos, un poco salvajes y temerarios. Mientras que Guido era triste y gris como un cielo sin rel?mpagos. Daisy no habr?a podido relacionarse con uno de ese tipo. A pesar de todo el muchacho de cabellos rizados estaba siempre en el centro de sus pensamientos. Por esto lo trataba mal. Quer?a obligarlo a que la odiase, quiz?s de esta manera se lo sacar?a de la cabeza. Los estudiantes entraron en la clase. Lorena apoy? el diccionario sobre el pupitre y se sent? al lado de Daisy. –El hecho es que no soporto tenerlo siempre en la cabeza –murmur? a su amiga. – ?Pero, lo has visto? Hoy va m?s encorvado. Pero ?cu?nto tiempo pasa delante del ordenador? –dijo buscando un pretexto que lo volviese insoportable. Guido entr? el ?ltimo en la clase. Compart?a el pupitre con Filippa Villa, una chavala enorme y arrogante, un dedo medio tatuado en la parte baja de la espalda que surg?a de una camiseta demasiado corta. La lecci?n hab?a comenzado pero el profesor todav?a no hab?a llegado. El profesor de italiano era el representante sindical del colegio. Alguien lo hab?a visto discutir en la secretar?a, donde hab?a gritado algo con respecto a algunas cuentas de gastos para las actividades extraescolares de los profesores. Cada asunto sindical que se deb?a resolver requer?a mucho tiempo y Manuel Pianesi, el estudiante que ocupaba el primer pupitre, lo aprovech? para encender el ordenador del escritorio. Manuel descarg? de Youtube el v?deo de I’m rose que enseguida apareci? proyectado en la pizarra interactiva. – ?Manu, quita esa historia! –se lament? Daisy. – ?Hab?is visto? Casi medio mill?n de visualizaciones –observ? Manuel, los mechones de rastas que bajaban por sus hombros derechos y robustos. Manuel era un tipo bullicioso y divertido, de esos que sent?an la incontenible necesitar de hacerse ver. – ?Alguno ha le?do, por casualidad, los ?ltimos comentarios? –dijo riendo el chaval intentando llamar la atenci?n sobre ?l. – ?Qu? quieres decir? –se alarm? Daisy que, temiendo una broma, se levant? del pupitre, lleg? hasta la mesa del profesor y arranc? el rat?n de las manos de Manuel. ?l se encogi? de hombros, ella pinch? sobre la barra de los comentarios. Daisy Magnoli parece una diva, pero puedo garantizaros que es tan t?mida que si se lo pides te la ense?a s?lo en Instagram. Firmado Manuel Pianesi, adorado compa?ero del instituto. –Est?pido. Esta me la pagas –se enfad? Daisy. –Venga, es s?lo una cr?tica constructiva. Y adem?s no has visto lo que ha escrito Leo –dijo Manuel apuntando el pulgar a la espalda para se?alar a Leonardo Fratesi, un chaval de tipo atl?tico, no muy alto, de cabellos rojos derechos como cerdas. Leo se levant? de su puesto y se mof? de Daisy con una reverencia. Daisy Magnoli siempre va de guay. Quiero decir que esperaremos a que sea vieja y fea para que sea ella la que se nos tire encima. Firmado Leo Fratesi, otro adorado compa?ero de instituto. Daisy ley? una pl?tora de comentarios divertidos todos firmados por sus adorados compa?eros de instituto. Daisy Magnoli tiene las tetas tan peque?as que, en lugar del sujetador, lleva tapones de cerveza. Daisy Magnoli, cansada de atascar la moto segadora ha decidido dejar de depilarse. Daisy Magnoli ha prometido llegar virgen al matrimonio. Por esto se ha casado a los doce a?os. Daisy, mientras le?a, se ruborizaba cada vez m?s, las cejas curvadas amenazaban tormenta. Guido observ? el v?deo sombr?o y silencioso. La pel?cula era una peque?a obra de arte creada por el hermano. Adriano Magnoli ten?a un talento creativo fuera de serie. Una vena que la enfermedad parec?a, de todas maneras, haber acentuado. I’m Rose fue escrita en un sola noche. Por la ma?ana, el chaval ya hab?a sintetizado todo y por la tarde estaba ya en el s?tano con su hermana para filmarla mientras interpretaba la canci?n. Daisy bail? en una sala llena de estanter?as de aluminio y cajas de embalaje cerradas con cinta adhesiva. Adriano hizo desaparecer todo gracias a los efectos digitales. En el v?deo Daisy aparec?a envuelta por espirales de niebla que parec?a que danzaban con ella. Si para Daisy el ?xito en la web fue la clave para participar en Next Generation, para su hermano I’m Rose se convirti? en el objeto de su man?a. Adriano permanec?a durante horas y horas sentado delante del ordenador observando la pel?cula de su hermana. Ahora, el Internet democr?tico, libre y fisg?n la hab?a echado como pasto a los leones. Era criticada, alabada e insultada por gente desconocida. Nunca lo habr?a confesado pero lo encontraba excitante, como si alguien la estuviese mirando desnuda desde el agujero de la cerradura. –Y me pregunto ?qu? he hecho para merecerme una panda de capullos como compa?eros de colegio? –dijo riendo. – ?Oh, muchachos, ya llega! –dijo Lorena alarmada observando al profesor caminar jadeante por el pasillo. Daisy estaba a punto de apagar el ordenador cuando en el v?deo apareci? un nuevo comentario. Una frase breve y malvada dirigida a su hermano. Adriano, deja de buscarme. O tendr?s un feo final. Archivo clasificado n? 2 La redacci?n ha recibido la documentaci?n grabada Entrevistando al testigo (omitido) GRABACI?N COMPLETA – ?Esa grabadora est? encendida? ?Es necesaria? –No se preocupe por la grabadora. Haga como si no estuviese. –Bueno, como ya he dicho, despu?s de la muerte de mi Lucas no consegu?a estar en paz. Lo a?oraba. Lo a?oro tanto. He pasado d?as enteros en su tumba. Me sentaba en una butaca de picnic, de esas plegables. Me sentaba all? y hablaba con ?l. Hablaba de todo. Del colegio, sobre todo. Le sermoneaba por las notas. Pod?a dar mucho m?s, pero no quer?a estudiar. Cu?n importante era el colegio para m? pero no para ?l. Y luego hablaba de deportes, del campeonato que ya no pod?a ver. Le hablaba de su Mil?n y de las muchachas que no le interesaban nada, y de lo que hac?a Pedra, nuestra perra labrador que es como de la familia. Cuando acababa de charlar con ?l cerraba el taburete y volv?a a casa. Miraba sus fotos, ve?a sus pel?culas de cuando era peque?o. Pero no me bastaba. Entonces yo… yo… (La testigo comienza a llorar) –Luca era su hijo. (La testigo asiente sin responder. Tiene una crisis. Quiero suspender la charla un minuto. La testigo dice que continuemos.) –Perdona. Ya estoy mejor. –S? que es doloroso. Le entiendo. Y d?game, ?fue entonces cuando decidi? consultar a la m?dium? –S?. Normalmente no creo en estas cosas pero le a?oraba tanto. Ten?a veinte a?os, ?comprende? S?lo veinte a?os. Deb?a escuchar su voz, o mejor dicho, ilusionarme de escucharle, verle, tocarle. S? que comport?ndome de esta manera ofender?a a la Santa Madre Iglesia. S? que he pecado. (Bebe un vaso de agua) –No se preocupe por esto. Vayamos al grano. –Bueno… voy al edificio de enfrente. En el cuarto piso, la segunda de las tres puertas, esas que est?n en el pasillo. Entro en el piso. Me lleva a una habitaci?n que parec?a una peque?a capilla. El ambiente ol?a a incienso. Sobre un altar hab?a tres candelabros encendidos y un ostensorio. Y la estatua del santo. Una estatua grande y pesada de esas que s?lo se ven en las iglesias. Me dej? muy impresionada. Pens?: ?d?nde puede haberla conseguido? – ?Habla de la estatua del santo patr?n? –S?. Igualita que aquella que en invierno llevan en procesi?n. –La procesi?n del veinticuatro de noviembre. La conozco. Contin?e. –La m?dium, madame Geneve, as? se hac?a llamar, cerr? las pesadas cortinas de terciopelo. La estancia se sumergi? en la oscuridad. Ella estaba en la otra parte de la mesa. Comenz? a invocar el nombre de mi hijo. Yo, en ese momento, me sent? est?pida y mezquina. ?C?mo pod?a poner mi dolor en las manos de aquella mujer? Sab?a que hab?a estado en la c?rcel por estafa pero viv?a en mi barrio, estaba muy cerca de mi casa, y la muerte de un hijo no te convierte en l?cida. S?, estaba confusa… (Pausa. Comienza a sollozar) –Por favor, no debe justificarse. No estoy aqu? para juzgarla. –S… s?, es verdad. Me quer?a ir cuando, de repente, escuch? unos golpes en la ventana. ?Sabe ese ruido que hacen los cristales cuando son golpeados por trozos gruesos de granizo? –S?. S?lo que no era granizo, ?verdad? D?game: ?No ha pensado que era un truco? –No s? lo qu? he pensado. Sucedi? de repente. Y luego, nada. No era un truco. Lo s? porque cuando madame Geneve descorri? las cortinas lanz? un grito. Estaba atemorizada. Digo que, si hubiese sido un truco, ?qu? sentido habr?a tenido chillar de miedo? (Asiento) –El golpeteo se intensific?, se sent?a el ruido tambi?n sobre el tejado. La m?dium estaba en la ventana para comprobar qu? estaba pasando. Afuera se hab?a levantado la niebla. Pero igualmente ve?amos el mismo carb?n golpear el edificio. – ?Carb?n? ?Carb?n que ca?a del cielo? –Justo. Trozos de carb?n incandescentes. Bat?a sobre las tejas, sobre el muro. Tan grandes y duros como para abollar los canalones. – ?Usted c?mo ha reaccionado? ?Ha tenido miedo? –Mire, por raro que parezca, yo estaba calmada. Con una calma ins?lita. Es m?s, me sent?a casi feliz. Me hab?a ilusionado con que era una se?al que me mandaba mi hijo. Estaba convencida. Sin embargo, la m?dium estaba aterrorizada. Me encontr? tranquiliz?ndola porque Luca estaba all?. Estaba all? conmigo. Y esto gracias a ella. Pero ella dec?a que no ten?a nada que ver con cuanto estaba sucediendo. Ella s?lo deb?a leerme las cartas o algo parecido, dijo. Como todos los canallas mezclaba lo sagrado con lo profano. A continuaci?n la ventana se abri? de golpe. Los trozos de carb?n cayeron en la habitaci?n y golpearon a la m?dium. La pobre se cay? al suelo y perdi? una zapatilla. No s? porque me ha quedado impresa la zapatilla. Pero, en ese momento, todo era muy confuso. El resto, excepto la zapatilla que se qued? sobre la alfombra, lo recuerdo vagamente. Recuerdo la mesa golpeada por el carb?n ardiente, la alfombra que comenz? a quemarse. Casi parec?a como que aquella lluvia nos golpease para obligarnos a escapar de aquel lugar. Una especie de advertencia que proven?a del cielo. Intent? huir pero la puerta estaba cerrada y no se abr?a. Me golpe? alg?n tiz?n. Me hab?a quemado llen?ndome de moretones. Los golpes me hac?an da?o. Bueno, yo no s? si lo que vi era real, s?lo s? que ya no estaba tranquila ni feliz. En ese momento sent? una presencia oscura y maligna. Estaba aterrada. Me puse a gritar. Comprend? que no, no pod?a ser mi hijo. Lo ?ltimo que recuerdo fue la estatua del santo patr?n. Era de m?rmol, muy pesada, por lo menos eso me parec?a. Antes de desmayarme vi que la estatua ca?a. Madame Geneve estaba de rodillas, mientras era golpeada en la espalda por gruesos trozos de carb?n, pero empe?ada en buscar la zapatilla. Comprend? que intentaba alejarse de aquella realidad maligna redirigi?ndola sobre pensamientos sencillos, banales. ?Qu? sentido tendr?a, sino, obsesionarse con una est?pida zapatilla de lana? Fue justo en ese momento que la estatua le cay? encima golpe?ndola en la nuca. Los ojos de la pobrecita giraron para mirar fijamente al techo, el blanco de la escler?tica que brillaba a la luz del fuego. Una mancha de sangre le sal?a de la cabeza, desperdig?ndose por la alfombra. Luego la oscuridad. Me encontraron despu?s de una hora en la parada del autob?s. No s? c?mo llegu? all?. Esperaba haberme imaginado todo. Pens? que el estr?s por la p?rdida de mi hijo, las medicinas que tomaba para soportar un dolor que no se puede explicar, fuesen la causa de las alucinaciones. Me agarr? in?tilmente a esta esperanza. Por la noche llegaron al barrio los carabinieri. A madame Geneve la encontraron muerta. Todos pensaron en un homicidio. Pero yo s? c?mo sucedieron las cosas. Ha sido algo malvado lo que la mat?. La misma cosa que mat? a mi hijo. (La testigo comienza de nuevo a llorar) – ?Por qu? no fue enseguida a los carabinieri? – ?Porque ten?a miedo! No pod?a contar lo que hab?a visto. Me habr?an tomado por loca. Sobre todo, no quer?a ser acusada de homicidio. –Usted sabe que cuando la m?dium fue encontrada en el suelo con el cr?neo destrozado, en la pared se pod?a ver una frase trazada con un pedazo de carb?n: Decus et Damnationis Belleza y Condenaci?n. Seg?n usted ?qu? quiere decir? –Yo… yo no lo s?. Juro que no lo s?. (Llora) –Gracias por su testimonio. No tengo m?s preguntas que hacerle. –S?lo una ?ltima cosa: el carb?n… la casa estaba llena de carb?n. ?Alguien lo ha visto? –No. No han encontrado nada Fin de la grabaci?n 3 El profesor Marzioli era un tipo r?gido y anticuado, con las gafas en equilibrio sobre la punta de la nariz aquilina, la chaqueta lisa y con una pajarita que le daba una apariencia de intelectual. Torcuato Tasso tuvo una educaci?n cat?lica. En la Rimas amorosas se puede reconocer la influencia de la poes?a de Petrarca… Como de costumbre Marzioli explicaba la lecci?n con el entusiasmo de un sepulturero que tomaba las medidas a un difunto. Guido observ? que Daisy no cog?a apuntes. Tamborileaba nerviosamente con el bol?grafo sobre el pupitre, el aire de quien persegu?a pensamientos lejanos. En cuanto acab? la lecci?n sobre Tasso se levant? un suspiro colectivo de alivio. El profesor hab?a conseguido a convertir en sorprendentemente aburrida la inquieta vida del literato. Lorena se despidi? de Daisy y se larg? con rapidez. El padre la esperaba a la entrada en uniforme de trabajo, sentado en la furgoneta cargada de tubos para los calentadores de agua. Deb?a llevarla a ver el partido de los Leopardiani, el equipo del instituto. A Lorena no le gustaba el f?tbol pero estaba enamorada locamente de Christian Skendery, un alumno de tercero de anchos hombros y con una mirada de fuego. Daisy se despidi? de su amiga y atraves? la calle afligida. Guido apresur? el paso para alcanzarla. –Daisy, ?podemos hablar? –pregunt? nerviosamente, esperando que no lo mandase al diablo. Ella se par?. Mir? al muchacho elevando las cejas, abandonando sus propios pensamientos para concentrarse en su rostro arrepentido. –Siento lo de la foto –exclam? ?l con un desganado levantamiento de espaldas, como queriendo decir que ahora el da?o ya estaba hecho y no se pod?a remediar. –No es tan importante –dijo Daisy poniendo fin a la cosa al notar c?mo el muchacho estaba tan nervioso. Ella, con el aire hosco de quien no lo hab?a perdonado del todo, se fue hacia el camino dando por descontado que ?l la seguir?a. Guido se arm? de valor, apresur? el paso y la alcanz?. Caminaron uno al lado del otro atravesando las hileras de pl?tanos que conduc?an a la salida. El oto?o extend?a las primeras hojas sobre el adoquinado. Dos muchachos se pasaban un canuto sentados debajo de un pl?tano con una corteza impresionante, la luz del sol meti?ndose entre las ramas y saliendo fragmentada en muchos peque?os rayos brillantes. –Aparte de los porros, es una escena muy rom?ntica –pens? Daisy. Guido intent? trabar conversaci?n. Ella respond?a estando un poco a lo suyo, con monos?labos, porque estaba de nuevo pensando en el comentario escrito en Youtube. Adriano, deja de buscarme. O tendr?s un feo final. Le pareci? una broma horrible. Todos sus amigos sab?an que estaba enfermo. ?Qu? sentido ten?a ensa?arse con una persona discapacitada? –Daisy, ?est? todo bien? Tienes una cara extra?a –se preocup? Guido. –No, no es nada. Es que estaba perdida en mis pensamientos –respondi? ella haciendo sobresalir el labio inferior para soplar hacia el flequillo. Sandra la esperaba sentada en el coche mientras un guardia municipal estaba observando con poca paciencia los cuatro intermitentes encendidos. Guido observ? a Daisy dar la vuelta a la esquina. A pesar de no verla levant? la mano para despedirse, la mirada atra?da por sus curvas que se mov?an seductoras debajo del gab?n gris. Ella caminaba con la seguridad de tener sus ojos encima. –Joder. Guido Gobbi… Joder –pens?, pero no se pod?a enga?ar a s? misma, o negar que sus sentimientos pudiesen cambiar s?lo porque intentaba por todos los medios evitarlo. Se dio cuenta de que hab?a llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Se volvi? hacia Guido con expresi?n descuidada – ?Ah, me olvidaba! –dijo. En realidad no se hab?a olvidado de nada. Ese momento lo hab?a imaginado una infinidad de veces. –Bueno. Debo fingir que no es algo importante. Debe dar la impresi?n de que no es tan importante para m?. Una tonter?a… ?rmate de valor y no tiembles… Daisy se lo dijo de repente. Guido se qued? p?lido por la sorpresa. Crey? que no hab?a entendido bien. –Per… perdona, ?lo puedes repetir? –pregunt? ?l. Ella lo repiti? resoplando. –Pero si no te apetece, no puedo obligarte. –Claro que me apetece. El s?bado es perfecto –dijo ?l, las orejas encendidas de un rojo subido. Guido no consegu?a encauzar la enormidad de esto. Daisy lo hab?a invitado a salir con ella. –Entonces nos vemos el s?bado –respondi? la chavala con un ligero ce?o fruncido, como si estuviese enfadada con el destino, culpable de haberla dirigido hacia el camino que hab?a intentado evitar por todos los medios. La vio subir al Cherokee de la madre. Ella no se gir? ni para despedirse. Guido comenz? a andar por la calle sin saber realmente d?nde estaba yendo. –Saldr? con ella –repiti? para sus adentros. La gris apariencia de su vida la hab?a llevado el viento de repente y ahora todo lo que le rodeaba resplandec?a de colores. Un arco iris de emociones que pod?a aferrar sin sentir que se le escurr?a entre los dedos. Se sent?a feliz y tan en sinton?a con el mundo que habr?a querido abrazar a todos los que se le cruzaban camino de casa: una madre que empujaba un cochecito de beb?, un ni?o encantado por un vendedor de globos, un anciano sentado en un banco, un se?or con chaqueta y corbata que buscaba un taxi, un mendigo tirado en la acera reposando entre las dobleces de un cart?n… S?, habr?a querido abrazar a todo el mundo. Daisy y ?l se ver?an el fin de semana. Comenz? a contar las horas que lo separaban de ella, las agujas del reloj de repente eran insoportablemente enormes, pesadas y lentas. La baja presi?n sobrecargaba el cielo con nubes grises y amenazadoras. El comprimido de Leponex estaba en el caj?n de las medicinas, puesto all? para recordar a la madre de Daisy hasta que punto su vida todav?a era tr?gica y complicada. Adriano, el rostro demacrado y cansado, los cabellos negros pegados en la frente, la mirada que vaga sin decidirse d?nde posarse, ya no iba al colegio desde los doce a?os. La enfermedad era cruel, los profesores de apoyo inexistentes, desaparecidos por los recortes lineales del gobierno. Adriano era seguido por un profesor que ven?a constantemente a verlo una vez a la semana. Cuarenta y cinco mil euros gastados en cuatro a?os. Los m?dicos hab?an dicho que el suicidio del padre hab?a despertado una enfermedad ya presente en sus genes. Los primeros s?ntomas se manifestaron a los doce a?os, una edad sorprendentemente precoz para aquel tipo de enfermedad. Sandra comenz? a sospechar que algo no iba bien cuando Adriano, de complexi?n redonda y rosada, comenz? de repente a perder peso. Se lavaba poco, rechazaba estudiar, dorm?a sobre la alfombra y cuando iba al ba?o lo ensuciaba por todas partes. Un d?a comenz? a bajar todas persianas de todas las ventanas de la casa. Dec?a que estaba siendo espiado por alguien. Indicios de un mal oscuro que hab?an empezado a preocupar seriamente a su madre. El psic?logo dedujo que Adriano no hab?a conseguido procesar el trauma del suicidio. La tragedia ocupaba todos sus pensamientos sin dejar espacio a otras cosas. Por lo que respecta al hecho de sentirse espiado, pod?a ser interpretado como la prueba de una man?a persecutoria. Luego comenzaron las alucinaciones: Adriano ve?a a los habitantes de Castelmuso morir uno a uno. Recitaba nombre y apellidos, anotando incluso la fecha de su muerte. Un d?a cogi? un bid?n de gasolina del garaje y lo llev? hasta la entrada del duomo. Fue detenido con firmeza por el capell?n. Adriano insist?a en que hab?a visto un rostro negro m?s all? de la rejilla de hierro del confesionario. Pensaba que era un demonio, por este motivo querr?a haber purificado el duomo con el fuego. Esa misma tarde Sandra lo hab?a acompa?ado al centro de higiene y salud mental Umberto II, donde el chaval fue puesto bajo observaci?n durante diecisiete d?as. Ese fue el primero de cuatro ingresos. Hab?an trascurrido tres a?os desde que le hab?an diagnosticado una grave forma de esquizofrenia paranoide. Desde entonces, Sandra Magnoli hab?a ido todas las semanas al estudio del profesor Roberto Salieri, el psiquiatra que supervisaba a Adriano. Sandra aparc? en las l?neas blancas reservadas de un modesto restaurante, a unos pocos pasos del estudio. Adriano baj? del coche con la lentitud de un anciano. El principio activo de la clozapina evitaba las alucinaciones pero los efectos secundarios le causaban somnolencia, obesidad, espasmos musculares, problemas para hablar y caminar. Los medicamentos eran un mal necesario. Sin ellos un perro se pod?a convertir en un monstruo cubierto de escamas. Con los medicamentos, un perro era un perro. Sandra cogi? del brazo al hijo. Dieron la vuelta a la esquina saludando al camarero del restaurante que se estaba apresurando a amontonar las sillas y a quitar las mesas de la acera porque el cielo amenazaba lluvia. El estudio estaba en el segundo piso de una austera mansi?n, con el portal?n de acceso coronado por un gran arco de medio punto. Las ventanas daban a la avenida que cortaba el centro hist?rico a dos pasos de la antigua torre del acueducto que, incluso hoy en d?a, abastec?a de agua al pueblo. Sandra y Adriano se metieron en el ascensor, una elegante jaula de hierro forjado con las puertas de madera, el interior rojo p?rpura y el espejo estilo liberty. Adriano, que sufr?a de claustrofobia, jade? hasta que el ascensor se abri? en el pasillo del segundo piso. Sobre la puerta de enfrente estaba grabado con letras claras el nombre del psiquiatra Roberto Salieri. Greta, la ayudante del doctor, los hizo sentar en la sala de espera, una habitaci?n con el techo alto y con frescos, amueblada con dos amplios sof?s de terciopelo damascado con los cojines lisos y ra?dos, como si durante a?os hubiesen cedido al peso de los neur?ticos pacientes. A pesar de que hab?an fijado la cita para las diez un paciente se demor? m?s de lo debido y Sandra aprovech? para leer un suplemento de hac?a dos meses. El cielo reflejaba un color sombr?o sobre el pueblo. La lluvia comenz? a resonar en los vidrios. Adriano observ? las gotas posarse una a una en la ventana. Al principio aparecieron con poca frecuencia, luego comenzaron a batir insistentes, convirti?ndose en un ?spero aguacero. El ruido de un trueno sobresalt? a Sandra. La ayudante del profesor entr? en la sala de espera, la mano encima del pecho, con aire un poco asustado a causa del estruendo. –Ven, Adriano. El doctor Salieri te est? esperando. El estudio del m?dico estaba amueblado de manera inusual y refinada. Alguno pensaba que hab?a sido un capricho che subrayaba una cierta megaloman?a de Salieri. En realidad, el psiquiatra quer?a, sencillamente, respetar la dignidad de los pacientes rode?ndolos con objetos de buen gusto. El escritorio era la ?ltima compra de un cierto valor: una mesa de caoba con una magn?fica incrustaci?n de madreperla en el centro. Adriano observ? que el sof? lleno de suaves cojines de seda china hab?a sido movido hacia la pared, el servicio de plata y los vasos de cer?mica quitados del viejo escritorio y apoyados sobre una c?moda alta de siete cajones de ?poca victoriana. La alfombra persa color rub? permanec?a extendida en el centro de la habitaci?n. La oficina, como siempre, estaba invadida por el perfume de las orqu?deas inmersas en las altas y delgadas macetas de cristal. El psiquiatra puso el tel?fono m?vil en la mesa, para utilizarlo como grabadora. El profesor, con la anuencia de la madre de Adriano, grababa siempre las sesiones para luego adjuntar los archivos de audio al expediente cl?nico del muchacho. –Bueno, Adriano, ?c?mo te encuentras? –pregunt? el doctor, la mirada sobre el cuaderno para repasar los apuntes tomados en la ?ltima sesi?n. Adriano no respondi?. Se acerc? a la ventana. Quer?a ver la lluvia que ahora ca?a con menos insistencia. El doctor, la frente surcada por espesas arrugas horizontales, levant? los ojos negros y profundos hacia la ventana. La niebla estaba cubriendo de gris los techos empinados de los edificios. –Ya no llueve. Pero hay niebla… –dijo con la voz llena de saliva. Adriano apart? las pesadas cortinas de terciopelo. La tempestad se estaba moviendo hacia el norte, los truenos m?s alejados y raros. –Es como la niebla de I’m Rose. – ?Cu?ntas veces has visto el v?deo en el ?ltimo mes? Adriano murmur? algo que el doctor no comprendi? totalmente. –?nimo, Adriano, esfu?rzate e intenta ser claro. ?No tienes nada que contar acerca del v?deo? –Hay niebla… en el v?deo… pero yo no la he puesto… –murmur? Adriano. –Te est?s repitiendo, chaval. Adriano respondi? con un gemido angustioso. Como siempre, le resultaba intolerable la idea de someterse a la sesi?n. –Veamos la pel?cula juntos, ?qu? te parece? –propuso Salieri. –Yo… no… yo… – ?Siempre tienes miedo de lo que hay dentro? Adriano se acarici? con nerviosismo sus p?lidas manos. Despu?s de un largo silencio, dijo con esfuerzo: –El lo sabe. Sabe que le he visto. La niebla la ha puesto ?l… –Contin?a –le anim? el psiquiatra concentrado en escribir en el cuaderno. –Lo he comprendido. He comprendido que se est? enraizando… –dijo el muchacho mientras afuera la niebla cubr?a de gris toda la calle. La torre del viejo acueducto desapareci? del horizonte. Adriano mir? fijamente a la niebla como si estuviese observando una amenaza insoportable. –?l har? llover sobre los malvados carbones encendidos. Fuego y azufre y viento ardiente les tocar? en suerte –dijo recitando con angustiosa renuencia un pasaje de la Biblia. Salieri dedujo que Adriano se hab?a habituado al Marxotal, un antipsicotr?pico que tomaba desde hac?a dos meses y el delirio era la primera se?al de que el f?rmaco estaba dejando de hacerle efecto. –As? que ahora lees el Antiguo Testamento. Has citado el salmo once, si no me equivoco. Un salmo de David. Lo conozco. Lo recit? durante mi bar mitzvah. Mientras el doctor reflexionaba sobre suspender el f?rmaco Adriano farfull? con monos?labos: siento s?lo su voz aqu? dentro… aqu? dentro… y debo rezar. El doctor Salieri continu? escribiendo apuntes sin hacer caso del delirio de Adriano. Los esquizofr?nicos a menudo ten?an fijaciones con el misticismo o la religi?n en general. Y el caso de Adriano no pod?a considerarse, ni mucho menos, entre los m?s graves. En el pasado hab?a curado a una monja hist?rica que se traspasaba las palmas de las manos con las agujas que utilizaba para bordar. Por suerte las alucinaciones no induc?an al muchacho a comportarse de manera peligrosa. La ?nica excepci?n hab?a ocurrido cuando comenz? la enfermedad, cuando Adriano quiso prender fuego al confesionario de la catedral. El muchacho comenz? a pasear por el estudio interrumpiendo el paso para no pisar ciertos lirios rojos dibujados en la alfombra. –?l est? echando ra?ces. Las siento entrar en la cabeza. Las puntas se est?n hundiendo dentro –dijo batiendo un dedo sobre la frente. –Y me hacen da?o. Mucho da?o. –Te puedo prescribir algo para el dolor de cabeza y… ?ahora, no, Greta! –dijo molesto Salieri volvi?ndose a la ayudante que hab?a aparecido por la puerta sin llamar. Greta se excus?. Cogi? un expediente y desapareci? en su oficina. La sesi?n sigui? adelante durante unos cuarenta y ocho minutos. Las condiciones de Adriano hab?an empeorado claramente en el ?ltimo mes. Roberto Salieri anot? en el cuaderno la suspensi?n del Marxotal. Era el momento de cambiar de medicaci?n. Si no ocurriese una mejor?a significativa su paciente se arriesgar?a a ser internado de nuevo en una cl?nica psiqui?trica. Adriano, acompa?ado por Greta, sali? de la habitaci?n sin despedirse. Salieri encendi? un cigarrillo. Puls? el bot?n del tel?fono m?vil para escuchar algunas partes de la conversaci?n. El par?sito se ha agarrado al interior de mi cabeza con sus patas de ara?a, doctor. Una ara?a que no tejer? nunca telas al azar. ?l est? tejiendo una de esas telas espesas y ordenadas. Una tela de ara?a que lo atrapar? incluso a usted. El psiquiatra se rasc? la nuca. No recordaba aquella parte. Sobre todo, la voz no parec?a la de Adriano. 4 Una espesa capa de vapor se hab?a posado sobre el vestuario del gimnasio. Las muchachas aseaban los cuerpos desnudos y esbeltos despu?s de la hora del voleibol. Lorena, los pezones hinchados por el agua caliente que le recorr?a el hueco del pecho, hizo una trenza con la espesa cabellera y la estruj? con fuerza. Daisy se sac? la espuma que resbal? a lo largo de las piernas largas y torneadas, descubriendo el pubis depilado maliciosamente. – ?Vaya! El afeitado sobre el bello agujero, no me lo habr?a esperado de ti –dijo Lorena riendo. –Me apuesto lo que sea a que lo has hecho por Guido. –Qu? va. Estoy practicando el baile para el espect?culo. El sudor se aferra en los malditos pantalones el?sticos y me provoca muchas irritaciones –se justific? Daisy. –No est? mal como excusa. La anotar?. –Es la verdad. Guido, por ahora, no tiene nada que ver –respondi? Daisy saliendo de la ducha. –A prop?sito, ?c?mo ha reaccionado cuando le has propuesto salir? ?Se ha muerto de golpe de la impresi?n? Daisy la mir? con un cierto reproche. – ?Te pregunt? yo acerca del tuyo de tercero todo m?sculos? –No. Pero deber?as. As? te podr?a contar cosas sobre su m?sculo m?s grueso… –Lorena, por favor. ?Est? realmente bien dotado en medio de las piernas? –cacare? Daisy mientras se pon?a un suave albornoz de color nata que cerr? a la altura de la cintura con dos giros de cintur?n. –En serio. ?Te has ya acostado con ?l? –Qu? va. Bromeaba. Sabes que nos acabamos de conocer –especific? Lorena envolvi?ndose en una gruesa toalla que anud? por encima del ombligo. La chavala se acerc? a la taquilla con los senos movi?ndose, orgullosos de su juventud. La mirad de las estudiantes estaban todav?a bajo la ducha envueltas en nubes de vapor: los cuerpos de las muchachas eran flexibles, brillantes de agua y jab?n. Las m?s vanidosas perd?an el tiempo para presumir del esplendor de su f?sico. La misma Daisy se quit? el albornoz con un poco de exhibicionismo, arqueando su espalda hacia delante para coger la ropa interior de la bolsa, mostrando su trasero redondo y perfecto. Mientras, las muchachas que se consideraban menos atrayentes, se lavaban con prisas. S?lo Filippa Villa andaba desnuda sin ning?n problema. Filippa era una chavala alta, robusta, bastante torpe, con una panza prominente, una pelambrera salvaje de cabellos negros peinados sin ning?n criterio, los ojos oscuros, m?viles e inquietos. Filippa era una joven activista comprometida con el frente de los derechos civiles, y Daisy simpatizaba con luchas de liberaci?n fuesen del g?nero que fuesen. Las primeras barricadas contra los sistemas establecidos por otros las hab?a erigido en su infancia. Los primeros en ser refutados fueron los dogmas de sus padres. Desde peque?a le hab?a contado muchas f?bulas sobre princesas y la cosa inclu?a, a menudo, la presencia de un pr?ncipe azul. El mismo con el que se casar?a cuando creciese. Era la pesadilla recurrente de la peque?a Daisy y de todas las lesbianas del mundo. Y Filippa era claramente lesbiana. Un d?a, escondida entre las nubes de vapor intent? besar a Daisy bajo la ducha. Daisy, por curiosidad, acept? el beso. No encontr? nada de particularmente escandaloso, l?stima que unos segundos despu?s se encontr? encima la mole de Filippa, que parec?a que hab?a perdido la cabeza por el deseo. Le puso una mano a lo bruto en medio de los muslos para tocarla. Daisy la empuj?. Filippa, jadeante, con los cabellos pegados al rostro, esboz? una excusa y, desde ese momento, dej? de molestarla. Daisy estaba ayudando a Lorena a ponerse el sujetador cuando Filippa dijo algo y enseguida todas las muchachas comenzaron a chillar. Una de las estudiantes, una rubita peque?a y rechoncha, corr?a desnuda con una nube de espuma pegada encima, gritando a todas las compa?eras que se vistiesen. Otras chavalas comenzaron a gritar y todas corrieron fuera de las duchas. Una de ellas resbal? en el suelo mojando cayendo en el pavimento. –B?rbara, ?qu? sucede? –pregunt? Daisy a la chavala, una adolescente t?mida y delgada, en el l?mite de la anorexia. B?rbara respondi? que hab?a escapado porque hab?a sentido miedo debido a los gritos. Daisy se dio cuenta que una buena parte de las compa?eras no sab?an realmente qu? estaba sucediendo, pero todas gritaban, de todas formas, condicionadas por las reacciones de las m?s hist?ricas. Filippa Vila, calmada y l?cida, lanz? la mirada m?s all? de la fila de los percheros. – ?Mirada all? arriba! –exclam? apuntando el dedo con enfado hacia una de las tomas de aire. – ?Lo veis? Hay algo. –Justo para un Pulitzer, Guido. ?Tienes algo gordo entre manos? –Venga, ya. ?Tan predecible son? –respondi? Guido cruz?ndose con Manuel en el pasillo del ala este del instituto. –Lo hemos visto todos. No s?lo t?. Algo delirante. He sacado algunas fotos, si te hacen falta. – ?Y qui?n no las ha hecho? Perdona, pero ahora debo largarme. Guido deb?a escribir el art?culo deprisa. Delante del colegio alguien se hab?a aplastado con una camioneta pickup contra un Austin de color ?xido, haci?ndolo volcar de lado. El conductor del coche se hab?a quedado incrustado entre la chapa. Hab?a sido echado fuera de la carretera de manera deliberada, y por lo poco que se pod?a entender, se trataba de un asunto pasional. Hab?a por medio un marido traicionado lleno de rabia, un entorno de amenazas, insultos y l?grimas de desesperaci?n. Esa el tipo de noticia que en Cronache Cittadine pod?a tener diez mil visitas en un d?a y para Guido quer?a decir una gratificaci?n de treinta euros si consegu?a que no le pisasen la noticia. Corri? hacia el aula de literatura para encender el ordenador del gabinete. Guido hab?a recibido el encargo del director para quedarse m?s all? del horario lectivo. Cronache Cittadine era, de hecho, la voz m?s acreditada para el progreso del instituto. El jefe de estudios hab?a donado tres mil euros al peri?dico, justo para mantener la secci?n cultural. Ning?n patrocinador estaba interesado en la cultura pero dado que el colegio ten?a un nombre ilustre, el de Giacomo Leopardi, se trataba casi de un deber moral. Y la financiaci?n fue una bocanada de aire para el peri?dico online. Guido deb?a avisar a su madre que llegar?a tarde. Meti? la mano en el bolsillo para coger el tel?fono m?vil pero s?lo sinti? el fondo duro de la tela. Intent? buscarlo en su taquilla, aunque estaba seguro de no haberlo dejado all?. Abri? la portezuela, apart? los libros y cuadernos, revolvi? en los cajones. Nada. Era el segundo tel?fono m?vil que perd?a en el transcurso de un a?o. Adem?s de la gratificaci?n. El dinero ganado gracias al art?culo servir?a como anticipo para el nuevo tel?fono m?vil. Con rostro afligido cerr? la taquilla y volvi? con el ordenador. Estaba listo para escribir sobre el accidente cuando un enlace se abri? sin que ?l tocase en ning?n sitio. Comenz? la transmisi?n en vivo de lo que parec?a ser un canal pornogr?fico. En la pantalla aparecieron las formas m?rbidas de una muchacha que se estaba enjabonando las ingles, la mano peque?a y blanca explorando los muslos, el rostro cortado fuera de cuadro. Como todos los adolescentes Guido se sent?a especialmente atra?do por los sitios pornogr?ficos. Pero aquel canal le preocup? porque hab?a comenzado autom?ticamente, como si fuese la obra de un hacker preparado para infectarle el ordenador. Estaba a punto de cerrar el enlace, pero aquella chavala enjabonada ten?a para ?l algo de familiar. Fij? la mirada sobre aquella imagen: la espuma cubr?a el rostro de la joven, que inclin? la cabeza hacia atr?s para enjuagarse la cara y el pelo debajo del chorro de la ducha. –No. No puede ser. El coraz?n le comenz? a latir en el centro del pecho. –No puede ser ella. La muchacha era ella. Era Daisy Magnoli. Observ? a su compa?era de clase pasar la esponja por las caderas delgadas y perfectas. Observ? que el pelo del pubis hab?a sido rasurado y que, maliciosamente, se hab?a tatuado una mariposa en la parte izquierda de la ingle. Vio la ranura escondida, aquella que turbaba sus sue?os, sin pelo y brillante por el agua. La calva visi?n de El origen del mundo de Coulbert esta all?, delante de ?l. Guido, excitado y confuso, tuvo una erecci?n. La situaci?n era absurda, casi irreal. Intent? retomar el control esforz?ndose por mantenerse tranquilo. Se pregunt? qui?n ser?a el autor de aquel v?deo. Se ajust? las gafas en la nariz y puls? sobre la tecla ESC para reducir la instant?nea. Apareci? el gr?fico alrededor del v?deo. Se dio cuenta de que no se trataba de un enlace pirata. – ?Joder! –exclam? poni?ndose p?lido. El v?deo estaba siendo transmitido en directo desde un smartphone. Reconoci? el n?mero en la parte inferior de la pantalla. Era el de su tel?fono m?vil. En los vestuarios las muchachas se apelotonaron en el punto m?s alejado del aire acondicionado. Filippa observ? detr?s de la grieta de la reja de aluminio un objeto peque?o y compacto. No se habr?a dado cuenta si la condensaci?n del vapor posada sobre el objeto no hubiese comenzado a gotear sobre el banco donde hab?a apoyado sus cosas. Filippa no se apartaba nunca de sus costumbres. Debido a esto pon?a el ch?ndal, los pantalones cortos y la camiseta de voleibol siempre en el mismo sitio, doblados de la misma manera, bajo una de los cuatro conductos de ventilaci?n. Estaba cogiendo una compresa de la bolsa cuando el goteo le humedeci? el dorso de la mano. Le bast? levantar la mirada para ver el tel?fono m?vil detr?s de la rejilla, el ojo implacable de la videoc?mara apuntado a las duchas. Daisy cogi? el taburete y lo posicion? debajo del conducto de ventilaci?n, subi? a ?l y aferr? los bordes de la rejilla que se separ? sin ning?n esfuerzo. Alguien hab?a quitado los cuatro tornillos que la fijaban a la pared. Agarr? el tel?fono m?vil, la versi?n 5 del Galatic P6. Ella misma pose?a ese mismo modelo. La familiaridad con las funciones del tel?fono m?vil ayud? a Daisy a desactivar la videoc?mara. – ?Pero qui?n es el mierda que se ha divertido film?ndonos? –exclam? Lorena poni?ndose r?pidamente la camiseta. –Seguramente un grand?simo bastardo o una grand?sima hijaputa –sentenci? Filippa que, junto con las otras chavalas, se hab?a puesto detr?s de Daisy para observar mejor el tel?fono m?vil. Las muchachas, furiosas, eran presas de aquella animosidad que aparece cada vez que ocurre algo que hace sentir verg?enza e incomodidad sin tener la culpa. –Imaginad si ese bastardo hubiese recuperado el tel?fono m?vil y puesto en la red –dijo Lorena imaginando escenarios inquietantes como acabar en alg?n Chat porno o en los tel?fonos m?viles de los muchachos del instituto. –Nosotras, que andamos desnudas en las duchas… ?os dais cuenta? Tetas y culos al viento al alcance de todos. ?Os imagin?is que puto descr?dito? Daisy, sentada en el banco, estrechaba el tel?fono m?vil con un gesto de desprecio, como si el s?lo hecho de tenerlo entre las manos le repugnase. Observ? la filmaci?n con disgusto y sentenci?: –Esto no es una broma, estoy segura. Parece m?s la obra de alg?n man?aco pervertido –y a?adi? –Tengo una mala noticia que daros: nos estaban filmando en directo. El p?nico comenz? a insinuarse r?pidamente entre las muchachas, aunque alguna de ellas, en el fondo, se excit? con la idea de haber sido observada a escondidas. Pero las m?s p?dicas, que eran mayor?a, se quedaron aterrorizadas con la idea de que el v?deo pudiese convertirse en viral. Ninguna habr?a tenido el valor de salir de sus casas. Daisy las tranquiliz?: –Si observ?is con atenci?n, no hab?is sido filmadas, por lo tanto no os deb?is preocupar. Daisy se puso p?lida cuando vio cu?l era la ?nica muchacha que hab?a sido filmada desnuda. Titubeante, levant? el tel?fono m?vil para mostrar a las compa?eras las im?genes que poco a poco se desplazaban por la pantalla. – ?Lo veis? No est?is en ning?n encuadre. S?lo… s?lo yo he sido filmada. Por lo tanto la mierda del descr?dito s?lo me ata?e a m?. Las muchachas callaron. La noticia las alivi? y dejaron de desesperarse. Su reputaci?n estaba a salvo. Alguna segu?a fingiendo preocuparse porque, de todas maneras, pensaba que fuese correcto mostrar solidariedad con respecto a Daisy. La muchacha desplaz? el men? del tel?fono para comprender de qui?n era, dando por descontada la imposibilidad de identificar al propietario. Nadie, de hecho, pod?a ser tan tonto como para usar el propio tel?fono m?vil para llevar a cabo una acci?n de ese tipo. Violar la privacidad era ilegal y en los casos m?s graves se pod?a incluso acabar en la c?rcel. Daisy desplaz? el pulgar sobre la pantalla y ley? las aplicaciones puestas en orden alfab?tico: App, Calendario, Cinetrailer, Facebook, Juegos, Tiempo, Mensajes… –Mensajes. ?Lo encontr?! Ahora veamos los sms de este bastardo. La atenci?n de las chavalas aument?. – ?Consigues saber de qui?n es? –exclam? ansiosa Lorena. –Espera un segundo. Vale. S?. Lo he conseguido –dijo Daisy observando que bajo la palabra mensajes hab?a una decena de sms. Ley? febrilmente los m?s recientes. ?Hola, bestia! Te espero esta noche a las nueve. ?Yo llevo la cerveza y tus las chavalas! Oh, perdona. Olvido siempre que eres una nenaza. Quiero decir que me conformar? con la cerveza. ?No llegues tarde! Buenos d?as se?or director. Espero que el art?culo est? bien. En caso contrario lo sustituyo con uno de sucesos. Manuel, ma?ana tengo un examen. ?Podr?as prestarme el diccionario de franc?s? Daisy ley? otros mensajes. Con cada l?nea sent?a salir las l?grimas de los ojos. –Entonces, ?has encontrado algo? Daisy no consigui? responder con rapidez. –Yo no creo… que… –murmur?, cada s?laba era un quejido. –Daisy, ?est?s bien? –se preocup? Lorena al verla p?lida, los labios casi temblorosos, algo que presagiaba una llorera. –El tel?fono m?vil, no consigo entender… de qui?n es –minti?. –Si est?s de acuerdo se lo llevar? al director –propuso, la frase truncada por un sollozo interior. Las muchachas asintieron con la expresi?n distra?da de qui?n cre?a que la cuesti?n ya no les incumb?a. Daisy acab? de vestirse. Se despidi? de Lorena, que ten?a una cita con el chaval, y se dirigi? hacia el ba?o del vestuario. Se mir? en el espejo para dar un cepillado a la melena h?meda. Observ?ndose con atenci?n se enfad? consigo misma por la inquietud y el sufrimiento que su rostro mostraba. Guido no pod?a ser tan importante, mucho menos ahora que se hab?a revelado una especie de man?aco. No quer?a llorar. Aquel idiota no merec?a sus l?grimas. Deb?a sentir s?lo un sano cabreo con aquel bastardo. Nada m?s. Puso la bolsa de gimnasia en bandolera y se encamin? hacia la salida con paso lento, el tel?fono bien sujeto entre las manos, con el deseo insoportable de arrojarlo al suelo. Recorri? el camino que separaba los vestuarios del colegio caminando con la cabeza baja. Observ? las hojas amarillentas que cruj?an sobre las baldosas de p?rfido. Estaba perdida en sus propios pensamientos, pero de vez en cuando volv?a en s?, confusa como quien non sabe exactamente d?nde se encuentra y a d?nde va. De vez en cuando, se limitaba a responder a los saludos de los muchachos con los que se cruzaba. –Hasta luego Nico, s?, me va bien. No lo parece, ?dices? Es que estoy preocupada… no, no tengo miedo de ir a la televisi?n… – ?El pelo? No, nada de gel, est?n s?lo mojado… –S? Rosy. Nos vemos en clase… Luego volv?a a alejarse. Mientras caminaba por el camino volvi? a lo dicho en el vestuario. –Nos tomar?n por putas… nos echar?n. –Qu? va, sois m?s capullas que putas –dijo en voz alta, justo para escuchar las palabras resonar en sus orejas y complacerse por ello. Estaba enfadada por la hipocres?a de las compa?eras hacia ella, pero en ese momento pens? que era in?til pensar en ellas. Ahora deb?a concentrarse en Guido. Hab?a prometido llevar el tel?fono m?vil a direcci?n pero no estaba muy seguro de quererlo hacer. – ?C?mo ha podido hacer algo parecido? Y sin embargo no parece un man?aco. Lo que, a pesar de todo, no es para nada tranquilizador. A menudo son los que creemos m?s t?midos e inocuos los que hacen estas porquer?as –reflexion?. Estaba saliendo por la verja del instituto cuando oy? su voz. – ?Oh, mierda! –dijo para sus adentros vi?ndolo correr hacia ella con la cara seria, como si fuese atormentado por la angustia y la incertidumbre. –Daisy, te debo hablar… espera… uff… deja que me recupere –dijo ?l sin aliento y doblado en dos, las manos sobre los muslos para recuperar el aliento. Se quit? las gafas empa?adas para limpiar los cristales y cuando se las puso de nuevo vio la delicada mano de Daisy empu?ando su tel?fono m?vil casi con repulsi?n. Ella lo mir? altanera, sorprendi?ndose de sentir un escalofr?o de satisfacci?n al ver su cara volverse gris. –Ahora me dir?s que t? no tienes nada que ver. –No he sido yo. Te lo juro. Lo juro por Dios. Por mi familia. Por todo aquello que me es m?s querido. Remarc? que me es m?s querido mir?ndola fijamente con una expresi?n intensa, como si en el juramento tambi?n estuviese incluida ella. A Daisy le pareci? sincero pero esto no era suficiente para hacer desaparecer el disgusto que sent?a en ese momento. La situaci?n era muy seria y requer?a un comportamiento duro, malvado y rencoroso. – ?Qui?n me asegura que no eres un puerco fisg?n? –pregunt? furiosa. –Porque no lo soy –se defendi? ?l. –No te creo. Vosotros los chavales sois todos unos puercos. Y t? probablemente eres el rey de los cerdos –dijo golpe?ndole con el tel?fono m?vil en la mano. –Daisy, escucha… –No tenemos nada que decirnos –exclam? ella cruzando los brazos sobre el pecho. – ?No lo entiendes? Alguien me ha robado el tel?fono – ?Te lo han robado! Ah, esta s? que es buena –lo interrumpi? ella agitando la mano para cortar el discurso. –Espera. D?jame acabar. S?, me lo han robado. Pero no es esta la cuesti?n. La cuesti?n es que hay algo extra?o en esta historia. Mira, quiero mostrarte una cosa. Guido desliz? las cintas de la mochila sac?ndola de la espalda, la apoy? sobre el banco del camino, se sent? y extrajo el ordenador. –Deb?a escribir un art?culo cuando has aparecido en la pantalla –exclam? encendiendo el ordenador. –Te he visto en la ducha. Estaba confuso y sorprendido. He pensado en mil cosas. Incluso que t?… –se interrumpi?, dudando si ser sincero hasta el final. – ?Qu? has pensado? –respondi? ella furiosa, intuyendo lo que estaba a punto de insinuar. –Vale. Te lo digo. Entre miles de cosas he pensado que te hab?as grabado adrede. – ?Est?s de broma? –exclam? ella enfadada. –Escucha. Estoy convencido de que no tienes nada que ver. Sin embargo, reflexiona. ?C?mo pod?a saber en que plato de ducha te podr?as meter? Despu?s de los entrenamientos uno, a menudo, se mete en una ducha siguiendo un criterio al azar. Podr?a haber gente que entra y sale, el agua caliente que no funciona, alguna tuber?a rota… demasiados imprevistos. Por lo tanto yo me pregunto: ?te ha grabado una amiga tuya? Ni siquiera creo en esto. Imagino que alguien habr? escondido mi tel?fono m?vil en alg?n sitio. Pero, ?c?mo sabr?a a d?nde apuntar? Hay muchas cosas extra?as. Y esto no es todo… Ella lo interrumpi? estupefacta. – ?Quiz?s est?s insinuando que he robado yo misma el tel?fono m?vil para ponerlo en la ducha de las chicas para que t? te hicieses una paja? –No. Yo… no estoy diciendo esto –respondi? inseguro. – ?Justo est?s diciendo esto! Intentas defenderte ech?ndome la culpa. Pero yo, guapo, no soy como t?. T? llevas un pervertido dentro. Lo llevas en el ADN. Un ADN que si lo desenrollas est? hecho de kil?metros de mierda. ?Sabes que te digo? Voy a ver al director. Le cuento todo y hago que te echen del colegio. Daisy se desvi? del port?n que llevaba a la salida y camin? a grandes pasos por el camino del patio. Se hab?a desfogado. Hab?a sido impulsiva, se hab?a enfurecido fingiendo no haber escuchado las explicaciones de Guido mientras que, en realidad, hab?a prestado atenci?n a cada una de las palabras. Su razonamiento era perfecto. Nadie pod?a saber en cu?l plato de ducha se lavar?a. Pero, por alg?n extra?o motivo, hab?a preferido insultarlo antes que darle la raz?n. Daisy calcul? los pasos que la separaban de la puerta de secretar?a sin saber bien qu? hacer. Detr?s de las ventanas del vest?bulo observ? la melena algodonosa de la secretaria. No sab?a si denunciar o no lo ocurrido. Puso la u?a brillante de esmalte sobre el timbre, indecisa si pulsar el bot?n. Advirti? la respiraci?n contenida de Guido detr?s de ella, pero no se volvi?, yendo a su rollo. –No me has dejado terminar –dijo ?l a su espalda. Guido mir? pensativo el peque?o y compacto ordenador que ten?a estrechado entre las manos. –Quer?a decirte que junto con la pel?cula ha llegado un mensaje. Un comentario extra?o. Daisy cruz? los brazos esperando todo lo que ten?a que decir; le lanz? una mirada de fastidio, como si tolerase a duras penas su presencia. Guido gir? el ordenador hacia Daisy. Ella busc? con aire medio enfadado las dos l?neas adjuntadas al v?deo, donde se la ve?a meter las manos entre los muslos para enjabonarse las ingles con la espuma. Daisy ley? el mensaje y empalideci?. Adriano debe dejar de buscarme. O tendr? un feo final. Otra vez alguien estaba amenazando a su hermano. Archivo clasificado n? 3 La redacci?n ha recibido la documentaci?n grabada Entrevistando al testigo (omitido) GRABACI?N COMPLETA Los ruidos se deben al ir y venir de la enfermera, a los sensores de los aparatos sanitarios y a las idas y venidas del personal fuera de la habitaci?n. – ?C?mo se siente hoy? –Mejor. El buen Dios vigila mi martirio. Por favor ?podr?as presionar ese bot?n a los pies del lecho? Sirve para levantar la almohada. –No s? si puedo hacerlo. Espere que llame a la enfermera. –Aqu? est?, Beatrice. Gracias. As? est? mejor. S?lo que ahora tengo un poco de sue?o. No s? si conseguir? decirlo todo. –Si quiere reposar, puedo volver m?s tarde. –Pero, no. En el fondo me haces compa??a. As? que: ?qu? decir sobre aquel d?a? No era yo, de verdad. Nunca he pensando en comportarme de esa manera. Mi vida es la oraci?n. Rezo mucho, ?sabes? Rezo todo el d?a y pienso en la iglesia. Mi vida la gasto en ella y s?lo por ella: La Santa Madre Iglesia. Y… espera. Antes de continuar querr?a saber una cosa. ?Los m?dicos qu? dicen? ?Me pondr? bueno enseguida? –Claro que se pondr? bueno, no se preocupe. Es m?s, estoy convencido que dentro de unos d?as volver? a casa. –Sin embargo, me tienen atado a la cama. Las correas me tiran de las mu?ecas. Pero es mejor as?. Si me muevo se reabren las heridas (El entrevistado en realidad no tiene ninguna herida) –Ha habido muchos muertos y debemos comprender qu? ha sucedido esa noche. –Yo… yo no lo s?. Si hablo condenar? para siempre mi apostolado. La verdad me alejar? de la catedral. –Est? tranquilo. Nadie lo echar?. –Es verdad, y… ?morfina has dicho? ?Realmente me dan morfina? ?Pero no produce alucinaciones? –No sabr?a decirle. Creo que s?. (No est? bajo los efectos de la morfina, aunque est? convencido de que es as?) – ?Puede confirmar todo lo que ha declarado en la iglesia? – ?Cu?ndo me han encontrado los param?dicos, dice? Esos ?ngeles han sido muy buenos, ?sabe? Estaba en un lago de sangre. Sin embargo estaba consciente y he contado todo. – ?Podr?a repet?rmelo otra vez? ?Se ve con ?nimos? –No tengo ganas pero creo que debo dar testimonio, aunque nadie me crea. Creo que Dios haya visto qu? se est? incubando bajo las cenizas de nuestro pobre pueblo. Hay un plan oscuro y ?l lo sabe. Pero no puede dejar que seamos los hombres los que arreglemos las cosas. Necesitamos su intervenci?n. Necesitamos urgentemente su misericordia. –Por favor, cuente algunos hechos, quiz?s sin intentar interpretarlos. –Pero estos son los hechos. Luego est?n los detalles. Y adem?s, tut?ame. –Vale. Nos tutearemos. Sigue adelante… –Como sabes, vivo en la sacrist?a de la catedral y esto me da la posibilidad, ?c?mo decirlo?, de vivir la iglesia. Porque yo vivo y siento la iglesia. Tengo una relaci?n intensa, dir?a f?sica, con la catedral. Los arcos, las naves, el techo dorado y artesonado, el cuadro de Lotto, porque La Madonna col Bambino es de Lorenzo Lotto, los estucados, los frescos, todas las cosas que convierten la fe en algo material, para tocar y adorar. Hace a?os que sufro de insomnio y esa noche, creo que eran cerca de las tres de la madrugada, estaba arrodillado, las manos juntas, rezando un Padrenuestro, cuando sent? un impacto que proven?a de la carretera. Justo delante de la iglesia. –S?, recuerdo ese terrible accidente. –Esa noche muri? una persona. Pero lo supe s?lo despu?s. Cuando he escuchado el impacto he corrido para ver qu? hab?a sucedido, pero no consegu? salir. Lo intent? pero… pero… vale, ahora me resulta duro seguir adelante… –Haz un esfuerzo e intenta explicarme qu? sucedi?. –No es f?cil, muchacho. Cuando el horror se vive es una herida que no cicatriza nunca. De todas formas: la puerta que iba de la iglesia a la sacrist?a se hab?a cerrado de improviso. Un chirrido, y luego un golpe seco, como si alguien la hubiese golpeado. Pensaba en una broma. A continuaci?n se cerraron las otras puertas. En ese momento tuve miedo. Ya no pens? en una broma sino en ladrones. Si alg?n delincuente entra en la iglesia hay cosas para robar y todas son cosas valiosas, ?sabes? Cre?a que era Alberto, un toxic?mano que habita en el barrio. Viene a menudo a robar las limosnas. De todas formas, todas las puertas estaban cerradas. La de la nave que lleva a la salida, la de la cripta, donde est?n los restos del santo. Y justo all?, bajo tierra, ha sucedido algo. (Pausa, debida a la entrada de la enfermera. Escondo de nuevo la grabadora. Nadie del personal de la secci?n de psiquiatr?a sabe que estoy aqu? para una entrevista. La enfermera se va. Vuelvo con las preguntas) – ?Qu? ha ocurrido bajo tierra? –Algo que no me hizo pensar ni en una broma ni en Alberto el Gualdrapa. Escuch? unos ruidos sordos y apagados que me helaron la sangre en las venas mientras que fuera de la iglesia o?a los gritos, el crepitar del fuego, el hedor del humo del autom?vil que ard?a. Afuera percib?a el terror de la gente del barrio. Pero dentro… dentro de la iglesia o?a aquellos ruidos sordos provenir de abajo. Los bancos se mov?an, saltaban y se arrastraban sobre el m?rmol del pavimento. Cre?a que era de nuevo el terremoto pero s?lo m?s tarde comprend? que no hab?a habido ning?n temblor de tierra. Tuve la sensaci?n de que lo que estaba sucediendo era, c?mo decirlo, una prerrogativa de lo terrenal. La manifestaci?n de una voluntad invisible. No s? porqu? pero entend? que era algo maligno. Algo que estaba lejos de Dios. ?La grabadora funciona? ?Est?s grabando todo? –Funciona y estoy grabando. As? que las puertas estaban cerradas. Y escuchaste estos golpes. –Justo de esa manera. Ten?a un miedo mortal y comenc? a rezar. Como un viejo ex cura lo hice en lat?n Agnus Dei, qui tollis percata mundi, miserere nobis. Pero recomendarme a Dios parec?a que no serv?a para nada. Fue en este momento en que se me desencaden?, c?mo explicarlo, una rabia ins?lita. Mira chaval, presumo de ser un tipo tranquilo, uno con un car?cter suave y recatado, he aqu? la raz?n por la que me averg?enza recordar lo que hice despu?s… (Hay una pausa, est? realmente confundido. Retoma su discurso en cuanto encuentra un poco de lucidez) –Quiero decir, la cuesti?n es: ?por qu? no estaba en mis cabales? ?Por qu? me sent?a enloquecido? El Se?or misericordioso sabe perfectamente que la locura es por lo que yo rezo d?a y noche. La locura es una plaga querida por Dios, una herida inflingida al pensamiento y lejana del alma, esa alma que es tan querida a nuestro Dios. La locura no es una expresi?n del maligno. Es por esto que debo escoger estar loco y no otra cosa. ?Entiendes lo que quiero decir? (Asiento sin hacer comentarios) –Bueno. Finjamos que no est? loco. Entonces, yo, el susodicho, Simone Pietrangeli, sacrist?n, hombre que vive en el temor de Dios, esa noche me sent? obligado a hacer cosas horribles. No s? c?mo explic?rtelo… –S? que te hiciste da?o. –S?. Pero el dolor, aunque era insoportable, no era nada. Eran las acciones humillantes que hab?a realizado antes de flagelarme, las acciones que ofend?an a Dios, las que me destrozaron. – ?Puede entrar en detalles? –Yo… yo… no lo consigo. –Te ayudo a ir al grano. En el expediente, en la p?gina doce, y excusa la franqueza, hablas de masturbaci?n. Estamos entre adultos. Sabemos que la practicamos todos. Hombres, mujeres, ancianos, muchachos y, porqu? no, incluso los sacristanes como t?. No hay nada malo o pecaminoso en esto. – ?Nada de malo? T? no lo entiendes. Yo no soy s?lo un sacrist?n. Soy un cura excomulgado. Un ex cura que se masturba en la iglesia, delante del altar, ?y t? no encuentras nada malo en esto? Un cristiano que se saca el pene y goza pulverizando los paramentos sacros de esperma. Yo creo que esto es el Mal. Fuera de la iglesia la gente estaba muriendo, o?a los gritos, ?entiendes? ?Y yo? ?Yo qu? hac?a? ?Yo disfrutaba! Disfrutaba y re?a como un loco. Yo era el demonio que destru?a la casa de Dios. Y luego he hecho otras cosas. Cosas innombrables… (Llora) –Veamos la cosa desde una perspectiva laica. Tenemos loa resultados de los an?lisis de sangre. Ten?a una tasa de alcohol cuatro veces superior a la normal. Una concentraci?n alt?sima de etanol. Sabes lo que significa, ?verdad? –Te lo ruego, no me muestres mis responsabilidades en manera tan brutal. –Estar alcoholizado no es un delito. –Entiendo a d?nde quieres llegar. Bien, vale, bebo. Tengo un problema con el alcohol, de acuerdo. Pero esa noche los golpes los escuchaba realmente. Proven?an de la cripta. Cada vez eran m?s fuertes. Parec?a que el pavimento de m?rmol se romp?a. Recuerdo que despu?s de haber hecho esas cosas repugnantes me arrastr? hasta el atril y le? algunos pasajes de la Biblia. – ?Recuerdas cu?les? –Recit? un vers?culo del Apocalipsis del ap?stol Juan. Aquel que dice: Cuando se hubieren acabado los mil a?os, ser? Satan?s soltado de su prisi?n y saldr? a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ?ngulos de la tierra[2 - Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, vers?culos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31? edici?n] A continuaci?n creo que… ?Dios m?o, perd?name! Creo que orin? sobre las Sagradas Escrituras. Fue en ese momento en el que intent? rebelarme. –Has hablado de flagelaci?n. –Justo. Utilic? el crucifijo de plata. Lo hab?a cogido del altar antes de comenzar a golpearme. Me lo he clavado una y otra vez. Quer?a hacer salir el mal, el pecado, de mi cuerpo. La sangre sal?a a borbotones desde debajo de los vestidos rotos. No s? cu?ntas veces atraves? el ri??n derecho, girando dentro la barra del crucifijo. Cuanto m?s me her?a m?s aumentaba el ruido de los golpes en la cripta. Cada vez los sent?a m?s sombr?os y sordos. Esto es lo ?ltimo que recuerdo. (En este momento se encuentra realmente mal. Una enfermera llega y me hace una se?al para salir. Dejo de hacer preguntas) –Gracias por todo, Simone. Ahora, sin embargo, te dejo descansar. Volver? a verte pronto, prometido. –Debes saber que te aprecio, muchacho. Tengo un mont?n de cosas para contarte. ?Ah…! Antes de irte, haz que me traigan una manzanilla. Fin de la grabaci?n 5 Sandra Magnoli se limitaba a fumar seis cigarrillos al d?a y ninguno en el trabajo, a pesar de que sus compa?eros lo hac?an habitualmente. Era una empleada de segundo nivel en la oficina de inmigraci?n del ayuntamiento de Castelmuso y se ocupaba de reagrupamientos familiares, de trabajo temporal y procedimientos para los permisos de residencia. Hab?a mucha burocracia en sus funciones pero tambi?n la oportunidad de hacer algo en concreto por una masa de desesperados que llamaban a las puertas del rico occidente. Sobre el escritorio hab?a una serie de expedientes a trav?s de los cuales necesitaba decidir el destino de un n?mero impreciso de pr?fugos afganos, de disidentes coreanos agotados por un r?gimen comunista ajeno a la historia, y de la recolocaci?n de los inmigrantes que llegaban desde Lampedusa. En su oficina las miserias ignoraban el color de la piel. Cuando la Freecorporation Media, la sociedad que organizaba Next Generation, le envi? los billetes para el viaje, Sandra pens? en rechazarlos pero el director la quer?a gratificar concedi?ndole una semana de vacaciones pendientes. Para Daisy, su hija, aquel ser?a su primer viaje a Milano. Las dos mujeres embarcaron en el aeropuerto de Falconara y aterrizaron en el de Malpensa. Ese d?a, a causa de una huelga de transportes, madre e hija no encontraron conexiones demasiado c?modas. Daisy y Sandra, sin embargo, ten?an a su disposici?n el auto de la Freecorporation Media, una berlina de color champa?a con el logo del programa televisivo estampado en los laterales. Un c?mara taciturno con el gorrito de la empresa puesto sobre los ojos y un guionista pegajoso que vest?a una aburrida chaqueta y pantal?n grises, estaban al completo servicio de Daisy. Las dos mujeres se alojaron en el hotel Cosmopolitan, a dos pasos del teatro de la Scala. El templo de la gran m?sica estaba all?, vigilando severo los hermosos sue?os de una chavalita de diecis?is a?os. A lo largo de dos d?as Daisy fue instruida sobre c?mo deber?a comportarse en el palco del Millennium Arena. Esta era una carpa que surg?a al oeste de la capital lombarda, un fascinante monstruo hecho de cables, tirantes y fibra de vidrio. Pod?a contener a cerca de ocho mil personas. Visto desde afuera, el palacete mostraba formas curvas, ligeras y arm?nicas, y era una aut?ntica pena que fuese desmantelado despu?s de cada una de las ediciones de Next Generation. El ayuntamiento de Milano era propietario del ?rea donde se alzaba el Millennium. El contrato preve?a que los veinte mil metros cuadrados alquilados fuesen ocupados por no m?s de tres meses al a?o, con un coste de trescientos mil euros al mes. El Millennium era elegante y evanescente, una ave f?nix ?rabe hecha de tubos, tefl?n y poli?ster, como fue definido por un cr?tico teatral. Ahora, dentro del estadio, y delante de millones de personas, estaban a punto de exhibirse los finalistas de uno de los concursos de talentos m?s seguidos de Italia. Adriano miraba los reflejos plateados y brillantes de la luna extenderse sobre las aguas oscuras del mar. La cura prescripta por el doctor Salieri era una potente mezcla de nortriptilina y flufenacina[3 - Nota del traductor: Potentes antipsic?ticos.]. La calidad de vida hab?a mejorado realmente. Ya no balbuceaba, el temblor de las manos hab?a disminuido y caminaba sin tambalearse como un muerto viviente. En el piso de abajo, los hu?spedes estaban esperando la conexi?n. La sala era amplia y luminosa gracias a un ventanal enorme que ocupaba el espacio de dos paredes. El mobiliario, moderno y refinado, con la mesa de cristal, el minibar, las butacas y los sof?s de piel color crema abarrotados de amigos y parientes de la familia Magnoli. Charlas y risas resonaban desde el hueco de las escaleras. Adriano o?a destapar las cervezas, el tintinear de los brindis, la t?a que se esforzaba en hacer los honores, la voz de bar?tono del t?o Ambrogio que incitaba a los amigos a comer hamburguesas y tartaletas de crema de salm?n. – ?Adry, est? a punto de comenzar! ?Venga, baja, que con el telemando Sky no entiendo un carajo! –grit? su t?a Annetta, asom?ndose a las escaleras. Adriano baj? al sal?n disfrutando el hecho de moverse, si no con desenvoltura, por lo menos con una discreta seguridad. – ?Adriano, eres un fen?meno! Daisy est? en televisi?n gracias a ti, ?te das cuenta? –lo felicit? Franco Leni, llamado Franz, el vecino barbudo con la piel clara, la panza de bebedor de cerveza y la cara de alem?n. Franz hab?a tra?do a su gorda mujer, sus tres hijos, y una cantidad considerable de grandes salchichas hechas a la brasa. –Si t? no hubieses escrito aquella canci?n no estar?amos aqu? para darte la lata –hab?a exclamado el t?o, un tipo delgado y nervioso que para la ocasi?n vest?a con orgullo un traje de lana peinada gris que parec?a que iba a las fiestas del pueblo. Todos hab?an observado cu?nto hab?a mejorado Adriano. El efecto de los nuevos medicamentos se sostendr?a por lo menos un par de meses. Luego, a causa de la tolerancia, volver?a a tener alucinaciones. Llegado a ese punto el psiquiatra establecer?a un nuevo tratamiento. La rotaci?n de los medicamentos era indispensable para permitir al muchacho una calidad de vida digna, arriesg?ndose, sin embargo, a intoxicar gravemente algunos ?rganos. El h?gado, naturalmente, era el que corr?a m?s riesgo. Pero su juventud, unida a una dieta que no inclu?a el consumo de alcohol, representaban un buen ant?doto que lo tendr?a a salvo de los efectos secundarios de las medicinas. Y Adriano aquella noche se sent?a especialmente bien. El programa estaba a punto de comenzar. Los t?os se hab?an hundido en el sof?, atentos y emocionados, y Annetta temblaba por la tensi?n. Franz estaba sentado al lado de su mujer, mantenida, sin embargo, a una discreta distancia de una fila de botellas de cerveza, mientras que los hijos iban y ven?an por el jard?n, ruidosos y participando del aire festivo. Antonio Bruzzi, el otro vecino, era un comandante jubilado con un pasado en la Marina. Se hab?a sentado sensatamente en la butaca m?s apartada del televisor. Desde que la esposa hab?a muerto, el jubilado sufr?a de depresi?n y cre?a que, a su edad, ya nada ten?a demasiado sentido. Hab?a aceptado la invitaci?n de Sandra por pura cortes?a. Pero ahora que estaba all? deb?a admitir que encontraba placentera la compa??a de toda aquella gente entusiasta y alegre. Despu?s de un mont?n de grandilocuentes anuncios que patrocinaban el evento, apareci? el tema musical de Next Generation. En el sal?n se elev? un ruido endiablado. Daisy, la peque?a Daisy, su Daisy, estaba a punto de debutar en un concurso de talentos. En el escenario, deslumbrada por potentes rayos l?ser, apareci? la figura esbelta de una mujer joven. –Ah? est?. ?Es ella! –grit? Annetta dando saltos, el dedo apuntando la pantalla como el ca??n de una pistola. –Esa es la presentadora. ?No montes alboroto y si?ntate! –le dijo el marido tirando de un trozo de la manga del jersey y haciendo que cayese su culo sobre los cojines suaves del sof?. – ?Pero cu?ndo la enfocar?n? –pregunt? impaciente la esposa de Franz manteniendo las manos sobre el pecho, el coraz?n que le martilleaba. –Todav?a es pronto –explic? el t?o de Adriano, el ?nico que segu?a con regularidad todos los episodios del concurso de talentos transmitidos por el Canale 104. –Primero presentan a los jurados. En realidad son ellos los protagonistas del espect?culo. Llegado a un cierto punto llamar?n a los concursantes uno a uno. Los chavales cantar?n y bailar?n durante un minuto. Los buenos pasan el turno. Los otros vuelven a su casa. Adriano observ? el grupo reunido alrededor de la televisi?n. Sab?a que eran considerados un poco sus guardaespaldas. La madre los hab?a invitado con el objetivo de no dejarlo solo. Sandra llam? desde Milano para saber si todo estaba en su sitio. La hermana la tranquiliz?. Un saludo veloz al hijo y todos cruzaron los dedos. Sandra estaba detr?s de las bambalinas del Millennium Arena, m?s aturdida que emocionada. Los rayos l?ser cortaban el escenario. Los jefe de estudio diseminados a los pies de las gradas sudaban bajo los auriculares y se quedaban sin brazos para incitar al p?blico, pero no era necesario, ya que los gritos, energ?a y frenes? eran completamente espont?neos. Filas de muchachos gritones levantaban pancartas mientras vest?an camisetas con la foto de los amigos preparados para salir al escenario a cantar. La presentadora, embutida en un vestido todo lentejuelas, anunci? la llegada de los jurados de Next Generation. Los cuatro descendieron las gradas que atravesaban las tribunas en medio de una selva de brazos que se agitaban como ca?as al viento. El presidente del jurado era Sebastian Monroe, el autor del formato, un tosco productor neoceland?s llamado Nariz de Oro: un apodo debido a su infalible olfato para descubrir talentos, pero que tambi?n hac?a referencia a su ap?ndice nasal, ahora ya gastado por a?os de coca. Sebastian, intolerante a las reglas del mundo del espect?culo, donde todo deb?a ser pol?ticamente correcto, era un tipo estirado, capcioso, a menudo borracho; no ten?a problemas en tomar un whisky en directo o en discutir con alguien del p?blico. La ?nica prohibici?n era el humo: si se hubiese mostrado en p?blico con un cigarrillo en la boca, los patrocinadores habr?an abandonado el programa. De todas formas, unos pocos altercados y alg?n vicio en la franja protegida se toleraban, si no se fomentaban, dado que habitualmente produc?an picos record de audiencia. Aquella noche Sebastian se present? con una barba inculta, una camiseta gris?cea debajo de las axilas por las manchas de sudor y con un p?simo humor. Los otros jurados eran tres advenedizos del mundo del espect?culo. Jenny Lio era una ?talo africana que hab?a vendido dos millones de discos gracias a una canci?n que durante tres semanas hab?a estado en la cima de la clasificaci?n en quince pa?ses. Una cosa pegadiza, para ni?os. Nada importante. La biograf?a art?stica de Jenny Lio parec?a algo melosa. Una pena que en su curr?culo hab?a sido omitido un arresto en su juventud: dejarse coger en Tr?poli con un ladrillo de hashish escondido en la maleta no es que hubiese sido lo m?s para qui?n, como ella, cantaba temas musicales para dibujos animados. La otra estrella del jurado era Isabella Larini, c?lebre, no tanto por sus cualidades canoras, como por haber sido la int?rprete de un reciente ?xito veraniego. Una canci?n para bailar con culeteos vulgares, manos entre las tetas y sugestivos tocamientos en medio de los muslos. En las playas y en los campamentos los animadores hab?an impuesto el Ballo di Isabella. Cuando llegase el oto?o todos ya se habr?an olvidado de ella. El ?ltimo jurado era Alessandro Boni, llamada Circe. Una Drag Queen con un f?sico imponente y un maquillaje excesivo. Una brillante conversadora, pero sin un particular talento art?stico. La hab?an construido con una fama de sadomasoquista, justo para dar un poco de sustancia al personaje. Circe hab?a saltado a la fama de las noticias de sucesos por haber arruinado la carrera pol?tica de un diputado que se hab?a enamorado de ella. Alguien hab?a filmado al parlamentario en una habitaci?n de hotel, completamente desnudo, tobillos y mu?ecas atados a los lados de la cama. Circe fue acusada de secuestro, malos tratos y tr?fico de estupefacientes. Hubo un proceso donde la sentencia, finalmente, habl? de Un juego er?tico entre adultos consentidores. Los cargos se desestimaron y Circe fue absuelta totalmente. El resultado fue un diputado de menos y un personaje televisivo de m?s. Ahora los cuatro jurados, las almas ara?adas por los pecados humanos, estaban preparados para juzgar a los concursantes que participaban en la competici?n. El primer artista se llamaba Fernando Ram?rez. Era un joven mejicano que hab?a entrado clandestinamente en los Estados Unidos antes de que la administraci?n Trump destinase dos billones de d?lares para alzar el muro a lo largo de la frontera. Fernando, una vez traspasado el muro, fue arrestado mientras desvalijaba una gasolinera en un lugar perdido del desierto de Texas. Deb?a comer, cont? al p?blico. Arrestado y expulsado por los federales, sin un euro en los bolsillos, emprende un viaje aventurado que lo llev? a la otra parte del oc?ano. Ahora, desde hac?a unos a?os, viv?a en Rovigo, hu?sped de t?os y sobrinos de segunda generaci?n. Fernando, la piel morena, los ojos negros y ardientes, despu?s de haber conmovido un poco a todos con su historia, comenz? a cantar. Ten?a una voz ?spera y envolvente, y al p?blico le gust? la actuaci?n despellej?ndose las manos con un aplauso mandado por el productor. Tres jueces de cuatro encontraron la exhibici?n convincente. Sebastian Monroe vot? en contra, explicando que el muchacho, desde su punto de vista, era, a duras penas, un aficionado, un listillo que quer?a conmoverlos con su historieta lacrimosa. El p?blico, ante aquella afirmaci?n, silb? indignado y Sebastian respondi? mostrando el dedo medio. La web enloqueci?. En las redes sociales llovieron un mont?n de insultos, la pol?mica se desat? de manera estudiada y el nivel de audiencia subi? medio punto. Siguieron otros concursantes. Algunos eran de una genialidad impresionante, otros eran personajes sin talento pero lo suficientemente exc?ntricos para captar la atenci?n del p?blico. Los autores del programa les daban un puesto estrat?gico para subir la audiencia. Pasaron unos anuncios que invitaban al espectador a comprar productos lujosos pero tan seductores y cautivadores que resultaban indispensables. Despu?s de un bombardeo de autos de ensue?o, perfumes refinados y vestidos de firma, el directo recomenz?. El nivel de audiencia estaba alrededor del ocho por ciento cuando Daisy Magnoli se asom? al escenario. El rostro joven, perfecto e inquieto, los ojos sonrientes y seguros, y un vestido corto de colores pastel, enseguida llamaron la atenci?n del jurado. –He aqu? otra criatura que podr?a perder su inocencia detr?s del brillante mundo del espect?culo –pensaron, m?s o menos los jueces, conscientes de tener delante un potencial personaje. – ?Eh, gente! ?No dec?s nada? Esta muchacha, ?no es espl?ndida? –exclam? Sebastian Monroe volvi?ndose al p?blico que respondi? a su petici?n con un aplauso aut?ntico. –Un lirio realmente espl?ndido, Sebastian. Pero no me gusta tu tono; parece el zumbido de una abeja a la caza de polen, no s? si me explico. Y adem?s es menor –remarc? Jenny deslizando la vista sobre las l?neas de los letreros de los guionistas. –Oh, vamos, Jenny, sabes perfectamente que eres t? la flor de mis sue?os –respondi? Sebastian con una risita. Circe no ley? ning?n gui?n prefiriendo improvisar. –Adelante, querida Daisy. ?Por qu? no nos cuentas algo de ti? –Hola a todos –sonri? Daisy que, a pesar de su edad y con una cierta sorpresa no se sent?a para nada inc?moda. Ser el centro de la atenci?n le provocaba siempre un escalofr?o de placer. –Me llamo Daisy, Daisy Magnoli. Vengo de Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, no muy alejado del mar Adri?tico… Daisy continu? contando algunas banalidades sobre su vida en el instituto pero sin la vivacidad pretendida por los guionistas. – ?Eso es todo? –exclam? Sebastian fingi?ndose desilusionado. –Espero que la timidez esconda un gran talento, en caso contrario… Sebastian abri? los brazos como para decir En caso contrario ?qu? has venido a hacer aqu?? ?Desilusionar a todas estas personas? Daisy sab?a perfectamente que el gui?n del programa inclu?a algunos pasajes ineludibles: el jurado comenzar?a con las felicitaciones, luego para elevar el nivel de audiencia la provocar?an para meterla en problemas. Ella no deber?a hacer otra cosa que hacer frente a los ataques del jurado. Estaba todo programado. Ahora s?lo deb?a cantar I’am Rose y se convertir?a en una celebridad. 6 Guido sinti? un escalofr?o correr a trav?s de los om?platos. Daisy estaba a punto de exhibirse delante de millones de italianos. – ?Ese cabr?n de Sebastian! ?Hab?is visto c?mo la ha tratado? ?Pero qui?n se ha cre?do que es? Manuel Pianesi se enfad? tanto que, debido al nerviosismo, derram? la cerveza sobre los cojines del sof? donde estaba tirado, haciendo despotricar a Guido. Guido Gobbi ya estaba arrepentido de haber invitado a sus amigos a su casa, un apartamento en la periferia del pueblo, en el populoso barrio de San Lorenzo. Cinco mil almas tranquilas, divididas entre los edificios con fachadas altas que segu?an el perfil de la colina. Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los di?logos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado. – ?Por favor! ?Quer?is parar de hacer ruido? –grit? Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen. Hab?a pasado una semana desde que Daisy y Guido hab?an discutido. Ella pensaba que Guido era un fisg?n y quer?a denunciarlo al director del colegio. Parec?a el triste ep?logo de una historia no comenzada. Luego hab?a aparecido aquella frase en el ordenador. Adriano debe dejar de buscarme. O tendr? un feo final. Despu?s de una agotadora explicaci?n donde Guido hab?a intentado convencerla de que no ten?a nada que ver con aquella historia, hab?an hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se hab?a pospuesto. Daisy, de hecho, hab?a preferido investigar sobre qui?n hab?a sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compa?ero del instituto con los cabellos de rasta era un fant?stico friqui, uno de esos capaces de descubrir qui?n hab?a sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente. La seriedad del ataque les hizo descartar la hip?tesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy. Guido afirm? que, probablemente, Adriano hab?a hecho algo que no deb?a. Quiz?s un encuentro virtual que hab?a ido mal. O hab?a pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jam?s hab?a considerado seriamente la hip?tesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atenci?n la hab?a inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado hab?a atra?do el odio de alguien y ahora quer?a descubrir el porqu?. –Bien, Daisy, ?qu? nos vas a hacer escuchar? –pregunt? Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escoc?s que le hizo musitar de gusto. –Bueno, querr?a cantar una canci?n. Una canci?n in?dita –respondi? ella cogiendo el m?stil del micr?fono que levant? para adecuarlo a su estatura. – ?Lo hab?is o?do? –exclam? el jurado gir?ndose hacia el p?blico. –Estamos tratando con una cantante –a?adi? perpleja Circe que busc? entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo alg?n murmullo de aprobaci?n. –Realmente no la he escrito yo. – ?Podr?as ser un poco m?s prolija o continuamos con los monos?labos? Hubo una risotada ente el p?blico. –Es una canci?n escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canci?n se titula: I’m Rose. En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se hab?a creado mucha expectaci?n. – ?Por Dios, Adry, est?n hablando de ti! –hab?a gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza. –En serio, Adriano. Es grandioso –hab?a remarcado el t?o Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis. Las felicitaciones de la gente reunida en el sal?n del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los o?dos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental. No pod?a culparles. En el fondo era la verdad. –Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al p?blico mientras el ojo despiadado de la telec?mara se pos? sobre el dedo de Circe apuntando al escenario. –Daisy Magnoli. ?Ha llegado tu momento! Daisy cerr? los ojos buscando la m?xima inspiraci?n. Se elev? el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detr?s de otra, ligeras. La m?sica, suave y evocadora, parec?a conducir a un jard?n de rosas perfumadas. Una melod?a que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armon?a. La m?sica de Adriano comenz? como un viaje tranquilo en el alma. Daisy, con la sensaci?n de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenz? a cantar. Mi coraz?n atravesado por soles cegadores Mis l?grimas, duras armas de cristal Es la belleza Es la dicha del amor Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma. Las palabras, susurradas como el canto de un ruise?or, no provocaron ninguna reacci?n por parte del p?blico. Seg?n lo planeado, si durante la exhibici?n el artista mostraba poco talento, o ninguno, se comenzaba a gritar y a silbar, pero cuando la destreza era innegable empezaban los aplausos y los gritos de entusiasmo. Con Daisy no sucedi? nada. Nadie se expresaba. Todo estaba parado, suspendido en el vac?o. De repente el suspiro del piano se convirti? en un ruido de truenos. Un bajo potente y sombr?o desencaden? una impresionante energ?a. Melod?a y ritmo explotaron en un fragmento rock con atm?sfera g?tica. Bater?a y guitarra se fundieron, en segundo plano un coro de voces profundas. Era un antiguo canto gregoriano traducido del lat?n, las voces moduladas con tonos prof?ticos. Una advertencia que hablaba de belleza, amor y condenaci?n. El amor es el espejo de lo oscuro Lo oscuro ser? mi esposo El manto negro de la Parca caer? sobre mi rostro, pesado como un sudario Belleza y condenaci?n… Luego el coro call?. Sobre el escenario descendi? un humo denso y gris. La voz de Daisy se elev? l?mpida y vibrante. El pecado se insinu? entre las nieblas de mi inocencia El ?ngel oscuro es gozo e inocencia El ?ngel oscuro es gozo y perversi?n Yo soy la rosa ?l es la condenaci?n… Los pasos de baile acariciaban el escenario con toques ligeros y ?giles, un tamborileo se liber? como una sucesi?n de truenos amenazadores, el coro creaba una atm?sfera de advertencia y presagios. Hacia el final de la canci?n las guitarras interpretaron un solo acrob?tico, un contrapunto perfecto para celebrar la muerte del sonido de los tambores. Luego, de repente, la m?sica se disolvi?. La canci?n hab?a acabado. Daisy se qued? quieta, el rostro vuelto hacia el cielo, el sudor que le regaba las sienes, los mechones de cabello pegados sobre las mejillas sonrojadas, la rodilla hacia el suelo y el brazo tieso vuelto hacia el cielo, en una espl?ndida pose ?pica. Daisy sonri? al jurado conteniendo los jadeos, el coraz?n le lat?a fuerte en el medio del pecho. Era el momento del veredicto. Alrededor, un pesado e insondable silencio. Daisy mir? fijamente a Sebastian Monroe. Sab?a que la sentencia pasar?a a trav?s de sus ojos. El neozeland?s, casi siempre arrogante y claro en sus juicios, ten?a una mirada indecisa, y todo su aplomo hac?a pensar en una inseguridad que nadie reconoc?a. Incluso los otros jueces se mostraban nerviosos e indecisos. Daisy, a la espera de la respuesta, tuvo la sensaci?n de o?r unos ruidos provenientes de abajo del escenario. Oy? a un t?cnico blasfemar detr?s de las bambalinas. Las bombas de humo no tendr?an que haber comenzado. Daisy, en efecto, se hab?a quedado sorprendida. Durante las pruebas nadie le hab?a dicho que deber?a bailar en medio a una desagradable niebla fr?a. –I’m Rose –dijo finalmente Sebastian. –Es, c?mo decirlo, en fin… lo que he escuchado es de locos. –Inmenso es la palabra justa –le respondi? Circe, comprimida en un negro y brillante vestido de l?tex, el sudor descendiendo debajo de la peluca. La respuesta del jurado precedi? al veredicto del p?blico que se levant? aplaudiendo. Un tributo ins?lito, donde el entusiasmo de todos era medido, pero completo, como si la exhibici?n mereciese la admiraci?n y el respeto casi como si fuese una pieza de ?pera. Mientras la gente aplaud?a, los ruidos sordos debajo del escenario eran cada vez m?s sombr?os y profundos. Daisy hizo una reverencia. Ese era el momento m?s importante de su vida. Intranquila, sonre?a y daba las gracias. Los ruidos sordos aumentaron. Pero, ?nadie los oye?, pens? mientras el escenario vibraba bajo sus pies, el m?stil del micr?fono que saltaba delante de sus labios. Ech? la culpa a la tensi?n y pens? en el hermano. Adriano hab?a enfermado debido a un fuerte estr?s. Ahora, tambi?n ella estaba bajo presi?n. La imaginaci?n le hizo creer que alguien, o algo, estuviese sepultado en alguna parte. Una presencia atrapada en un lugar oscuro e indefinido que intentaba liberarse. ?Quiz?s tambi?n ella estaba enferma? Advirti? un calambre doloroso en el est?mago y temi? que fuese a vomitar. A pesar de todo, se esforzaba en sonre?r. –Daisy, no tengo palabras. Sencillamente, estoy estupefacto –exclam? Sebastian moviendo la cabeza, como para sacarse de encima la emoci?n que le hab?a causado I’m Rose. Isabella Larini estuvo de acuerdo mientras se acariciaba el brazo para tocar la piel de gallina, los ojos que mostraban un brillo de admiraci?n. –Se?ores, personalmente todav?a estoy conmocionada. Hemos asistido al nacimiento de una estrella. Una estrella que relucir? durante mucho tiempo en el firmamento de Next Generation –fue el comentario de Circe. –Ahora, queremos saber todo, realmente todo sobre ti –dijo Sebastian acarici?ndose con curiosidad la barba dura y ?spera. Daisy sinti? que los golpes hab?an parado. El m?stil del micr?fono ya no saltaba y el escenario dej? de vibrar. Se convenci? que los hab?a imaginado. Pas? el dorso de la mano sobre la frente empapada de sudor, los ojos movi?ndose entre las gradas. En sus sue?o su p?blico siempre era invisible, alguien que la aplaud?a pero que s?lo ella pod?a ver. Ahora el p?blico era real. Estaba all?, en carne y hueso, alineado delante de ella despellej?ndose las manos de tanto aplaudir. –Me alegro de que os haya gustado la canci?n –consigui? decir, casi conmovida. En la casa de Daisy se hab?a armado una buena. Amelia, la gruesa esposa de Franz, re?a con el rostro rechoncho lleno de satisfacci?n. T?a Annetta se quit? con el dorso de la mano dos l?grimas por la emoci?n. El tel?fono fijo y los m?viles sonaban continuamente. Cada llamada era un amigo, un vecino, un conocido que llamaba para felicitarles. Franz y t?o Ambrogio, medio borrachos, pidieron un brindis mientras ten?an en la mano pintas de cerveza que desparramaban espuma. En ese momento en Castelmuso todos pod?an vanagloriarse de ser conciudadanos de una celebridad. Adriano observaba a Daisy en el escenario de Next Generation. ?l la conoc?a como nadie. Estaba tensa y nerviosa y la sonrisa no era sincera. Tambi?n el joven, como Daisy, se vio sobrepasado por la inquietud. –Adriano, eres grande –le dijo el t?o abraz?ndole con un gesto brusco y echando su peso encima para sostenerse. –Ya lo hab?a dicho. Yo siempre lo he dicho. No tengo dos sobrinos. Tengo dos fen?menos. Adriano se apart? del pariente para liberarse de aquel abrazo engorroso. Sali? de la sala y se meti? en el pasillo. Subi? las escaleras, maldijo cada escal?n, maldijo la migra?a que se hab?a desatado de repente y maldijo las medicinas que le frenaban los movimientos. Entr? en la habitaci?n. Abri? el caj?n del escritorio para coger un analg?sico. En su cabeza todo comenz? a asumir formas borrosas y confusas. Rebusc? con la mano en el caj?n sin recordar qu? estaba buscando. Comenz? a vagar por la estancia con aire desorientado e impresionado, antes de tirarse al suelo con la cabeza entre las manos. En ese momento las alucinaciones volvieron. Adriano se convenci? de que su cabeza era una maceta llena de tierra, donde se estaban adhiriendo espesos ovillos de ra?ces, imposibles de extirpar. Cogi? de la estanter?a un viejo volumen con las cubiertas pesadas y desgastadas. Las manos temblorosas voltearon las p?ginas de la Biblia con una lentitud frustrante y resignada. Se par? delante de una p?gina particularmente arrugada, consciente de que no le servir?a de nada leer, y ni siquiera rezar, como si en ese momento la religi?n se hubiese convertido en algo lejano y contrario a la verdad. Esquizofrenia. Se llama esquizofrenia. Mi mente est? enferma. S?lo esto. S?lo esto, repiti? lanzando la Biblia a los pies de la cama, las p?ginas abiertas en el suelo como las alas de un p?jaro muerto. No. No es esquizofrenia, Adriano. ?l est? a punto de entrar en escena. –Muy bien, Daisy Magnoli –dijo Sebastian. –No s? si te das cuenta, pero tu voz es maravillosa, bailas como una profesional y si no me equivoco s?lo tienes diecis?is a?os, ?verdad? –Cierto. Al menos por lo que respecta a mi edad. Por lo dem?s me f?o de vuestro juicio. La respuesta de Daisy fue subrayada por un aplauso del p?blico que pareci? agradecer, adem?s de su talento art?stico, tambi?n su facilidad de palabra. –Lo has dicho, bonita –exclam? Circe –La canci?n fue escrita por tu hermano, ?cierto? ?C?mo has dicho que se llama? –Adriano. Adriano Magnoli. – ?Quieres hablarnos un poco de ?l? Un autor tan fant?stico merecer?a estar aqu?, junto a ti. –Bueno, mi hermano no puede venir. Porque ?l, c?mo lo dir?a, ?l… ?l… est? – ?Qu? le pasa? Te veo un poco inc?moda –dijo frunciendo el ce?o Sebastian. – ?Quiz?s no te apetece hablar de Adriano? Ha llegado el momento de la malicia pens? Daisy. Seg?n lo planeado, ahora me las har?n pasar canutas. Daisy sab?a perfectamente c?mo los jueces, en nombre de la audiencia, pod?an convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles. Ella, sin embargo, no ten?a ninguna intenci?n de caer en la trampa e intent? concentrarse para hacer frente a sus asaltos. –Entonces, ?d?nde est? tu hermano? Deber?a d?rnoslo a conocer, querida. La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones. – ?Quiz?s no lo has querido aqu? contigo porque est?s celosa de ?l? – ?Adriano! ?D?nde est?s? ?Adriano! –grit? de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores. Sandra se hab?a quedado todo el tiempo detr?s de las bambalinas. La ejecuci?n de I’m Rose hab?a sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Hab?a disfrutado y llorado por la emoci?n. Las telec?maras se hab?an parado en sus l?grimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor. Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores. Todo ox?geno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convert?an en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios. Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto m?s alto era el ?ndice de audiencia, le pagaban una cuota m?s consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia val?a algo as? como dos millones de euros. Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable. ?Por qu? le toman el pelo a mi hijo?, se pregunt?. Los guionistas saben que no est? bien. Han hablado mucho con ?l. Incluso han preparado un v?deo t?pico de nuestra familia. Una entrevista donde Daisy hablaba de sus sue?os, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no est?… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy s?lo tiene diecis?is a?os. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ?por qu? se comportan de este modo? ?No era este el trato, joder! En el monitor del jurado aparecieron los ?ndices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el ?ndice de audiencia estaba rozando el once. Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fant?stica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia. Era necesario crear inter?s alrededor de la muchacha. Mucho inter?s. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente c?nicas. El ?ndice de audiencia sube. ?Dadle duro a la chavalita! ?nimo. Removed en la mierda. ?Debemos llegar al trece! El padre se ha suicidado. Mirad a ver si pod?is meterlo por alg?n sitio. Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Hab?amos decidido no hacerlo, ?al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece. Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pens? en la gratificaci?n del jurado, tambi?n calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella pod?a cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma deber?a dar lo mejor de s? misma. Se puso en pie. Sarc?stica comenz? a canturrear: – ?Adrianinnno! ?Adrianinnnno! ?Por qu? juegas al escondite? Tambi?n Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenz? con su p?rfido show. La jurado fingi? indignarse y grit?: –Olv?date, Jeny. No seas cabrona. Adriano no est? aqu? porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ?No es verdad, Daisy? Por lo que yo s?, Adriano, el autor de tu bell?sima canci?n est?… ?quieres decirlo t?? ?Quieres hablar de su problema? Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Deb?a cantar y divertirse. Y si, adem?s, hubiese mostrado ser realmente buena, habr?a tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espect?culo. Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el gui?n. Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia. En el fondo, I’m Rose, no era s?lo una canci?n. Era su historia. –Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ?Qu? le ocurre a tu hermano? –pregunt? Sebastian poniendo los pulgares bajo el ment?n, fingi?ndose atento y preocupado. –Mi hermano no est? bien –respondi? la muchacha con la odiosa sensaci?n de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos. En ese momento habr?a querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una ni?a. Mir? a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez m?s inc?modas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de l?grimas y maldijo su estupidez. Deb?a ser fuerte, deb?a responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, s?lo consigui? llorar. Un rel?mpago de triunfo atraves? la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el ?ndice de audiencia en el trece y medio. El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsar?a otros treinta mil euros. Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacci?n. A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez m?s malvadas. Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la peque?a qu? jodida cosa le pasa a su hermano. ?Venga, venga, venga! ?Si llegamos al quince son cien mil euros! Circe, mu?vete. No est?s haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltr?tala. ?Pega fuerte con una pregunta de las tuyas! Sandra habr?a querido protestar a alguien pero no sab?a a qui?n acudir. Los dos c?maras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruz? con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano. –Se?ora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aqu?, debe permanecer en el ?rea que ha sido asignada a los padres y… – ?Qu?tate de mi vista, jodido cabr?n! –grit? Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empuj?ndolo lejos. –Por favor, c?lmese –implor? el guionista empalideciendo. Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acerc? a Sandra. El guionista hizo una se?al con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control. – ?C?mo voy a calmarme? ?Mi hija est? llorando en esa mierda de escenario! –vocifer? Sandra desesperada. –Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondi? el joven guionista enfad?ndose con un c?mara que habr?a querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habr?a podido desencadenar la pol?mica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida. –Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenaz? Sandra apuntando con el dedo al guionista. El joven calvo sab?a muy bien c?mo la rabia de la mujer estaba m?s que justificada. No pod?a no darle la raz?n pero el dinero en danza era mucho. Si la audiencia se incrementaba de nuevo ?l se embolsar?a veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparec?a en los t?tulos de cr?dito justo inmediatamente despu?s del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no ten?a ninguna intenci?n de renunciar a una compensaci?n tan generosa. Avis? a direcci?n de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las c?maras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, orden? al vigilante de seguridad que volviese a acompa?ar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes. Sandra acept? con renuencia pero sin ninguna intenci?n de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correr?a al escenario para sacar a rastras a Daisy, despu?s de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa. ???Estamos en el catorce y medio!!! La frase centelle? seguida por una triunfante fila de signos exclamativos. Daisy habr?a deseado escapar del escenario. Pero qued? all? clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron m?s precisas, malvadas y ultrajantes. Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos. Cuando el anuncio acab? los ?ndices de audiencia volvieron a subir. El rostro l?mpido de Daisy surcado por las l?grimas salt? a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter. Sebastian mir? de reojo el indicador con una total euforia. Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganar?a el plus de cien mil euros. Con ese dinero podr?a comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balance?ndose del rosado pez?n de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se hab?a encaprichado de la muchachita cuando ella ten?a quince a?os y nunca hab?a dejado de sorprenderse por la naturalidad que ella demostraba en ciertos complicados juegos er?ticos. –Bien. Aqu? estamos de nuevo en vuestra compa??a. Est?bamos hablando de Adriano –resumi? Sebastian, antes de a?adir –Perd?name si soy desconsiderado pero me preguntaba c?mo un muchacho enfermo mental pueda componer una canci?n tan fant?stica como I’m Rose. No, no eres desconsiderado, s?lo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pens? Daisy que respondi? intentando mantener a freno la rabia: –Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y adem?s, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo m?s que otra cosa en el mundo. ?l es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aqu? es s?lo gracias a ?l. Un suspiro conmocionado sali? del p?blico. Catorce con nueve. La audiencia todav?a sub?a. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el coraz?n, hab?a golpeado en lo ?ntimo a los espectadores. Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escrib?an mensajes cada vez m?s implacables. Estamos a punto de dar el golpe. ??nimo, ?nimo, ?nimo! ?Redondeemos, as? de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo! Sebastian se pas? la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artiller?a pesada. Daisy sinti? su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la pr?xima pregunta, que se revel? una aut?ntica obra de arte de la perfidia. – ?Amabas tambi?n a tu padre, Daisy? La muchacha se qued? blanca. ?C?mo pod?an hacerle esto? ?C?mo pod?an atreverse a nombrar a su padre? – ?Y bien, Daisy? Ella no dijo nada. Se esforz? por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca hab?a logrado superar el trauma del suicidio a pesar de a?os y a?os de terapia. Los jueces del espect?culo, presion?ndola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivi? el horror que marc? su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del ?rbol con los ojos desencajados mirando al vac?o, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las v?rtebras cervicales destrozadas. Nunca lo hab?a visto en realidad pero siempre lo hab?a imaginado de esta manera. – ?Y bien, Daisy? Daisy escuch? a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuch? tambi?n el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pens? que enloquecer?a. – ?Y bien? Cu?ntanos algo sobre tu padre… – ?Basta! ?Ya basta! –grit? como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria. – ?Basta, basta, basta! De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estrobosc?picos saltaron. Se oy? otro ruido sordo. Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanqu?sima. El escenario se estremeci?, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo. Uno de los soportes se inclin? de golpe arrancando los cables el?ctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cay? al suelo llev?ndose con ?l cables y reflectores. Daisy lanz? un grito cuando el soporte se abati? sobre la mesa del jurado. Jenny Lio sinti? un golpe atronador. Hab?a sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energ?a la golpe? en el rostro. Cay? al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quem? la cara dej?ndole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se hab?a ennegrecido convirti?ndose en un mu??n negro y humeante. Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesa?o del entramado. La posici?n poco natural de la articulaci?n hac?a intuir que se tratase de una horrible fractura. Circe hab?a quedado sentada, inc?lume. Cubierta de sangre que no era suya. La visi?n de Sebastian la hizo gritar horrorizada. El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre ca?a sobre los monitores encendidos. Los ojos inm?viles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record hist?rico de los niveles de audiencia. Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre. La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento. 7 Como todas las ma?anas, Greta Salimbeni entr? en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo. La ayudante del doctor Salieri consegu?a cambiar, de vez en cuando, la impresi?n que la gente se hab?a hecho sobre ella. Greta pod?a aparecer fr?a, coqueta, hura?a o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen s?lo en los ojos de los que la miraban. Cuando hab?a comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como ?l, la profesi?n de psiquiatra. Quien sanaba la mente de los hombres deb?a, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habr?a descargado sus frustraciones con sus pacientes. Greta estaba enamorada del doctor pero no quer?a ser el segundo plato. Por esto Salieri se qued? en una pura y sencilla fantas?a er?tica. Greta abri? la puerta para acomodar al paciente. Adriano Magnoli entr? volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio. –Hola, Adriano –lo salud? Salieri enarcando las cejas, la expresi?n concentrada de quien estudia al paciente hasta el m?s peque?o detalle. –Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho. –S?. No ha sido un buen momento –asinti? Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inm?vil detr?s del escritorio. –Me lo contar?s todo con calma. Si?ntate, por favor. Adriano se sent? apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frot? con nerviosismo las manos, la expresi?n llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observ? algunos hematomas rojos en el muchacho. –Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor. –Te han quedado marcas –observ? Salieri apuntado la pluma a las mu?ecas de Adriano. –Si es por esto, las tengo tambi?n en los tobillos –precis? Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantal?n y bajar un calcet?n. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta. –Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribi? el doctor garabateando un apunte con una graf?a nerviosa. –No deber?a haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales. – ?Cu?nto tiempo te han tenido en la cama? –pregunt? Salieri encendiendo el ordenador. –Dos d?as. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado se?ales. –Tres semanas en la secci?n de psiquiatr?a. Debi? ser bastante duro, muchacho. –Cuando el entramado cay? sobre el escenario cre? que tambi?n Daisy hab?a sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza. – ?Quieres hablar sobre esto? –pregunt? Salieri deslizando el rat?n sobre la alfombrilla, los ojos fijos en la pantalla siguiendo la flecha que apuntaba a una carpeta para abrirla. –Me gustar?a, pero no recuerdo casi nada de esa noche –aclar? Adriano. –Dicen, sin embargo, que baj? all?, al sal?n. Todos gritaban por lo que estaba ocurriendo en la televisi?n. Llegado ese momento me he vuelto agresivo pero esto es lo que ellos creen. –Entonces, ?por qu? motivo te has lanzado contra los hu?spedes que estaban viendo a tu hermana en la televisi?n? –Porque ve?a llover trozos de carb?n en la habitaci?n. S?, esto lo recuerdo bien. Me he tirado encima de ellos para protegerlos. Quer?a evitar que alguien fuese golpeado. –Has empujado incluso a tu t?a que se ha ca?do al suelo, ?verdad? –S?. Por desgracia, s?. Se ha golpeado la cabeza pero juro que no quer?a hacerle da?o. –S? que no le ha ocurrido nada aparte de un chich?n, y s? tambi?n que te has defendido con u?as y dientes hasta el ?ltimo momento para no hacer que te internasen. Dec?as que estabas muy nervioso por el accidente del escenario. –No lo s?. Yo… yo s?lo s? que no quer?a hacer da?o a nadie. –El mordisco al enfermero, ?te acuerdas? –No mucho. Repito, no estaba bien. Me quer?an llevar, yo, sin embargo, no quer?a y a partir de ah? ha sucedido todo el foll?n. –He visto las cajas de los medicamentos, no los has tomado con regularidad, Adriano. He aqu? porqu? han vuelto las alucinaciones. Adriano, inc?modo, asinti? con aire culpable. –H?blame de Daisy, m?s bien. ?C?mo est?? –pregunt? Salieri abriendo el archivo que estaba buscando. Comenz? a mirarlo con particular atenci?n, entrecerrando los ojos y acercando la nariz al escritorio del ordenador. –Daisy se atemoriz?. Pero ella es fuerte y me defendi?. A causa de esto sucedi? lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perd?neme doctor, estoy un poco nervioso… –Tranquilo. Estamos entre amigos. Expl?came lo que quieres decir con calma –exclam? distra?damente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado. Adriano emiti? un jadeo inquieto. –Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no deber?a haberlo provocado. Mientras Adriano hablaba, Salieri clic? sobre el archivo donde estaba la historia cl?nica del muchacho. El hombre observ? algo ins?lito. Se acarici? el ment?n. Lanz? una ojeada a Adriano. Observ? otra vez la pantalla frunciendo el ce?o. –El accidente del escenario. Quiz?s ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que est? aqu?, dentro de mi cabeza. Quiz?s no s?lo echa ra?ces aqu?, quiz?s lo puede hacer por todas partes. Quiz?s est? ya por todas partes. Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atenci?n del doctor Salieri. El psiquiatra se hab?a puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio. –Doctor, ?me est? escuchando? –le pregunt? Adriano con un lamento. –Perdona. Me he distra?do –respondi? Salieri al muchacho quit?ndose el auricular, el t?rax se levant? y se relaj? con un suspiro de preocupaci?n. –Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad. –?l, el par?sito, la est? buscando. Est? buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ?lo entiende, doctor? ?Comprende lo que suceder?? No lo entiende porque estamos s?lo al comienza. Sebastian Monroe no deb?a provocarla. Por esto ha tenido ese final. Adriano termin? de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandon? el discurso. Siguieron otros veintitr?s minutos de di?logo en los que el muchacho consigui? hilvanar alg?n razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tir? del pu?o de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que deb?a ser recargado. Apret? el pulgar y el ?ndice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo gir? con movimientos peque?os y r?pidos hasta que las agujas se movieron, y dijo: –Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quer?a verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prom?teme, sin embargo, que tomar?s siempre las medicinas. Contin?a con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la pr?xima semana. A la misma hora. El psiquiatra estrech? la mano de Adriano sin levantarse. –Saluda a la se?ora Magnoli. Cuando Adriano sali? del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplast? el cigarrillo en el cenicero y puls? la tecla del tel?fono interior para llamar a Greta. –Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente. El m?dico encendi? otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el tel?fono son?. –Hola, Marco. ?C?mo est?s? – ?Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ?Y t?? –Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relaci?n con Adriano Magnoli. –S?. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien r?pidamente. ?Lo has visto? –Lo he visto. No hab?is arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir s?lo un viejo amigo. – ?Eh? ?Cu?l es el problema? –pregunt? sorprendido Buccelli, un hombre con la frente ancha surcada de profundas arrugas y en la cabeza una selva de cabellos grises y resecos. Roberto Salieri y Marco Buccelli hab?an sido compa?eros en la universidad. Una amistad basada en ninguna afinidad particular sino en aquella que se tiene cuando se aprecia el valor del otro. Durante los estudios universitarios se hab?an enfrentado en discusiones interminables en torno a las teor?as del Eros freudiano. Hablaban durante horas, y cuando finalmente parec?a que hab?an llegado al nudo de la cuesti?n, se alejaban del problema. S?lo despu?s de muchos litros de cerveza y algunos gramos de marihuana se encontraban pensando de la misma manera. Despu?s de cuarenta a?os ya no se ve?an pero entre ellos quedaba un sincero aprecio. –Escucha, Marco. ?Puedes dedicarme un momento? –pregunt? Salieri. –Pues claro, faltar?a m?s. ?Qu? ha ocurrido? –Hab?is cambiado la dosis de Leponex, hecho terapia electroconvulsiva, ciclos de test ciclomotores y piscoactitudinales. Es lo que he podido entender por el historial cl?nico. Êîíåö îçíàêîìèòåëüíîãî ôðàãìåíòà. Òåêñò ïðåäîñòàâëåí ÎÎÎ «ËèòÐåñ». Ïðî÷èòàéòå ýòó êíèãó öåëèêîì, êóïèâ ïîëíóþ ëåãàëüíóþ âåðñèþ (https://www.litres.ru/pages/biblio_book/?art=57159166&lfrom=688855901) íà ËèòÐåñ. Áåçîïàñíî îïëàòèòü êíèãó ìîæíî áàíêîâñêîé êàðòîé Visa, MasterCard, Maestro, ñî ñ÷åòà ìîáèëüíîãî òåëåôîíà, ñ ïëàòåæíîãî òåðìèíàëà, â ñàëîíå ÌÒÑ èëè Ñâÿçíîé, ÷åðåç PayPal, WebMoney, ßíäåêñ.Äåíüãè, QIWI Êîøåëåê, áîíóñíûìè êàðòàìè èëè äðóãèì óäîáíûì Âàì ñïîñîáîì. notes 1 Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni. 2 Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, vers?culos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31? edici?n 3 Nota del traductor: Potentes antipsic?ticos.
Íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë Ëó÷øåå ìåñòî äëÿ ðàçìåùåíèÿ ñâîèõ ïðîèçâåäåíèé ìîëîäûìè àâòîðàìè, ïîýòàìè; äëÿ ðåàëèçàöèè ñâîèõ òâîð÷åñêèõ èäåé è äëÿ òîãî, ÷òîáû âàøè ïðîèçâåäåíèÿ ñòàëè ïîïóëÿðíûìè è ÷èòàåìûìè. Åñëè âû, íåèçâåñòíûé ñîâðåìåííûé ïîýò èëè çàèíòåðåñîâàííûé ÷èòàòåëü - Âàñ æä¸ò íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë.