Àëåêñåé Íàñò. Çàáàâêè äëÿ ìàëûøåé. «ÁÇÛÊ». Îòäûõàë â äåðåâíå ÿ. Ðàññêàçàëè ìíå äðóçüÿ, Òî, ÷òî ñëåïåíü – ýòî ÁÇÛÊ! Ýòîò ÁÇÛÊ Óêóñèë ìåíÿ â ÿçûê! : : : : «Ëÿãóøêà è êîìàð» Áîëîòíàÿ ëÿãóøêà Îõîòèëàñü ñ óòðà, Òîëñòóøêà-ïîïðûãóøêà Ëîâèëà êîìàðà. À ìàëåíüêèé ïîñòðåë Èñêóñàë êâàêóøêó, È ñûòûé óëåòåë… : : : :

Sabor al amor prohibido. Cr?nicas del Siglo de Oro

Sabor al amor prohibido. Cr?nicas del Siglo de Oro Marina Armenteiro Este libro es una historia de amor, que relata como dos corazones enamorados luchan por el derecho de estar juntos y por su felicidad, pasando por muchas pruebas y superando todas las dificultades que aparecen en su camino.Los eventos que cuenta este libro, se desarrollan en la Espa?a de los tiempos del Siglo de Oro y en Am?rica.En el libro han sido reflejados hechos hist?ricos, la vida cotidiana de los espa?oles en la metr?polis y sus colonias, costumbres y tradiciones de los indios. Sabor al amor prohibido Cr?nicas del Siglo de Oro Marina Armenteiro © Marina Armenteiro, 2019 ISBN 978-5-4493-8058-6 Created with Ridero smart publishing system Pr?logo En la obra que se ofrece a mis lectores, se cruzan dos contextos sem?nticos: el rom?ntico y el hist?rico. El aspecto rom?ntico muestra la vida y el amor entre los protagonistas, Marisol y Rodrigo, cura cat?lico, ambos procedentes de nobles abolengos, y su lucha por el derecho de ser felices. Debido a muchos prejuicios sociales y dogmas de la iglesia, su amor resulta imposible en su propia patria, por eso los enamorados tienen que escapar de Espa?a y buscar su cobijo en Am?rica; sin embargo en el extranjero la vida tampoco les resulta f?cil. Tienen que acomodarse a la existencia en una tierra salvaje, sin los bienes de la civilizaci?n a los que est?n acostumbrados, encontr?ndose con envidiosos y enemigos que quieren destruir su familia; adem?s los dos buscan un rinconcito agradable en el nuevo continente donde pudieran establecerse y hallar su felicidad, superando numerosos apuros y pasando por varias pruebas. La trama hist?rica descubre la vida en Espa?a a principios del siglo XVI, o sea Siglo de Oro. Terminada la Reconquista y habiendo sido expulsados definitivamente los musulmanes, el pa?s queda unido bajo el poder de los Reyes Cat?licos. Sin embargo la consolidaci?n y prosperidad posterior de la naci?n, se ver? acompa?ada por el reforzamiento de la inquisici?n, que perseguir? a sus adversarios sin piedad. Es precisamente por esa raz?n, por la que mucha gente busc? posibilidades para escapar del pa?s dirigi?ndose al Nuevo Mundo, descubierto por Crist?bal Col?n a finales del siglo XV. La llegada del Siglo de Oro, a la vez implica una estratificaci?n entre los nobles, llevando a la pobreza a una parte de estos, convirti?ndolos en hidalgos o caballeros andantes sin propiedad alguna. Algunas de estas personas tambi?n se convierten en aventureros, que se precipitan hacia el nuevo continente buscando aventuras y lucro. La colonizaci?n espa?ola de Am?rica es otro tema importante de este libro, que ilumina el desarrollo de nuevos territorios por los emigrantes, y la vida de los nativos de Am?rica. Cada ser humano debe cumplir en su vida tres metas principales: hacerse tal como lo concibi? Dios, realizando su destino, encontrar a su media de naranja y unirse a ella, hallar su tierra prometida y acondicionarla. Los protagonistas del libro, paso a paso, a veces inconscientemente, van logrando estos fines principales, defendiendo su amor y su familia, buscando la raz?n de la vida y hallando su felicidad. Parte I. Espa?a Cap?tulo 1     Espa?a, Madrid, a?o 1513 En la casa grande de Do?a Encarnaci?n de la Fuente reinaba un alboroto. Todos los sirvientes se dedicaban a la limpieza y preparaban un agasajo. Aquel d?a todos estaban esperando la llegada de Mar?a Soledad, hija mayor de Do?a Encarnaci?n, que acababa de terminar sus estudios en el monasterio de carmelitas, en la ciudad de Le?n. El esposo de Do?a Encarnaci?n, Juan Manuel Echever?a M?ndez, hab?a fallecido hac?a unos a?os, despu?s de una enfermedad grave, dejando a la viuda con cuatro hijos. Su hijo mayor, Juan Roberto – todos le llamaban simplemente “Roberto” – ya hab?a cumplido veinte a?os. El muchaho estaba en el servicio en la corte real. Mar?a Soledad era la segunda hija de los esposos. Ella hab?a ingresado en el monasterio a los nueve a?os, y en aquel momento ya tenia catorce. Su hermana menor que se llamaba Isabel, estaba estudiando en el mismo monasterio, y el hijo menor, Jorge Miguel, a?n ten?a siete a?os. Do?a Encarnaci?n amaba a su esposo y por eso sufr?a mucho tras su fallecimiento. Su familia era considerada una muy unida y buena familia, y la mujer ni siquiera pensaba en volver a casarse, opt? por quedarse fiel a su difunto esposo, dedic?ndose a la educaci?n de sus hijos. El esposo de do?a Encarnaci?n no era un hombre rico, pero sus padres hab?an dado el consentimiento para su matrimonio, al conocer que este proced?a de un abolengo antiguo y noble, y percatarse adem?s de que quer?a mucho a su novia. Despu?s del enlace, los esposos hab?an vivido en amor y compa??a durante muchos a?os. Do?a Encarnaci?n hered? de su padres un gran legado. Su madre a?n estaba viva y de vez en cuando visitaba a su hija y sus nietos. Do?a Encarnaci?n se encontraba muy agitada mientras se preparaba para recibir a su hija. Antes de este d?a la visit? varias veces en el monasterio, y por fin Mar?a Soledad estaba a punto de volver a la casa de sus padres. Ya era tiempo para buscarle un novio decente, pero la madre de la chica a?n no quer?a apurarse con eso. Do?a Encarnaci?n se puso su vestido preferido beige de seda. Era una mujer bastante corpulenta, llena de carne y algo mandona por su car?cter. Su difunto esposo, contrariamente, siempre hab?a sido un hombre delgado y de muy poco genio. Roberto, el hijo mayor de los esposos, ten?a el car?cter de su madre. Mar?a Soledad, en apariencia, estaba muy padecida a su padre, pero ten?a un car?cter distinto y muy especial. Pronto se dej? o?r el ruido de los cascos de caballos, y la due?a de la casa vio un coche que estaba acerc?ndose a la entrada. Hac?a unos d?as hab?a mandado a su hijo mayor, caballero de Su Majestad, al cochero y a una sirvienta a Le?n, a por su hija, y por fin todos volv?an con Mar?a Soledad. El camino por donde hab?an ido, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey – a diferencia de otros por donde campaban por sus respetos bandoleros e hidalgos mendigos – por eso Do?a Encarnaci?n estaba tranquila. – Ya han llegado, est?n aqu?! – grit? la criada, acerc?ndose corriendo a la puerta. Do?a Encarnaci?n, acompa?ada por su hijo menor, sali? a la calle. Desde el coche se bajaron sus hijos: Roberto con Mar?a Soledad, con aspecto de chica muy fr?gil, vestida a?n con la ropa del monasterio, morena, de pelo suave, piel de una blancura deslumbrante y grandes ojos pardos. Su hermano era un hombre de estatura media, muy fuerte, moreno, de pelo denso y bastante simp?tico. – Hola mi querida madre, hermanito, ?no saben cu?nto les echaba de menos a todos! – exclam? la chica, y enseguida se encontr? en los brazos fuertes de Do?a Encarnaci?n que hasta se ech? a llorar de alegr?a. – Hola, Marisol, mi hijita querida, ?que bien que hayas vuelto, ahora ya siempre vivir?s con nosotros! – dijo, besando a la chica. Marisol abraz? a su madre y hermano menor. Despu?s todos entraron en la casa muy alegres, cruz?ndose palabras y hablando sin parar. Y los rodearon los sirvientes que tambi?n estaban muy felices por la llegada de la se?orita. – Luisa, lleva el equipaje de Marisol a su habitaci?n y prep?rale la ba?era, pues tiene que lavarse despu?s del camino, – mand? Do?a Encarnaci?n a la criada. – La ba?era ya ha sido preparada, – contest? esta cogiendo las cosas de Marisol. Do?a Encarnaci?n acompa?? a su hija hasta su habitaci?n. – C?mbiate de ropa y l?vate, mi ni?a, – le dijo cari?osamente, – descansa un poco, te estamos esperando en el comedor. Al cabo de una media hora, Marisol, despu?s de tomar el ba?o y cambiarse de ropa, poni?ndose un vestido azul que le iba mucho, fue al comedor oscuro donde ya hab?a comenzado la comida. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco, y sobre ella se encontraban platos tradicionales madrile?os: asado de cordero, pollo al horno, cocido, pescado, hortalizas, pan y el vino joven. Para la comida hab?an sido invitadas la abuela de Marisol, Do?a Mar?a Isabel, y sus t?as maternas. – Bueno, Marisol, cu?ntanos tu vida en el monasterio – le solicitaban los hu?spedes a la chica, disfrutando de la comida. Pero la chica no ten?a mucho que contar. Una disciplina severa, madrugones, oraciones, clases, tareas de casa, ex?menes, comida escasa, monjas duras que la hab?an castigado por cualquier desliz. As? que la se?orita sent?a un gran alivio al saber que todo esto hab?a terminado, y por fin pod?a disfrutar de una vida libre en la casa de su madre. Sin embargo coment? que ten?a ganas de cantar en un coro de iglesia. Era amante de la m?sica, sab?a tocar el la?d y ya hab?a cantado en el coro del monasterio durante su tiempo de estudios. Do?a Encarnaci?n consinti?. Estaba muy alegre y se sent?a orgullosa por su hija. Marisol hab?a finalizado con ?xito sus estudios y hab?a sido una estudiante muy d?cil y aplicada. Su madre les quer?a dar una buena educaci?n y ense?anza a todos sus hijos, y en aquel momento estaba muy feliz por los ?xitos de sus hijos mayores, Roberto, caballero de Su Majestad, y Marisol, su hija preferida. Cap?tulo 2 Al cabo de unos d?as Marisol decidi? visitar a su amiga con quien hab?a compartido sus estudios en el monasterio de las carmelitas. Elena Rodr?guez Guanatosig – as? se llamaba su amiga – viv?a cerca, en la calle Flores, en una casa peque?a. La madre de Elena muri? despu?s del parto, y la chica fue educada por su abuela, Do?a Luisa, y sus t?as, hermanas solteras de su padre, este era un funcionario en el Ayuntamiento, que trabajaba en los asuntos de administraci?n de la ciudad. Su familia no era rica. Elena era la hija menor y ten?a dos hermanos mayores. Uno de ellos hac?a unos a?os se hab?a marchado a las colonias, buscando aventuras, y el otro, Enrique, estaba en el servicio militar en el Sur de Espa?a, donde a?n estaban arreglando todos los asuntos legales despu?s de la expulsi?n de los musulmanes. – ?Te he echado de menos, Marisol! – exclam? Elena, al ver a su amiga en su casa. – ?Seguiremos siendo amigas, como antes, no? – Por supuesto, querida Elena – contest? Marisol – yo tambi?n te extra?aba, ya que hemos pasado juntas todos estos a?os en el monasterio. Mi madre y mi abuela no me dejan salir de la casa, dicen que no est? bien que una se?orita salga sola, ?vamos a pasear juntas? – De acuerdo, amiga, pero ?que piensas hacer? – Mi mam? quiere que yo me vaya a nuestra hacienda en el Sur, ?no quieres acompa?arme? – ?Con mucho gusto ir?, pero si me dejan mis familiares! A prop?sito, all? est? en el servicio militar mi hermano Enrique, ?tal vez, podamos encontrarle! Las chicas pidieron permiso a la abuela de Elena para que les dejara pasear por la ciudad, pero Do?a Luisa mand? que salieran en el coche, bajo la vigilancia del cochero. Las chicas se acomodaron en los asientos y los caballos echaron a galopar por el pavimento adoquinado de la ciudad. En aquella ?poca Madrid a?n no era la capital de Espa?a y parec?a una ordinaria ciudad de provincias, sin embargo la corte real no estaba lejos. All?, en la ciudad de Toledo, estaba en el servicio militar el hermano mayor de Marisol, que era un caballero de Su Majestad el Rey. Por ser menor de edad el sucesor al trono, Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, pareja estelar, ya fallecida, el estado estaba gobernado por un regente. Las muchachas se alegraban paseando en el coche por sus calles, despu?s de muchos a?os de encierro en el monasterio. Los cascos de los caballos trotaban por el pavimento arrastrando el coche. Los ciudadanos de a pie y caballeros, sobre todo los j?venes, no dejaban de prestarles atenci?n a las se?oritas. Las amigas iban alborotando y ri?ndose con regocijo, mientras el cochero intentaba rega?arlas explic?ndoles que no era decente para las chicas j?venes portarse as?. – ?Vaya! Por aqu?, igual que en el monasterio, no hay ninguna libertad – se lament? Elena. – Bueno, amiga, nos vamos al Sur, a nuestra finca, ?creo que all? no nos van a sobreproteger de la misma manera que en Madrid! – se ri? Marisol. Pronto se encontraron en una de las plazas de la ciudad, donde se realizaban ejecuciones, y Elena cont? que hac?a unos d?as por aqu? hab?an sido quemados herejes. – ?Quienes son los herejes? – le pregunt? Marisol. – No lo s? exactamente, mi abuela dice que estas personas no reconocen la Escritura Sagrada y se oponen al Papa. – ?Acaso es un motivo para quemar a la gente? – se sorprendi? Marisol. En respuesta Elena solo se encogi? de hombros. Se acercaron al lugar. En la plaza estaban preparando le?as para un nuevo fuego. – Ma?ana volver?n a quemar a alguien – advirti? Elena. Marisol se sinti? mal. – V?monos de aqu? lo m?s pronto posible – le dijo al cochero. El humor fue estropeado, y en el alma de la chica se qued? un regusto amargo. – Se me quitaron las ganas de pasear – le dijo a su amiga. *** Al cabo de unos d?as las impresiones hoscas producidas por el paseo, se desvanecieron, y las dos amigas, acompa?adas por la abuela de Marisol, Do?a Mar?a Isabel, dejaron Madrid dirigi?ndose al sur del pa?s, a Andaluc?a, en donde se encontraba un gran latifundio, que era patrimonio de la familia de la Fuente. El dominio se encontraba cerca de C?rdoba. La finca fue donada a los antepasados de Do?a Encarnaci?n por el rey, a?n en el siglo XIII, despu?s de la expulsi?n de los musulmanes desde C?rdoba. Los nuevos due?os durante casi dos siglos, con mucho af?n, hab?an estado acondicionando el dominio, previa residencia mauritana que hab?a pertenecido a un consejero del emir de C?rdoba. El padre de Marisol pasaba mucho tiempo en la finca de su esposa, reconstruyendo lo que era una casa antigua, pero no pudo terminar el trabajo, al fallecer de impr?viso por causa del agravamiento de una enfermedad. Ya empez? el verano. Tras la semana, despu?s de un viaje fatigoso por la tierra de Castilla y Andaluc?a, pedregosa y quemada por el sol, las viajeras llegaron por fin al lugar de destino, y ante su vista apareci? una casa grande y silenciosa de estilo mauritano. La finca se encontraba en la provincia de C?rdoba, a una hora de viaje de la ciudad. El muro exterior de la casa era casi ciego, seg?n la costumbre oriental, s?lo hab?a ventanillas encima de la puerta; pero detr?s de la casa hab?a un patio prolongado por un gran jard?n, tambi?n rodeado por una muralla de piedra. En el patio se encontraba una fuente hermosa, alrededor de ella crec?an granados y flores. En el jard?n tambi?n hab?a otras fuentes y glorietas, y adem?s all? hab?a una alberca, donde los habitantes de la casa pod?an ba?arse en los d?as calurosos del verano. En ausencia de los due?os, la casa estaba bajo la vigilancia de un administrador Don Jos?, y su esposa. Tambi?n hab?a un jardinero, Don Eusebio. A cargo de ellos estaban los campesinos que trabajaban en la finca cuidando las plantas, c?tricos, granados y vi?as, cosechando las frutas que se mandaban al mercado, abasteciendo as? una renta complementaria para la familia Echever?a de la Fuente. Las chicas parloteaban y alborotaban con regocijo recorriendo la casa, mientras la abuela Mar?a Isabel intentaba persuadirlas; en cambio el administrador estaba muy contento ya que en la monoton?a aburrida de su vida irrumpieron estas dos muchachas tan j?venes, alegres y encantadoras, as? que con mucho gusto les ense?? la casa y el jard?n. Las chicas cansadas y fatigadas por el calor, enseguida se dirigieron a la alberca para ba?arse, a pesar del disgusto de Do?a Mar?a Isabel. Despu?s de la comida muy abundante, era de costumbre hacer la siesta y las chicas se alejaron a sus dormitorios para descansar. Por la tarde el administrador prometi? llevarlas a C?rdoba para ense?arles la ciudad. Despu?s de que todos los reci?n llegados durmieran bien y tomaran t? fresco con menta, las chicas comenzaron a escoger vestidos para la salida a la ciudad; se re?an con regocijo, prob?ndoselos y mostrando una a otra sus ropajes, mientras Do?a Mar?a Isabel las vigilaba y no las dejaba vestirse muy llamativamente. – Nada gan?is con pareceros a las mujeres de vida ligera, – les dijo con seriedad, – recordad que proced?is de los abolengos nobles y ten?is que portaros con dignidad. Al fin Marisol eligi? un vestido gris que le iba bien y Elena uno de color rosa claro; completaron su vestuario con sombreros elegantes y se sentaron en el coche, enganchado por un par de caballos. Su abuela durante unos minutos dio indicaciones a Don Jos? L?pez, para que no dejara escapar a las chicas del coche y observara que se portaran bien, sin que atrajeran miradas de personas curiosas. El coche se puso en marcha. Los caballos estaban galopando alegremente por la estrada, y al cabo de una hora se hab?an acercado ya a C?rdoba. Las chicas se quedaron fascinadas por una imagen imponente del legado musulm?n. Un muro ciego encerraba la ciudad, pero en aquel momento las puertas estaban abiertas. Todos los enemigos de Espa?a ya hab?an sido derrotados, y tan s?lo unos pocos bandoleros errantes amenazaban a la ciudad. Grandes torres de guardia se alzaban a los lados de la puerta maciza de la ciudad. C?rdoba estaba cubierta de jardines, que se hab?an iniciado justo detr?s de sus callejuelas estrechas, a donde daban las fachadas ciegas de las casas. Los ciudadanos decidieron introducir una variedad en estos muros tristones, y para adornarlos colgaban en los frentes de sus casas macetas de hermosas flores. Era un aspecto hermoso, sin embargo el coche no pudo entrar estas calles estrechas, y aunque las chicas quisieron salir para mirar a corta distancia la esplendidez de las flores, Don Jos? fue inflexible. El coche prosigui? al centro de la ciudad donde se encontraba el Alc?zar, que fue previamente residencia del emir, pero en aquel momento en el edificio se hab?a instalado el Tribunal Supremo de la Iglesia o sea la Inquisici?n. Cerca estaba tambi?n la Mezquita que hab?a sido remodelada y reconvertida en una Catedral cristiana. Entraron en la Plaza Mayor, Don Jos? detalladamente relataba a las chicas historias y an?cdotas sobre los musulmanes, previos habitantes de la ciudad, y de las tradiciones y h?bitos de los ciudadanos modernos. Al pasar por el centro de la ciudad se dirigieron al muelle del r?o Guadalquivir, donde se ve?an ruinas de un antiguo puente romano. All? paseaba mucha gente, y Don Jos? dej? a las chicas salir del coche y caminar un poco. Las amigas aprovecharon esa oportunidad con mucha alegr?a, mientras su guardi?n manten?a los ojos puestos en ellas. Por el muelle aparatoso deambulaba mucha gente, aunque la mayor?a de ellos no parec?an ser de abolengos nobles. Cerca se encontraban jineteando con sus caballos, unos caballeros de Su Majestad. Las chicas no apartaron los ojos de los muchachos arrogantes, y de improviso, un joven del grupo de caballeros, al verlas, exclam?: – ?Elena, hermanita m?a! Hacia las chicas se acerc? en su caballo un esbelto jinete. El muchacho se desmont? sin soltar las bridas e hizo una reverencia. – ?Enrique, hermano m?o! – le contesto Elena, abrazando al muchacho – ?qu? alegr?a! El joven, vestido con la armadura de caballero, parec?a muy simp?tico y amable, era de estatura media, delgado, incluso esbelto y de ojos grises. – Elena, ?c?mo es que est?s aqu?? – le pregunt? a su hermana. – Y ?qui?n es esta muchacha tan hermosa que est? a tu lado? – a?adi? mirando con una sonrisa a Marisol. – Ah! ?te la presento! – exclam? Elena. – Marisol, este es Enrique, mi hermano, est? aqu? cumpliendo el servicio militar, es caballero de Su Majestad; mira ?esta es Marisol Echever?a de la Fuente, mi amiga! – a?adi?, volviendo la cabeza hacia Maria Soledad. – Estudiamos juntas en el monasterio, su familia tiene aqu? una finca y estoy de visita en su casa. Se volvi? hacia el administrador, Don Jos?, que manten?a sus ojos puestos en las chicas, recordando y respetando las indicaciones de Do?a Mar?a Isabel. – Mira, este es Don Jos? ?que est? cuidando de nosotras, por si nos sucediera algo! Todos los presentes se echaron a re?r; entre tanto, el caballero joven no apartaba sus ojos de Marisol. – ?Qu? le parece todo por aqu?, en C?rdoba, le gusta? – le pregunt?. La chica se confundi? y agach? la vista. – S?, me parece hermoso todo lo que he visto por aqu?, sin embargo hoy acabamos de llegar y a?n no hemos visto muchas cosas. – Bueno, ?qu? pasa? – dijo Enrique, – con su permiso, les ense?ar? C?rdoba, todos los lugares de inter?s que hay en la ciudad y sus alrededores, cuando tenga un d?a de descanso. – Marisol, ?podemos invitar a Enrique a visitar su finca? – pregunt? Elena con ?nimo. – Creo que s?, – contest? la chica, – pero hay que advertir a la abuela. – Dentro de cinco d?as tengo un d?a de descanso, ?podr?amos vernos?, – le pregunt? Enrique a Marisol. – Voy a decir a la abuela que usted es hermano de Elena y quiere visitarnos, ?creo que dar? su permiso! – contest? ella. – Bueno, ?as? quedamos! – el muchacho se alivi?. Era obvio que le gustara la amiga de Elena y quer?a volver a verla. Entre tanto, Don Jos? les hac?a signos de que ya era tiempo para volver a casa, as? que las chicas subieron al coche. – ?Puedo acompa?arles hasta la puerta de la ciudad? – pregunt? Enrique montando a su caballo de un salto. El coche se puso en marcha y se dirigi? hacia la salida de la ciudad; acompa?ada por el hermano de Elena, las chicas soltaban risillas, mir?ndose una a otra con aspecto enigm?tico, p?caro y simp?tico, mientras estaban yendo junto a ?l, y ya cerca de la puerta Enrique se despidi? prometiendo visitar la finca de Marisol al cabo de unos d?as. – Bueno, ?qu? te pareci? mi hermano? – sopl? Elena a Marisol al o?do con un aspecto conspirativo, ?te acuerdas c?mo te miraba?, ?parece que ha puesto los ojos en ti! – Tu hermano es muy simp?tico y galante, produce una buena impresi?n, – contest? Marisol de una forma evasiva, – a?n no s?, ya veremos. Sin embargo, era obvio que el encuentro con el hermano de Elena no la hab?a dejado indiferente. Al volver a casa, las chicas pidieron que les dejaran dormir juntas en el dormitorio de Marisol, pero antes de dormirse, las dos estuvieron susurrando y ri?ndose hasta la medianoche, acord?ndose de los eventos del d?a que ya hab?a pasado. La vida les parec?a una aventura fascinante y estuvieron saboreando los milagros que les esperaban. Cap?tulo 3 El domingo en la finca de la familia de la Fuente estaban esperando a los hu?spedes. Do?a Maria Isabel daba indicaciones a la cocinera respecto a los platos que ten?a que preparar. Se supon?a que el hermano de Elena no llegar?a solo, sino que llevar?a consigo a un amigo para present?rselo a su hermana. Marisol se puso un vestido azul claro que le sentaba muy bien a su esbelta figura, y que matizaba su piel blanca y suave. El vestuario de Elena era de color beige claro. La chica era m?s fuerte y gruesa que Marisol, pero ten?a una figura muy elegante y los contornos de su cimbre?o cuerpo hac?an suspirar a muchos caballeros j?venes. Marisol se encontraba muy agitada, pues era la primera vez en su vida que ten?a por delante una cita con un muchacho que le hab?a prestado atenci?n, y pensaba que quiz? a ella le cayera bien al volverlo a ver. Los visitantes llegaron justo a la hora de la comida. Enrique en efecto trajo consigo a un amigo, se llamaba Ram?n del Castillo y era hijo de uno de los terratenientes m?s ricos del pa?s. El muchacho era alto y flaco, de pelo denso de color negro y de facciones agudas. Los dos muchachos ten?an dieciseis a?os. Enrique y su amigo vinieron sin armadura de caballero, vestidos con chupas elegantes. Al tenerlo cerca Marisol pudo observar mejor al hermano de Elena. Era bastante atractivo, ten?a la cara morena, cubierta por el bronceado del sur y el muchacho era muy esbelto, de muy buena estatura, igual que su hermana. Los j?venes caballeros saludaron muy amablemente a Do?a Maria Isabel y le hicieron regalos, dulces de Levante, preparados por los mejores pasteleros de C?rdoba. Enrique present? a los due?os de la finca a su amigo, abraz? a su hermana, despu?s hizo una reverencia a Marisol; la chica le contest? de la misma manera, baj? la mirada, y desde aquel momento el muchacho ya no apartaba la vista de ella. El amigo de Enrique era un charlat?n muy alegre, que bromeaba sin parar dando cumplidos a las damas. Elena apenas le prest? atenci?n, pero por educaci?n demostraba su amabilidad hacia ?l, seg?n lo requer?an las reglas de etiqueta. La mesa para la comida fue hecha en el patio. Sirvieron cerdo al horno, platos de jud?as pintas, exquisitas empanadas que la cocinera de la finca sab?a preparar como nadie, as? que todos disfrutaron de su guiso. Hab?a tambi?n frutas secas tra?das desde las colonias, vino y dulces. Do?a Mar?a Isabel se puso a preguntar a los muchachos sobre su servicio militar, y estos con mucho gusto le relataron varias historias divertidas de su vida. Al terminar la comida, la abuela continu? charlando con Ram?n y Elena, y mientras Enrique se acerc? hacia Marisol, se alejaron de los dem?s al fondo del patio y se sentaron en un banco bajo el granado. – Usted es muy guapa, Marisol, – dijo Enrique, cogiendo la mano de la chica y besando sus dedos. – Usted me cae bien, noto que es algo diferente y me parece especial. Marisol advirti? que la abuela, de vez en cuando, les echaba una mirada y apart? su mano de sus dedos. – ?Me permite usted visitarla a veces? – la pregunt? el muchacho. – Est? bien, me alegrar? de verle, y creo que mi abuela tambi?n. – ?Tiene usted novio? – le pregunt? Enrique de s?bito. Entonces Marisol se qued? confundida, y le explic? que Elena y ella acababan de salir del monasterio donde hab?an estado encerradas durante unos a?os estudiando diferentes asignaturas, que acababan de llegar a la finca, y que a?n no tuvieron tiempo para conocer a alguien m?s. – ?Entonces puedo ser yo su novio? – volvi? a preguntarle el muchacho, de nuevo cogi?ndola de la mano y mirando sus ojos. Marisol se sinti? inc?moda, pues no esperaba o?r estas palabras tan pronto, y adem?s sent?a que era muy joven, casi una ni?a. Al ver su confusi?n, el muchacho le coment?: – Me faltan dos a?os m?s para completar mi servicio a nuestro Rey, en cuanto lo acabe, me acercar? a Madrid, a su casa, para pedir su mano. – De acuerdo, – le dijo Marisol muy bajito, pues a?n no sab?a si le gustaba o no en tal avatar. Le ca?a bien el muchacho ?pero durante este tiempo podr?an pasar muchas cosas! Continuaron sentados en el banco un poco m?s. Marisol estuvo hablando a Enrique sobre sus estudios en el monasterio, sobre la severa disciplina que reinaba all?, y le relat? c?mo los alumnos de vez en cuando intentaban violarla, para conseguir sentir que ten?an un poco de libertad. Se re?an. Y tambi?n Marisol le comunic? al muchacho que quer?a cantar en un coro de iglesia. – Me parece bien, – dijo Enrique, – usted no estar? as? aburrida mientras yo est? cumpliendo el servicio a nuestro Rey. El tiempo pas? casi sin notarse. El sol ya se encontraba inclinado al atardecer. Ram?n entre tanto, hac?a se?as a su amigo de que ya era tiempo de volver. – Ya es tarde, tenemos que irnos, – le dijo Enrique a la chica levant?ndose del banco. Todos salieron de la casa. Los muchachos se despidieron de las due?as de la finca agradeciendo su hospitalidad, y montaron sus caballos que ya hab?an sido preparados por los sirvientes por orden de Do?a Mar?a Isabel. Y as?, al poco rato, Marisol y Elena vieron a los jinetes desaparecer a lo lejos, mientras observaban el horizonte. – Cu?ntame amiga, ?de qu? has estado hablando tanto rato con mi hermano? – pregunt? Elena, mientras las chicas se iban dirigiendo hacia la habitaci?n de Marisol. – De todo en el mundo, ha sido interesante conversar con ?l. – Pero, ?te cae bien Enrique? – S?, me gusta, pero ser?a necesario que le conociera mejor, – le contest? la chica de una forma evasiva. Me propuso ser mi novio y me prometi? que iba a pedir mi mano cuando termine su servicio. – ?Vaya! – exclam? Elena. – ?parece que ha puesto los ojos en ti en serio! ?Ay, Quique, Quique! ?Qu? curioso! Ya ves, amiga, ?quiz?s nos enlacemos contigo! Y nosotros, no sabes, ?cu?nto nos re?mos hablando con Ram?n! – dijo, cambiando de tema. – Es muy divertido, sin embargo no es un hombre con quien me casar?a. Despu?s la abuela Mar?a Isabel llam? a Marisol para preguntarle por su charla con Enrique, y la chica a rasgos generales le rindi? cuentas de su conversaci?n, pero no cont? sobre la intenci?n del muchacho de ser su novio. Y adem?s Do?a Mar?a Isabel no dej? de recordar a su nieta como debe portarse con los muchachos. – ?Estos caballeros de Su Majestad son tan p?caros! Son muy fr?volos; ?tantas se?oritas se enamoran de ellos!.. debes portarte con dignidad, Mar?a Soledad, le dec?a, no conf?es en sus primeras palabras, y as? despu?s no te decepcionar?s; al hombre no se le reconoce por sus palabras, sino por sus hechos. Despu?s de la conversaci?n con su abuela, Marisol se alej? al jard?n coloc?ndose bajo los eucaliptos, para estar un rato a solas consigo misma y poner en orden sus pensamientos. La chica pens? que el muchacho a?n no le hab?a reconocido su amor; tampoco la hab?a preguntado si le quer?a a ?l, y sin embargo ya la hab?a propuesto ser su novio, y no sab?a como debe suceder todo entre los enamorados. Pero a pesar de todo, le parec?a que si tendr?a otras citas con ?l, ya se ver?a, todo se determinar?a con el tiempo. Entre tanto anocheci? y la chica volvi? a casa; al entrar a la habitaci?n de su amiga, vio a Elena durmiendo profundamente. “Quiz?s Ram?n la haya fatigado con sus bromas”, pens? Marisol, y sonri?. Sali? al ba?o, lav? sus manos y la cara, y al volver a su dormitorio, se ech? a la cama de plum?n blando y almohadas altas, y enseguida tambi?n se qued? dormida. Cap?tulo 4 Los d?as pasaban con tranquilidad y placidez, las chicas disfrutaban de su libertad y tambi?n de la comodidad y confort de la casa, lo que les hab?a faltado mucho, durante su severa vida en el monasterio. Pasaban el tiempo paseando por el hermoso jard?n de la finca, ba??ndose en la alberca y conversando de sus cosas. Por las tardes, de vez en cuando, Don Jos? las llevaba a C?rdoba, donde admiraban bellas vistas de la ciudad, hermosas flores que las ciudadanas cultivaban muy cuidadosamente en macetas que colgaban en las fachadas de sus casas, jardines y fuentes, y mirando a la gente que paseaba por las calles. Enrique y Ram?n las visitaban regularmente en sus d?as de descanso y todos los presentes disfrutaban muy gratamente, de una buena compa??a, de la cocina exquisita de Do?a Mar?a, y del magn?fico ambiente del gran jard?n con sus flores, fuentes y el canto de las aves. Marisol y Enrique sol?an apartarse de los dem?s, sent?ndose en su banco preferido a la sombra del granado, y con el tiempo llegaron a ser buenos amigos. Al muchacho le gustaba charlar con la chica que hab?a recibido una instrucci?n excelente. Los dos eran amantes de la lectura – aunque los libros en aquella ?poca eran una cosa rara – y el muchacho revel? a su novia que tambi?n ten?a ganas de escribir un libro. A veces paseaban juntos por el jard?n, pero Do?a Mar?a Isabel segu?a rigurosamente cada uno de sus pasos y ped?a al administrador y sirvientes, que tuvieran sus ojos puestos en los j?venes. Otra curiosidad de la finca eran los ba?os mauritanos que quedaron all? despu?s de irse los due?os anteriores, moriscos de categor?a. Los amos antiguos hab?an cuidado su limpieza muy rigurosamente, lav?ndose por lo menos una vez a la semana, como dictaban sus costumbres. En la Espa?a de aquella ?poca pocas personas gozaban de tal lujo, pues s?lo en las casas m?s ricas hab?a ba?eras. Los ba?os mauritanos eran una construcci?n de piedra, estructurada con unas habitaciones que se calentaban y all? se abastec?a el agua, caliente y fr?a. Las chicas sol?an visitar los ba?os una vez a la semana y les gustaba, ya que les era muy agradable y disfrutaban mucho. Ambas propusieron a sus hu?spedes aprovechar la posibilidad para quedar limpios y los muchachos lo aceptaron con mucho gusto ya que no ten?an donde lavarse, salvo en el r?o. Entre tanto los d?as volaron sin parar, y ya lleg? el tiempo de volver a Madrid. Aunque a Marisol le daba pena dejar su finca preferida, a la vez estaba impaciente por empezar a cantar en el coro, y adem?s ten?a muchas ganas de leer libros que hab?a en la biblioteca de su casa en Madrid. La chica se daba cuenta de que le har?an falta las citas con Enrique ya que se hab?a acostumbrada a ?l, por eso su ?ltimo encuentro fue un poco triste. El muchacho tambi?n se hab?a apegado a Marisol al tomarle cari?o a ella, y se le notaba que la pr?xima separaci?n le apenaba. – Bueno, no pasa nada – le dec?a a su nieta la abuela Mar?a Isabel tratando de consolarla – a?n sois j?venes, ?ten?is toda la vida por delante! Lleg? el d?a de la partida. Los sirvientes prepararon el equipaje para el viaje y lo colocaron en el coche, mientras las chicas sal?an por ?ltima vez al jard?n, despidi?ndolo y admirando sus hermosas vistas. – Que pena que tengamos que marcharnos – dijo Marisol con sentimiento, pero Elena en cambio, ten?a muchas ganas de volver a la capital, para saborear m?s adelante nuevos encuentros, conocimientos, pomposas acogidas y bailes. Se sentaron en el coche y este se puso en marcha, llevando a los viajeros desde aquel paraje de ?ngeles al ruidoso Madrid. El camino por donde se iban, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey, por eso no ten?an miedo a los bandoleros e hidalgos que se hicieron malhechores los ?ltimos a?os, acechando a los viajeros indefensos, robando y matando a su v?ctimas; por esta raz?n los pasajeros pernoctaban en monasterios y fincas donde viv?an amigos de la familia. Al cabo de una semana todos llegaron felizmente a Madrid, donde las chicas se encontraron entre los brazos de sus familiares que les hab?an extra?ado mucho durante su ausencia. A los pocos d?as Do?a Encarnaci?n llev? a su hija a la Catedral de San Pablo para presentarla a la preceptora del coro de la iglesia. Era la Catedral, la iglesia m?s grande de la ciudad y fascinaba a todos los que entraban all?, por su magnitud y sus enormes b?vedas, pero sobre todo por su extraordinaria pintura mural. En la parte femenina del coro participaban tanto chicas j?venes como mujeres mayores de edad. El grupo masculino consist?a por una parte, en chicos menores de doce a?os y por otra de los dem?s hombres cuyas voces ya hab?an sido transformadas y formadas tras la pubertad. Mientras Do?a Encarnaci?n estaba hablando con la preceptora que dirig?a el grupo femenino del coro, Marisol examinaba la Catedral y se encontraba aturdida por su belleza. Algo despu?s la preceptora llev? a las visitantes a una habitaci?n al fondo de la Catedral para escuchar la voz de la chica. Marisol empez? a cantar su canci?n preferida sobre un caballero y su enamorada. Le gustaba mucho interpretar esta melod?a en las fiestas familiares acompa??ndola con un la?d. La preceptora se qued? encantada por el canto de la chica, enseguida declar? que la admit?a al coro, y la invit? al primer ensayo que tendr?a lugar al d?a siguiente a las 10 de la ma?ana. A la hora establecida del d?a siguiente el coche trajo a Marisol a la Catedral donde la recibi? la preceptora y la llev? a la habitaci?n donde se celebraban los ensayos. – Miren, esta es una cantante nueva – la present? al grupo de las mujeres y chicas, participantes del grupo femenino del coro – se llama Mar?a Soledad, les pido que la quieran y respeten. Marisol salud? e hizo una reverencia a todas las presentes, sin embargo, las mujeres apenas le prestaron atenci?n, excepto dos chicas de su edad que la miraban con curiosidad y envidia. Al poco rato comenz? el ensayo. Al principio Marisol solamente escuchaba a las dem?s y luego empez? a acompa?arlas cantando muy bajito. Le gust? mucho el canto de las mujeres y pens? que con el tiempo la aceptar?an y podr?a entablar amistad con algunas. Pas? una semana. Marisol participaba en los ensayos del coro, pero a?n no cantaba con todos en los oficios. D?a a d?a se iba acostumbrando y las participantes del coro tambi?n la iban aceptando e incluso hizo amistad con una chica. Hubo una vez, que la preceptora comunic? que aquel d?a iba a celebrarse un ensayo com?n con el grupo masculino del coro. Las chicas soltaron risillas, pero las mujeres mayores de edad les amonestaron. – Est?n ustedes en el templo, no es decente portarse de esta manera en este lugar – les avergonz? una de las mujeres – adem?s algunos de los j?venes cantantes est?n prepar?ndose para ser cl?rigos, les est? prohibido enamorarse. “Pobres hombres, – pens? Marisol – quiz?s sufran mucho”. Las participantes del grupo femenino pasaron a otra habitaci?n donde ya les estaban esperando los hombres. Las chicas enseguida empezaron a mirarlos con curiosidad, pero la preceptora les amenaz? con un dedo y los j?venes sonre?an viendo a las muchachas. La preceptora habl? un poco con el dirigente del grupo masculino y comenz? el ensayo. Marisol apenas les acompa?aba cantando pero le result? fascinante, pues la combinaci?n de las voces masculinas y femeninas, repartidas en intervalos, le parec?a algo divino. Las voces de los cantantes se reflejaron bajo las b?vedas de la catedral creando un sonido irrepetible. La chica incluso cerr? los ojos para disfrutar de la m?sica y en aquel mismo momento se dio cuenta que alguien la miraba, f?sicamente sent?a en s? una mirada de alguien. Abri? los ojos y mir? a los j?venes cantantes del grupo masculino, y de pronto le vio a ?l. Era un muchacho de unos diecisiete a?os, de estatura media, un poco gordo pero muy bien formado, ten?a el pelo suave de color casta?o, una cara redonda muy amable, y los ojos grises. No se sabe porqu? fue precisamente ?l a quien la chica destac? de los dem?s, y not? que el joven le sonre?a. Marisol se sinti? turbada y apart? la vista. Una ola de sentimientos desconocidos se apoder? de ella, volvi? a mirar al muchacho y vio que segu?a mir?ndola y sonriendo. Entonces sinti? una conmoci?n extraordinaria, se dio cuenta de que no pod?a despegar los ojos del joven cantante. Este, a su vez, tambi?n la miraba sin parar, sonriendo. Por un rato a la chica le pareci? que no hab?a ninguna Catedral ni coro alrededor, que s?lo estaban ?l y ella en el mundo entero; hasta pens? que era un sue?o, entorn? y frot? los ojos como si intentara despertarse, pero al abrirlos, descubri? que todo estaba en su lugar: la Catedral, el coro, el canto y aquel muchacho. Terminado el ensayo, cuando todos los cantantes comenzaron a marcharse, mientras sal?a de la sala, Marisol volvi? la cabeza y vio al muchacho que segu?a mir?ndola. De improviso se acord? de Enrique y se sinti? culpable. “Oh! por favor, dir?n de mi.. ?ella tiene un novio, pero pone los ojos en otros hombres!” Un poco despu?s sali? de la Catedral con un grupo de otros cantantes dirigi?ndose a su coche. La chica ya estaba a punto de sentarse cuando algo le hizo volverse, volvi? el rostro y vio al muchacho detr?s de s?; sus ojos brillaban de forma extra?a en ella. El joven la salud? con un movimiento de la cabeza, sonriendo como antes. La chica tambi?n lo hizo, y casi sin darse cuenta le mene? su cabeza. – ?Buenos d?as! – le dijo el muchacho con ?nimo – es usted una cantante nueva?.. nunca la he visto antes en la Catedral. – Buenos d?as – le contesto Marisol – ?Cierto! He empezado a ensayar recientemente con el coro. – ?C?mo se llama usted? – segu?a pregunt?ndole el muchacho. – Mar?a Soledad – le contest? en voz baja – ?y usted? – Me llamo Rodrigo Pontevedra – dijo con una amplia sonrisa. “Parece que es gallego” – pens? la chica. Se sent?a muy bien a su lado, como si no importara el mundo; todo era igual y a la vez distinto, y no tal y como estaba antes. Marisol percibi? que los colores se hab?an hecho m?s claros y brillantes, oy? cantar a las aves y re?r los ni?os, e incluso le pareci? ver a los ?ngeles batir sus alas. Los dos j?venes se quedaron enfrente, inm?viles, mir?ndose uno al otro, sin ganas de separarse. – Se?orita Maria Soledad, ya es tiempo de volver a casa – oy? la chica decir al cochero. – Tengo que irme a casa – dijo la chica al muchacho como si se disculpara. – Encantado de haberla conocido, Marisol – le contesto Rodrigo. – Me alegro mucho de que vaya a cantar con nuestro coro. – Tambi?n encantada con nuestro conocimiento – dijo la chica cari?osamente – ?Hasta pronto! – a?adi? sent?ndose en el coche. – Hasta la vista, ?que tenga usted un feliz d?a! – exclam? el muchacho despidi?ndose de ella. Y Marisol le miraba desde la ventana del coche hasta que desapareciera de la vista. Por el camino Marisol sent?a que le pasaba algo que nunca hab?a experimentado antes, la imagen del muchacho no se la quitaba de su mente, como si lo tuviera delante de los ojos todo el tiempo, y durante el camino no dejaba de pensar en ?l. Y as? tambi?n le sucedi? al d?a siguente. Do?a Encarnaci?n not? que a su hija le estaba pasando algo. – Parece que estuvieras enamorada, mi querida hijita – le dijo con una sonrisa. – Todav?a no lo s?, no comprendo nada, mam? – le contesto la chica de una forma evasiva; y no quiso compartir con nadie sus nuevas sensaciones. Marisol se daba cuenta de que no hab?a sentido nada de eso, al conocer a Enrique, que nunca antes se hab?a sentido as?, de esta forma que le resultaba tan extra?a. “Quiz?s, lo que siento ahora, realmente es el amor” – pens? la chica. Verdaderamente, sent?a un levantamiento desconocido del alma; ten?a muchas ganas de cantar y bailar, de querer a los dem?s y de hacer el bien a todo el mundo. Cap?tulo 5 Por fortuna aquel d?a, por el bullicio que hab?a cerca de la Catedral, nadie prest? atenci?n a la conversaci?n entre Marisol y Rodrigo, por eso al d?a siguiente nadie le dijo nada a la chica. Los ensayos continuaban, pero desde aquel momento Marisol tan s?lo esperaba una ?nica cosa – a que se fuera a la Catedral para lograr ver a Rodrigo. Al cabo de dos d?as fue anunciado otro ensayo com?n. Marisol estaba muy agitada. Cuando vio al muchacho otra vez, entre otros j?venes, se puso radiante de la alegr?a. ?l se dio cuenta de su mirada y le sonri?, salud?ndola con la cabeza. Y Marisol se fij? que una de las muchachas los observ? mientras intercambiaban sus miradas. A partir de entonces, la chica y el muchacho empezaron a verse; cada vez despu?s del ensayo, Rodrigo la esperaba cerca de su coche para cruzar alguna palabra con ella, y aunque no conversaban de nada, en sus ojos Marisol le?a todo lo que el muchacho realmente quer?a decirle, y sin embargo nunca le o?a hacerle cumplidos o decir que estaba enamorado. La chica se sent?a un poco preocupada, sospechaba cual era la raz?n pero ten?a miedo de reconoc?rselo a si misma. Una vez, al d?a siguiente despu?s de una de sus charlas con Rodrigo, la preceptora del coro se acerc? a la chica, la arrim? a su saya y le dijo: – Esc?chame, por favor, Mar?a Soledad, me he fijado que conversabas algunas veces con Rodrigo Pontevedra. Por supuesto nadie les prohibe hablar con los muchachos del coro, aunque no siempre sea decente.No estar?a en contra si Rodrigo fuera un cantante habitual. A veces nuestras chicas se enamoran de algunos muchachos del coro y se casan, pero ten en cuenta que este j?ven pronto se har? cura, eso quiere decir que no puede enamorarse, casarse y tener familia, por eso quiero advertirte. – Gracias, Do?a Dol?res, – le contest? Marisol con la voz baja. – La he comprendido a usted. La preceptora hizo un movimiento con la cabeza, le puso la mano a la chica por el hombro y se apart?. Marisol se sinti? como si hubieran vertido sobre ella una c?ntara del agua fr?a. El mundo de alrededor se oscureci?. Una gran pesadez, de s?bito, cay? sobre sus hombros, y se le picaron los ojos, brotando l?grimas. La chica se puso sombr?a y le pidi? a la preceptora que la dejara volver a casa, explic?ndole que no se sent?a bien; entonces ella lanzando antes un suspiro la dej? retirarse. Al volver a casa, Marisol se encerr? en su habitaci?n, se ech? en la cama y rompi? a llorar. La criada, varias veces, llamaba a su puerta, pero la chica ped?a que la dejaran en paz. Al cesar de llorar se qued? como en un estupor, muy abotargada y atontada, y en aquel estado, hecha polvo, la encontr? Do?a Encarnaci?n – ?Qu? te ha pasado, mi querida hija? – le pregunt?, muy preocupada – volviste tan temprano de la Catedral …. La criada dice que has estado llorando todo este tiempo, dime ?qui?n te hizo da?o?.. Marisol abraz? a su madre y volvi? a sollozar, y con voz entrecortada le relat? todo lo que le hab?a sucedido. – ?Ahora ya lo comprendo! – dijo Do?a Encarnaci?n, suspirando dolorosamente. – Me hab?a dado cuenta de que est?s enamorada. Te enamoraste de un cl?rigo. ?Qu? pena, mi ni?a! – y la mujer tambi?n rompi? a llorar. Las dos se quedaron calladas un rato. – Tienes que olvidarlo, mi hija – dijo por fin, Do?a Encarnaci?n – si no, vas a sufrir toda la vida, a?n eres muy joven.. ?qu? pena que tu primer amor tan pronto se convirtiera en un dolor para ti! …, pero no lo tomes as?, mi ni?a, tienes toda la vida por delante, creo que volver?s a enamorarte m?s de una vez; en fin encontrar?s a un hombre bueno y decente, te casar?s y tendr?s una buena familia. Marisol se acord? de Enrique y de su promesa de pedir su mano despu?s de haber cumplido con su servicio militar al Rey. – Claro mam?, tienes raz?n – dijo la chica en voz baja – intentar? olvidarlo, sacar a este muchacho de mi cabeza. – As? es, es justo eso, mi hijita, ya ver?s, se te pasar? pronto – dijo Do?a Encarnaci?n cari?osamente. Marisol suspir? decidiendo hacer caso a lo que le hab?a dicho su madre. Sin embargo al d?a siguiente, en la Catedral, de nuevo hab?a un ensayo com?n del coro y Marisol volvi? a ver a Rodrigo. Procuraba no mirarlo, pero los sentimientos se apoderaron de la chica, como antes, exactamente igual que antes. Se daba cuenta de cu?nto quer?a a aquel muchacho. Terminado el ensayo, ?ste, como si nada, la estaba esperando cerca de su coche. – ?Qu? le pasa, Marisol, por qu? parece usted tan triste? – le pregunt? a la chica, muy preocupado – ?sucedi? algo en su casa?.. – En mi casa todo est? bien, – le contest? con voz abatida – pero usted pronto se har? cura, y todo terminar?. Entonces el muchacho se puso sombr?o. – Usted tiene raz?n, – dijo Rodrigo, – debo servir a Dios. Eso significa que no puedo casarme y crear una familia, pero, de verdad – el muchacho mir? alrededor y baj? su voz – cuando la v? a usted, lament? mi decisi?n y ahora dar?a mucho para volver a ser un hombre normal y com?n, para poder estar con usted, pero ya no puedo cambiar nada. Se par? en seco y volvi? su rostro de la chica. – Perd?neme, Marisol – le dijo con voz apagada. Y luego de pronto, la agarr? de la mano y le dio un beso. De s?bito, Marisol not? que alguien los miraba. Era el preceptor del coro masculino y unas mujeres de su grupo. – Adios, – le dijo la chica a Rodrigo con l?grimas en sus ojos, deshaci?ndose de su mano. Y salt? al coche. Este se puso en marcha por el pavimento de canto rodado, mientras las l?grimas segu?an ahogando a la muchacha. Marisol nunca m?s volvi? a ver Rodrigo en la Catedral de San Pablo. El preceptor del coro y el padre se enteraron de sus citas, y por eso al muchacho le retiraron del coro. Hac?a sus estudios en el seminario conciliar de Madrid, y tuvo que concentrarse en esto, prepar?ndose para ser cl?rigo y servir a Dios. Cap?tulo 6 A pesar de todo Marisol sigui? cantando en el coro de la Catedral. Poco a poco el dolor de su alma iba calm?ndose, ya que la m?sica la distra?a. Pasaron meses, y con el principio del verano cuando la chica ya hab?a cumplido quince a?os, Do?a Encarnaci?n la volvi? a enviar a su finca, a Andaluc?a. Sin embargo ahora se iba sin compa??a de su amiga Elena. Marisol ten?a ganas de quedarse sola. Le gustaba so?ar, crear fantas?as en donde se ve?a junto a Rodrigo. A veces estaba ansiosa y deseaba que sucediera un milagro y que entonces pudiera unirse a ?l; no obstante luego volv?a a la realidad persuadi?ndose a s? misma que lo que imaginaba, era imposible. Los curas cat?licos aceptaban el voto de celibato para toda la vida y con esto ten?a que resignarse mientras se acordaba de Enrique, pensando que a su lado podr?a olvidarse de sus sentimientos hacia el cantante. Mientras tanto Enrique hab?a sido mandado a otra provincia y por eso no pudo visitarla. Marisol se acordaba de su promesa y esperaba que al cabo de un a?o, al cumplir su servicio al rey, el muchacho volver?a a Madrid e ir?a a su casa para pedir su mano. Y con esto se consol?. Al cabo de unas semanas lleg? a la finca toda la familia: Do?a Encarnaci?n, Isabel, hermana menor de Marisol y Jorge Miguel, su hermano menor que acababa de cumplir nueve a?os y estaba prepar?ndose para ingresar en la escuela para los caballeros j?venes en la corte. Pronto apareci? tambi?n Roberto, hijo mayor de Do?a Encarnaci?n, a quien le hab?an concedido unas peque?as vacaciones por su fiel servicio. Roberto era uno de los mejores caballeros de Su Majestad y el hombre de confianza del mismo regente. La presencia de los familiares distra?a a Marisol de su soledad. La familia recib?a a hu?spedes y tambi?n iba de visitas. A pesar de todo eso, la chica prefer?a pasar tiempo en el jard?n, donde le gustaba pasear, descansar y so?ar. Y a veces se apartaba a un rinc?ncito pintoresco para escribir algo o tocar el la?d. Otro verano vol?, y ya era tiempo para volver a Madrid. Marisol regres? a sus ensayos en el coro de la Catedral. Ya cantaba con otros participantes en los oficios. Logr? hacer amistad con algunas chicas de su grupo y as? se entreten?a y se sent?a bien. En la casa se sent?a aburrida ya que su hermana Isabel hab?a vuelto al monasterio para continuar sus estudios, y Jorge Miguel ya viv?a en la corte con otros chicos de la escuela para futuros caballeros. A la chica no le gustaba su austera casa de Madrid, all? se sent?a inc?moda y extra?aba su querida finca de Andaluc?a. Marisol segu?a visitando tambi?n a su amiga Elena, pero sus encuentros poco a poco iban siendo m?s raros y escasos, pues las chicas ya ten?an intereses y aficiones diferentes. Elena estaba loca por bailar y no dejaba de visitar tertulias y acogidas que se celebraban en las casas m?s prestigiosas de la ciudad. Le gustaba la vida laica. La muchacha era muy atractiva y comunicativa, as? que por ello ten?a ?xito en los altos c?rculos de Madrid. Siempre era el centro de atenci?n, atrayendo todas las miradas y aceptando galanteos de los mejores caballeros; le gustaba saber de intrigas e incluso por ello la conoc?an en la corte. Marisol en cambio intentaba evitar todo eso, ya que siempre se aburr?a en aquellas fiestas y acogidas. A veces visitaba bailes, pero no ten?a ganas de conocer a alguien o buscar aventuras. Nadie en el mundo podr?a compararse con Rodrigo, salvo Enrique, pero este se encontraba lejos. Le gustaba la privacidad, y tan s?lo a veces, cantaba para sus familiares y hu?spedes en su casa. Do?a Encarnaci?n estaba preocupada por su hija, al pensar que un d?a podr?a retirarse a un monasterio. Sin embargo la vida eclesi?stica no atra?a mucho a la chica, aunque los domingos regularmente iba a misas, confesaba y comulgaba; esto no lo hac?a por la llamada de su coraz?n, sino porque as? era de costumbre. En donde ten?a puesto el coraz?n su hija, Do?a Encarnaci?n no ten?a ni idea, ella no era parecida a las dem?s chicas de su edad. No obstante, la se?ora sospechaba que segu?a suspirando por aquel cantante del coro, de quien se hab?a enamorado hac?a un a?o, pero Marisol de ninguna manera revelaba sus sentimientos. Tras vivir aquella triste historia la muchacha se hizo muy introvertida, sol?a aislarse de todos, se mostraba cerrada hablando poco, y sal?a de casa solamente cuando ten?a alguna necesidad, port?ndose as? como lo requer?an las reglas de la urbanidad. Uno de los parientes lejanos de la familia, primo segundo de Marisol – se llamaba Jos? Mar?a L?pez – la vio una vez en un baile y empez? a mostrarle atenci?n, intentando relacionarse m?s estrechamente con ella. Su familia proced?a de un abolengo noble pero empobrecido; quiz?s pensando en mejorar su situaci?n econ?mica, y a llegar a ser otro miembro m?s de la familia Echever?a de la Fuente. Sin embargo la chica ni siquiera quer?a hacer o?dos de aquel hombre, no quer?a escucharle, ni prestarle la m?s m?nima atenci?n. Le pareci? muy antip?tico y no le gustaba. Do?a Encarnaci?n no insist?a, pues prefer?a que su hija buscara a su novio con sus propias fuerzas. Cap?tulo 7 Entre tanto pas? el invierno, ya empezaron a brotar las hojas en los ?rboles y aparecieron las primeras flores. Marisol se daba cuenta de que de nuevo quer?a irse a su finca de Andaluc?a, sin embargo estaba esperando a que llegara Enrique; entonces Elena le comunic? a su amiga, que el muchacho cumplir?a con sus servicios al rey a finales del mes de Mayo. Marisol empez? a prepararse para este evento y se probaba nuevos vestidos y adornos pasando muchas horas ante el espejo. Do?a Encarnaci?n se alegraba de que su hija volviera a demostrar un inter?s hacia la vida. La chica se puso a so?ar con una cita con el hermano de Elena, imagin?ndose que guapo, galante y elegante estar?a el muchacho al volver del servicio militar y como se presentar?a ante Do?a Encarnaci?n, para pedir su mano, que posteriormente se celebrar?a una bendici?n nupcial en una de las grandes iglesias de Madrid y una boda pomposa en su casa, y que luego los c?nyuges j?venes se ir?an de viaje de boda… Lleg? el mes de Mayo y la chica viv?a saboreando lo que m?s adelante ser?a un grato acontecimiento, as? que de esta manera casi se olvid? de Rodrigo. La imagen de Enrique que la chica dibujaba en sus fantas?as, so?ando con sus citas, e imaginando en detalle como se realizar?a todo, todo esto, era algo que ocupaba totalmente su coraz?n y su mente. Pronto lleg? la noticia de que un grupo de caballeros acababan de venir a Madrid, tras cumplir el servicio militar. Al saberlo Marisol, se dispuso enseguida a ir a la casa de su amiga para ver a Enrique, pero Do?a Encarnaci?n le explic? que ser?a una conducta inapropiada de su parte, pues ten?a que ser, que el mismo muchacho deb?a venir a la casa de su novia, eso era lo correcto. Entre tanto, pas? un d?a y otro, luego una semana, pero nadie apareci? en la casa de la familia Echever?a de la Fuente para pedir la mano de la chica. Marisol se consolaba a si misma pensando que Enrique, probablemente, ten?a que poner sus asuntos en orden despu?s del servicio, y prepararse para aquel evento tan importante. Sin embargo pasaron otras dos semanas, y nada, ninguna noticia de la casa de Rodr?guez. Y Elena tambi?n, lo mismo, como si se hubiera olvidado de la existencia de su amiga. As? que la chica se encontraba preocupada y se sent?a muy inquieta, llena de incertidumbre. Vagos presentimientos se colaron en su alma. Ya hab?a cumplido dieciseis a?os, pero el cumplea?os se celebr? de forma muy modesta entre los familiares. Do?a Encarnaci?n volvi? a preocuparse por su hija; ya se daba cuenta que el muchacho en realidad era “un calavera”, un joven “de esos” los llamados “alegres de cascos”, esos a quienes les gustaba enamorar a las mujeres, d?ndoles promesas que no estaban dispuestos a cumplir. Por no dar ?l se?ales de vida, Marisol se puso deprimida y apenas sal?a de la casa. Y por esta raz?n, Do?a Encarnaci?n poco menos que a la fuerza la hac?a pasear al aire libre. A finales del mes volvi? del monasterio Isabel, hermana menor de Marisol, para pasar con la familia las vacaciones de verano, y este evento distrajo un poco a Marisol. Las dos hermanas empezaron a salir juntas en su coche, para pasear por las calles y parques de Madrid. Una vez, durante el paseo, Marisol, de s?bito, vio a Enrique a trav?s de la ventana de su coche. El muchacho estaba sentado en un coche abierto acompa?ado de una se?orita, una muchacha rubia de piel muy blanca. Parec?a que el joven estaba totalmente absorto conversando con aquella chica, sin notar a nadie en su entorno. La pareja se re?a y bromeaba, incluso bes?ndose de vez en cuando. Marisol se sinti? mal. Al volver a casa relat? a su madre todo aquello, y al contarle todo lo que hab?a visto en el encuentro del parque, Do?a Encarnaci?n se frunci?, se enfad?, y se sinti? molesta. – Yo present?a que este hombre te enga?ar?a, pobre hija m?a – le dijo suspirando – si realmente hubiera querido casarse contigo, te habr?a escrito cartas o te habr?a dado a saber de ?l, de alguna otra manera, pero no hab?a hecho nada de eso. Te hab?as creado una ilusi?n en la que cre?ste, Marisol. Como la joven estaba muy apenada y no pod?a tranquilizarse de ninguna manera, decidi? que al d?a siguiente ir?a a visitar la casa de Elena para aclarar todo. Por la ma?ana ten?a el ensayo del coro en la Catedral. Se puso uno de sus mejores vestidos y se pein? muy cuidadosamente. Terminado el ensayo, pidi? al cochero que la llevara a la casa de la familia Rodr?guez. No le hab?a hecho saber nada a su madre de esta visita. Marisol se acerc? en el coche a la entrada de la casa, se baj? y pidi? que avisaran a la se?orita Rodr?guez de su visita, pero el conserje le dijo que Elena no estaba en casa, que hab?a salido muy temprano con unas amigas a alg?n sitio. Quer?a preguntarle al conserje, si estaba el joven se?or Rodr?guez, pero en aquel momento, ?ste de s?bito apareci? delante de la chica, saliendo detr?s de la puerta. Se ve?a que ten?a prisa. Enrique se qued? desconcertado al verla; era evidente que no esperaba este encuentro. – Hola Enrique! – le salud? la chica con una alegr?a fingida – he venido para visitar a tu hermana ?pero me alegra de mucho verte! – Hola Marisol – le contest? el muchacho, evitando mirar su ojos – tambi?n me alegro de nuestro encuentro. Marisol le observaba con una mirada interrogadora, pero era obvio que Enrique no estaba dispuesto a continuar la conversaci?n. – Perd?neme, tengo mucha prisa – farfull? – no tengo tiempo – y con estas palabras se mont? de un salto en su caballo que le estaba esperando cerca de la entrada, y desapareci? de la vista tras doblar la esquina. Marisol se sinti? como si le hubieran dado una bofetada; callada, se subi? al coche y volvi? a casa. Al verla llegar, Do?a Encarnaci?n se alarm? por notar como estaba, en tal estado de ?nimo. – Mam?, acabo de ver a Enrique – le dijo la chica a su madre en voz baja, pero no se puso alegre por verme, ni siquiera tuvo ganas de hablar conmigo y apenas si me salud?. Do?a Encarnaci?n suspir? dolorosamente. – Bueno, quiz?s as? sea mejor, hija m?a, ya ves que no tiene ning?n sentimiento hacia ti. Te has liberado de tus ilusiones. Enrique es un joven calavera. Ten en cuenta, que su familia no es rica, as? que quiz? s?lo por eso ?l tuviera un inter?s hacia ti, o tal vez le hizo perder la cabeza una se?orita liviana. Intentar? saber algo de ella, conocer algo, lo que sea, ya ver?. Su hermana es igual, le gusta estar en el centro de atenci?n de todos y enamorar a los dem?s de ella. Do?a Encarnaci?n se qued? callada un rato. – Lo que sientes, es penoso y doloroso, pero se te pasar?, mi hijita – dijo cari?osamente a la chica – ahora te das cuenta quien es realmente Enrique Rodr?guez Guanatosig. No es tu pareja, olv?date, ni siquiera vale lo que vale tu me?ique, a?n eres joven, estoy segura que ya encontrar?s a un buen hombre de quien te enamorar?s, con quien te casar?s y tendr?s una buena familia. Marisol entonces se acord?, de que ya hab?a o?do de su madre estas palabras hace dos a?os, cuando estaba enamorada del cantante del coro de iglesia. Se puso a sollozar, y Do?a Encarnaci?n la abraz? intentando consolarla. – Mam? ?me permites que me vaya a Andaluc?a, a nuestra finca? – le pregunt? la chica, al cesar de llorar – all? me sentir? mejor. – Claro que s?, mi hijita – le contest? la madre – pero quiero recordarte que pronto se celebrar? un baile en la casa de nuestro alcalde que se organiza por motivo de la boda de su hija. Las mejores familias de Madrid han sido invitadas, as? pues, tenemos que asistir. Quiz?s, en este baile encuentres a un hombre decente de quien te enamores. – Est? bien, mam? – le dijo Marisol con voz baja. – pero luego me ir? inmediatamente ?vale? Cap?tulo 8 Faltaba s?lo un d?a para el baile de la ciudad, y en la casa de la Fuente se realizaban preparaciones a toda marcha, para este acontecimiento. Marisol e Isabel estaban prob?ndose nuevos vestidos y adornos. Roberto, su hermano mayor, que hab?a venido a casa para el fin de semana, tambi?n iba con todos. Los sirvientes estaban limpiando su capa y traje de ceremonia. Marisol protestaba y se auto-rega?aba prob?ndose el vestido de cors? con rudas varillas en la espalda, arcos en las caderas y el duro collar?n ondulado de algod?n que le apretaba el pescuezo. As? era la moda en aquella ?poca, y todas las damas nobles ten?an que seguirla. – ?Qui?n invent? todas estas varillas y arcos? – dec?a la chica, muy molesta, – ?acaso no se puede llevar la ropa, sin que tenga todas estas cosas? – As? es costumbre, mi hija, – le dec?a Do?a Encarnaci?n tratando de tranquilizarla – pertenecemos a la alta sociedad y debemos cumplir sus requisitos. – No me gusta nada esta sociedad, son todos tan falsos y envidiosos, todos fingen pretendiendo ser lo que realmente no son, pero por sus adentros quieren humillarte o hacerte da?o y de esta manera destacarse y llamar la atenci?n. – Marisol ?qu? cosas dices! – exclam? Do?a Encarnaci?n asustada – ojal? nadie te oiga! S? que eres lista, distinta de los dem?s, pero ?ten cuidado! ?No atraigas la atenci?n hacia tu persona!, cumple por lo menos, las principales reglas de urbanidad. Los esp?as de la Inquisici?n se encuentran por todos lados buscando a quien m?s mandar al fuego, y adem?s hay muchas personas envidiosas que en cuanto puedan, aprovechan tus palabras para calumniarte ?no sabes cu?nto me preocupo por ti, Marisol! – Est? bien mam?, intentar? parecer as? como se debe, aguantar estas miradas y cortejos hip?critas ?ojal? pronto se termine todo para que yo pueda retirarme a nuestra finca cerca de C?rdoba! All? me siento bien, – refunfu?aba Marisol – no hace falta llevar estos horribles vestidos de cors?, peinarse de la misma manera, igual que los dem?s, sonre?r y adular a todos incluso cuando alguien te parezca antip?tico!. – Ay mi hija, mi hija – le contest? Do?a Encarnaci?n suspirando – ?ten cuidado, mi ni?a, te lo ruego! – Pues estoy de acuerdo con Marisol – se meti? en su conversaci?n Isabel – ?eso es justo lo que dice mi hermana! – Vaya, ?y t? tambi?n! – exclam? la madre de las chicas. – ?C?llate por Dios! La hermana menor de Marisol a?n no hab?a experimentado decepciones de amor; estaba muy contenta con el hecho de que se la hubieran llevado del monasterio para vivir las vacaciones. Y el baile le parec?a una aventura divertida. Al d?a siguiente, el coche que llevaba toda la familia Echever?a de la Fuente – menos al hijo menor, quien se hab?a quedado en casa con su abuela – lleg? al Palacio del alcalde. Aqu?, cerca de la entrada, reinaba un bullicio incre?ble. A cada rato ven?an coches nuevos de donde se bajaba la gente, todos emperifollados aparatosamente, ri?ndose, charlando, saludando y dando reverencias a los dem?s. El mismo alcalde recib?a a sus hu?spedes enfrente de su casa, al verlos salud? con alegr?a a toda la familia Echever?a de la Fuente; estos entraron al palacio dirigi?ndose a la sala principal, decorada con terciopelo azul, donde ya se hab?a reunido mucha gente. Al lado, se encontraba otra sala, m?s peque?a, en donde sobre las mesas grandes para los invitados hab?an sido servidos varios aperitivos a los invitados, para su agasajo. Roberto llevaba a su madre tom?ndola del brazo. Marisol e Isabel se manten?an juntas. En la sala Do?a Encarnaci?n enseguida encontr? a unas amigas, con quienes entabl? una conversaci?n. Roberto, que tambi?n descubri? por all? a muchas personas conocidas, desapareci? por alg?n sitio. Y mientras tanto, Marisol e Isabel observaban a los visitantes. En la parte opuesta de la sala, la chica vio a la familia Rodr?guez: Don Luis, Elena y Enrique. Elena, vestida de rojo, estaba ocupada conversando con dos galantes caballeros, mientras su hermano, de traje muy elegante, se encontraba en compa??a de la misma se?orita rubia, a quien Marisol hab?a visto una vez durante su paseo en el parque. Y parec?a estar totalmente absorto con su amiga, sin notar a nadie alrededor de si. Elena, entre tanto, capt? la mirada de Marisol y le salud? con la cabeza, pero no se acerc? a su amiga, sino que volvi? a la charla animada con sus galanes. “Vaya, nuestra amistad se encontr? en otra ocasi?n!”, – pens? la chica pesadamente. Sin embargo, se distrajo hablando a su hermana sobre los all? presentes, a quienes conoc?a. La chica se sent?a muy inc?moda en su vestido de espol?n gris, de cors?, peinada con raya recta, al igual que las dem?s damas y se daba cuenta que ten?a muchas ganas de abandonar este lugar lo m?s pronto posible. Entre tanto, apareci? en la sala el anfitri?n del festejo, anunciando el matrimonio de su hija y el inicio de baile, y entonces los m?sicos empezaron a tocar un menuete. La primera pareja que sali? al centro de la sala, eran los reci?n casados, Mercedes Alvares, hija del alcalde, y su esposo Fernando de la Cuesta. La muchacha era rubia, vestida de espol?n blanco, y su esposo un joven muy gal?n, alto, esbelto y moreno. Los caballeros empezaron a invitar a las damas, y pronto la sala se llen? con las parejas del baile. Entre ellos Marisol vio a su hermano que hab?a invitado a la hija del juez, a Elena bailando con uno de sus galanes, y a Enrique con la misma chica. Pero nadie invit? a bailar a Marisol e Isabel. La hermana menor de la chica a?n ten?a trece a?os – era su primer baile; estaba mirando a todos con curiosidad entreteni?ndose en la fiesta. Sin embargo Marisol se puso sombr?a,”?acaso estoy tan mal arreglada que nadie me presta un poquito de atenci?n?” – pens? con tristeza. Do?a Encarnaci?n dej? de charlar con sus amigas y se acerc? a sus hijas. La mujer observ? que Marisol no apartaba la vista de Enrique. – La se?orita con quien est? bailando el menor, se?or Rodriguez, es Laura Mar?a Ram?rez, hija de uno de los nobles m?s ricos de Valladolid. El a?o pasado Enrique estaba all? por asuntos de su servicio militar y le hizo perder la cabeza ?ella es un buen partido para un caballero empobrecido! La chica se enamor? de ?l hasta tal punto, que acept? la invitaci?n de visitar nuestra ciudad de provincia, ya que por aqu? tiene parientes lejanos. Como ves, Enrique no se aparta de ella, y es ya tan evidente que incluso su madre ha llegado. Quiz?s, pronto se anuncie el noviazgo. Marisol suspir?. Entre tanto termin? el baile, observ? que las chicas volv?an la vista, y de repente se encontr? a su lado a su primo segundo, Jose Mar?a, que ya hab?a pedido la mano de Marisol, este le hizo reverencia y la invit? a otro baile. Aunque a la chica le desagradaba enormemente su propuesta, sab?a que ser?a indecoroso negarle, y por eso, tras suspirar, tuvo que aceptarla. Terminado el baile, Marisol vio que Enrique acompa?ado de su dama se dirigieron a la sala vecina donde hab?a entremeses. Entonces se sinti?, de s?bito, que una ola de celos se apoderaba de ella. – Me gustar?a tomar un bocado – le dijo la chica a Jos? Mar?a que estaba a su lado. – ?no quiere acompa?arme? El hombre se qued? sorprendido, pero no lo demostr?. – Con mucho gusto, se?orita – le contest? y la cogi? por el codo. Salieron juntos a otra sala, por all? a?n no hab?a mucha gente, y la chica vio a Enrique en compa??a de su amiga, al lado de una mesa, con una copa de vino y algo de entremeses en la mano. Los dos estaban charlando muy animadamente. Marisol y Jose Mar?a se acercaron a otra mesa. Enrique, al fin, prest? entonces atenci?n a la chica y la salud? con un movimiento de la cabeza. Luego mir? con asombr? al hombre que la acompa?aba. Marisol se anim?. En aquel momento se dio cuenta de que le gustar?a provocarle celos al muchacho. Se inclin? hacia Jos? Mar?a, fingiendo que estaba prendida y encantada en una charla con ?l y que a Enrique no le importar?a nada – ?Qu? hermoso baile! – le dijo a su caballero con voz alta y bastante hipocres?a, abanic?ndose. – Me alegro de que le guste, se?orita, – le contest? Jose Mar?a, y gracias por pedirme este favor de acompa?arla. – Y de s?bito le pregunt?: – ?Se casar? usted conmigo? Marisol se qued? pasmada. Un silencio rein? alrededor de ellos. La chica not? que Enrique y su amiga, cesaron de hablar y se pusieron a mirarlos. Otros presentes tambi?n volvieron la vista hacia donde estaban situados. Hab?a que responder algo. La chica entonces se dio un aire de coqueta y le contest? con viveza: – Quiz?s ?si usted se porta bien! Marisol vio a la amiga de Enrique sonre?r, y este se qued? hecho un lio por un rato, pero luego volvi? en s? continuando su charla con Laura como si nada. Al cabo de un rato salieron, dirigi?ndose a la sala de baile. Mientras tanto, Jose Mar?a parec?a contento. – Har? todo lo posible para conquistar su confianza, – le dijo a la chica con reverencia. Pero este hombre ya no le importaba m?s, as? que Marisol de pronto, perdi? todo su inter?s hacia ?l. Era obvio que su argucia no hab?a resultado, pero, por otra parte ?qu? otra cosa hab?a podido esperar? ?intentaba acaso vengar a su novio antiguo?, por unos momentos crey? que crear?a algo de inter?s hacia ella, mas sin embargo parec?a que este se quedaba indiferente. La chica se apresur? entonces a volver a la sala de baile, olvid?ndose de su caballero, este la persigui?, pero a Marisol en aquel momento s?lo le daban ganas de liberarse de este hombre. Por suerte alguien le llam?, tuvo que dejarla, y la chica suspir? con alivio. Volvi? junto a su madre y hermana. En la sala el aire le era ya muy pesado, as? que por eso y por todo lo sucedido, Marisol se crisp?. Do?a Encarnaci?n mir? a su hija con asombro. Entre tanto, empez? otro baile y dos jovenes de un grupo de caballeros que se encontraban cerca, invitaron a las dos hermanas a bailar. Marisol se alegr? por que as? pod?a distraerse un poco. Al terminar el baile, el caballero de Marisol le hizo una reverencia y se apart?. La chica le dijo entonces a su madre que se ahogaba y que quer?a salir a la calle. – ?No quieres que Jose Mar?a te acompa?e? – le pregut? su madre. Pero Marisol movi? la cabeza. – Pues, ?cualquiera menos ?l! – exclam? la chica. Las chicas salieron, y ya en la calle les alcanz? Roberto. – Hermana m?a, que te pasa ?est?s bi?n? – la pregunto a Marisol, muy alarmado. Not? que no mostraba ning?n gesto, ninguna expresi?n. – Quiero volver a casa, – dijo la muchacha con voz cansada – no me siento bien. Qu? Mariano me lleve, luego le mandar? a por ustedes. – ?Est?s segura que as? ser? mejor, hermana? – le pregunt? Roberto otra vez. E hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, dirigi?ndose al coche. Roberto e Isabel la siguieron pues hasta que subiera al asiento. – Cuando volvamos ya hablaremos de todo, – le dijo Roberto, cerrando la puerta del coche detr?s de ella – no me gusta nada tu estado de ?nimo. Marisol les despidi? con la mano y el coche se puso en marcha. No se acordaba de como volvi? a casa. El portero la mir?, sorprendido. – ?Usted est? bien, se?orita? – le pregunto con preocupaci?n en la voz. – No te preocupes, Hugo, no pasa nada – le contest? – me sent? sofocada en el baile, tengo ganas de acostarme en mi habitaci?n, por favor ?no me molesten! El portero inclin? su cabeza con cortes?a. Marisol prosigui? hasta su habitaci?n, se quit? su aborrecido vestido de cors?, visti?ndose con la suave bata de casa, se ech? a la cama y se puso a sollozar. Luego se qued? profundamente dormida. Cap?tulo 9 Por la noche despert? a la chica Do?a Encarnaci?n. – ?Qu? te pasa, mi ni?a? – le pregunt?, alarmada, pas?ndole la mano por la cabeza. En sus ojos grises Marisol ley? una gran preocupaci?n. – ?Qu? hora es? – pregunt? la chica, mirando a todos lados – no recuerdo como me dorm?. – Ya es de noche, est? oscuro. No pudimos retirarnos del baile m?s temprano, habr?a sido indecoroso, – le contest? Do?a Encarnaci?n – tuve que explicar que te ten?as dolor de la cabeza por no soportar el bochorno. – Gracias, mam?. – ?Sigues sufriendo por aquel dichoso Enrique? – volvi? a preguntarle Do?a Encarnaci?n. – No lo s?, mama. Intentaba quit?rmelo de la cabeza, ya que comprendo que no vale nada, no es un hombre decente, pero cuando le v? con esta … – se qued? callada por un rato, – me puse mal. Adem?s apareci? este dichoso Jose Mar?a. No lo soporto, me parece muy antip?tico, y no s? porqu? le invit? a acompa?arme a la sala de entremeses, por culpa de eso ahora va a perseguirme. Do?a Encarnaci?n abraz? a su hija. – ?Pobrecita ni?a m?a! Si, es verdad, nuestro pariente lejano es una persona muy desagradable. Tiene algo siniestro adentro. Es mejor que est?s apartada de ?l. Intentar? a arreglarlo todo. Las dos salieron de la habitaci?n de Marisol, dirigi?ndose al sal?n, all? les estaba esperando Roberto, sentado en el sof?. – Marisol ?c?mo est?s? – le pregunt? a su hermana levant?ndose de su asiento – Todos est?bamos muy preocupados por ti ?qu? te pasa, qui?n te hizo da?o, hermanita? – Estoy bien, mi hermano – le contest? la chica con voz baja, sent?ndose en un sill?n grande, en el rinc?n del sal?n. Se ve?a que no ten?a ganas de hablar. Do?a Encarnaci?n se acerc? a su hijo, le cogi? del brazo y se sent? a su lado. – Tu hermana est? muy disgustada con Enrique Rodriguez – le dijo – porque se hab?a portado mal con ella. Hace dos a?os, cuando Marisol y Elena, hermana de Enrique, estaban en nuestra finca en Andaluc?a, este hombre las visitaba varias veces y se prendi? de Mar?a Soledad. Le propuso hacerse su novio y le prometi? pedir su mano cuando cumpliera con su servicio militar, pero como ves, de momento est? a punto de casarse con otra. As? son estos Rodr?guez ?personas de poca confianza! Roberto se puso muy enfadado, se levant? del sof? e incluso se puso rojo de la ira. – ?Y este se llama caballero de Su Majestad! – exclam? con indignaci?n. El hermano de Marisol, normalmente, era un hombre bastante reservado y sab?a controlarse a si mismo, pero de vez en cuando le suced?an reventones de rabia, y en aquel preciso momento no pudo mantener su calma. ?Insultaron el honor de su familia! En estos asuntos Roberto era implacable y nunca lo podr?a perdonar. – ?Este canalla maltrat? a mi hermana! ?la enga?? y la hizo sufrir! ?c?mo pudo tratarla de esta manera, como si fuera una sirviente? – gritaba Roberto, caminando muy r?pido por el sal?n de aqu? para all? – ?se lo har? pagar todo! ?todas las l?grimas de mi querida hermana! – exclam? arrancando su espada. Do?a Encarnaci?n y Marisol se levantaron bruscamente de sus sitios y se acercaron corriendo al muchacho, intentando calmar la tempestad de sus sentimientos. – Tranquil?zate, querido hermano, – le dec?a Marisol, – este hombre no vale lo suficiente como para ir con venganzas hacia ?l. Todo pasar?, yo ya comprendo que no es una pareja adecuada para m?. – ?C?mo que no vale? ?insult? a toda nuestra familia!. No puedo dejarlo as?, o ?no soy un caballero de Su Majestad! ?tiene que responder por todo! – ?Qu? piensas hacer, Roberto? – le pregunt? Do?a Encarnaci?n muy alarmada. Marisol tambi?n parec?a perpleja. – ?Ahora mismo me voy a su casa para desafiarle!, hablaremos como dos hombres!, me lo tiene que aclarar todo! Las dos mujeres se pusieron a persuadirlo para que no lo hiciera, pero Roberto parec?a implacable. Se liber? de sus manos, cogi? su capa y sali? corriendo de la casa. – ?Oh, Dios! y ahora ?qu? ser?? – le pregunt? la chica a su madre, muy pasmada y sobresaltada. Do?a Encarnaci?n suspiraba dolorosamente. – Lamentablemente, no lo podremos retener – dijo con tristeza – soy yo quien tiene la culpa, no deb? cont?rselo. Ahora habr? un esc?ndalo, ya sabes, para Roberto la cuesti?n de honor est? por encima de todo. Entre tanto, Roberto montado en su caballo corr?a a todo correr hacia la casa de los Rodr?guez. Como viv?an cerca, al cabo de unos minutos ya estaba all?, se desmont? a la entrada y llam? a la puerta. El portero le abri? y al reconocerlo, inclin? su cabeza con respetuosidad y le hizo pasar. Roberto prosigui? a la sala donde se encontraban s?lo el due?o de la casa, Don Luis, y la abuela de Elena y Enrique. Al ver al hu?sped a esa hora en su casa, los dos se pusieron de pie ante lo inesperado. – ?Mis respetos, se?ores! – les salud? Roberto con reverencia – He venido para ver a Enrique, tengo que conversar con ?l, ?est? en casa? El muchacho intentaba mantener la calma, pero su aspecto agitado y enfurecido les provoc? un desagradable escalofr?o a los due?os de la casa. Entre tanto al o?r el ruido, entr? en la sala el mismo Enrique, y seguidamente apareci? Elena. Todos miraban con gran asombro al hu?sped inesperado. – Buenas noches, se?or Echever?a, – le contest? Don Luis, muy alarmado, – pero ?qu? es lo que pasa, a que debemos su visita a esta hora? – He venido por ti, – dijo Roberto dirigi?ndose directamente a Enrique, – salgamos para hablar como dos caballeros de Su Majestad. Enrique sin contestar nada, cogi? su capa y sigui? a Roberto. Los dem?s presentes los miraban con ansiedad, y los dos muchachos salieron a la calle. Enrique conjeturaba el motivo por el que hab?a venido el hermano de Marisol, pero guardaba silencio. La calle estaba tranquila, parec?a que s?lo las estrellas en el cielo nocturno los observaban a los dos. – Te hago el desaf?o – empez? a decir Roberto directamente, sin rodeos, mirando directamente a los ojos del joven – creo que sabes cu?l es la raz?n. Prometiste casarte con mi hermana, pero la enga?aste; esto es un insulto para mi abolengo, que se lavar? s?lo con la sangre. Enrique se puso p?lido y alterado, su respiraci?n y coraz?n se aceler?. Roberto era uno de los mejores tiradores de espada en el pa?s y uno de los caballeros de Su Majestad m?s fieles. Batirse con ?l significaba condenarse a si mismo a una muerte verdadera. – Era simplemente un enamoramiento que pas? pronto – mascull? el muchacho. – Supongamos que as? fue – le contest? Roberto – pero nadie te tiraba de la lengua. ?Para qu? le diste una promesa a mi hermana si no estabas seguro de que pudieras cumplirla?. La palabra de un caballero es ley. Marisol te crey? y te estaba esperando todos estos a?os, sin embargo ni siquiera moviste un dedo para explicarle todo o pedirla perd?n. Te portaste como un cobarde. Enrique se qued? callado, no ten?a nada que responder. – Ma?ana a las seis en punto te espero cerca del encinar en las afueras de la ciudad; espero que te portes como un caballero y no rechaces el desaf?o, sino, deshonestar?s a toda tu familia y todo el mundo va a saberlo. Enrique no le contest? nada, s?lo baj? su cabeza. Roberto, entonces, sin a?adir nada m?s, se mont? de un salto en su caballo y parti? fuera alej?ndose a toda prisa. Cap?tulo 10 A Roberto le dieron ganas de cabalgar un poco, y por eso se fue al campo a pesar de que ya era de noche. Al encontrarse fuera de la ciudad, solt? a su caballo y le dej? trotar y correr a rienda suelta. El muchacho necesitaba dejar salir toda su rabia y as? calmarse. Al cabo de una hora, despu?s de haber jineteado a satisfacci?n, volvi? a casa. A pesar de que ya era plena noche parec?a que nadie dorm?a. Estaban encendidas las velas y al entrar al sal?n vio a su madre, a Marisol y a Elena que le estaban esperando, y al verle las tres se levantaron bruscamente. – ?Roberto por favor, perdona a mi hermano, te lo ruego! – exclam? Elena, poni?ndose ante sus plantas – s? que se port? muy indignamente, pero ?a?n es tan joven!. Est? claro que no quedar? vivo tras este desaf?o, pues todos saben que eres uno de los mejores caballeros de Su Majestad; no hay nadie que use la espada igual que t?. Voy a persuadir a Enrique para que le pida perd?n a Marisol. Tu hermana dice que ya lo ha perdonado; por favor, ni?gate al desaf?o, te lo ruego! – y Elena se puso a sollozar. Marisol y Do?a Encarnaci?n, a su vez, le pidieron tambi?n a que renunciara al duelo. Roberto se qued? perplejo. – Cancelar el duelo no es decente para los caballeros de Su Majestad. Bueno, les prometo que no le causar? da?o, tan s?lo le espantar? un poco, aunque no me cueste nada ganarlo, no le har? nada, se lo prometo. Doy mi palabra de caballero, ?pero que no deje de pedir perd?n a mi hermana! – y con estas palabras el muchacho se retir? del sal?n. Todos los presentes suspiraron con alivio, pues Roberto nunca dec?a palabras vanamente y siempre cumpl?a sus promesas. Elena se despidi? con reverencia y se apresur? para llegar a su casa lo m?s r?pidamente posible, para calmar a sus familiares. *** Al d?a siguiente por la ma?ana, en el encinar que se encontraba cerca de la puerta de la ciudad, Roberto Echever?a de la Fuente se encontr? en el duelo con Enrique Rodr?guez Guanatosig, llevando consigo a otros dos caballeros como padrinos. Los duelistas eligieron para el combate una hect?rea en donde resaltaban desde el terreno unas grandes piedras. El sol reci?n amanecido, se levant? sobre los ?rboles, en los que entre sus ramas cantaban los aves sonoramente, y el aire fresco sacud?a las caras de los duelistas. Los muchachos se quitaron su armadura de caballeros, dejando tan s?lo las camisas sobre s? mismos. Cruzaron las espadas y se inici? el duelo. Roberto de un golpe tom? la iniciativa y al cabo de unos minutos hizo entrar a su adversario en los m?rgenes de la hect?rea. Luego todo se desarroll? muy r?pido. Enrique subi? de un salto a una de las piedras, para lograr que a una peque?a altura, pudiera parar el golpe de Roberto, pero no pudo tenerse en pie y se cay?, d?ndose un golpe en su cabeza contra otra piedra. Al ver que su adversario no se levantaba, Roberto se le acerc? corriendo, y descubri? que estaba inconsciente con una herida sangrante en la cabeza. Las gotas de sangre ca?an sobre la hierba. Roberto se inclin? sobre el muchacho que no revelaba se?ales de vida. Los padrinos tambi?n se acercaron hacia ellos. – Est? respirando – dijo Roberto – hay que llevarlo a casa ?ojal? se recupere! Uno de los padrinos sac? un pa?uelo, y frotando un poco quit? la sangre de la cabeza de Enrique. – Qu?date por aqu?, con ?l – dijo Roberto a un hombre, y t? – se dirigi? al otro – vete a su casa a por el coche. Despu?s volvi? su cabeza a su adversario herido que permanec?a sin conciencia. – Perd?name, Enrique, Dios que lo ve todo, sabe que no quer?a hacerte da?o. Con estas palabras se mont? de un salto en su caballo gris y desapareci?. Volvi? a casa donde le esperaban todos los miembros de la familia. Casi nadie hab?a dormido esa noche; al verlo sombr?o y preocupado, todos comprendieron que hab?a pasado algo imprevisto. Roberto relat? a sus familiares lo que hab?a sucedido en el encinar. – Todo ocurri? tan r?pido que ni siquiera tuvo tiempo para prevenir su ca?da – dijo muy bajo – Dios es testigo, no le hice da?o. No es mi culpa. Os di la palabra y la cumpl?. No s? por qu? el Se?or lo dispuso as?. Hoy mismo me vuelvo a Toledo – a?adi? el hijo mayor de Do?a Encarnaci?n, alej?ndose a su habitaci?n. Marisol, Do?a Encarnaci?n y otros familiares se quedaron muy desolados. Nadie esperaba tal viraje del asunto. Todos estaban seguros que nadie ser?a v?ctima del duelo y todo terminar?a con la reconciliaci?n de las partes. – ?Qu? pena! – dijo Do?a Encarnaci?n suspirando dolorosamente – ?pobre Enrique! ojal? se recupere!. Hay que visitar a los Rodr?guez para preguntar por su salud. Debemos rezar por ?l. Marisol tambi?n estaba muy triste, e Isabel y Jorge miraban a las dos, perplejos y asustados. Entre tanto Roberto se march? a Toledo, y por la tarde Do?a Encarnaci?n decidi? ir a la casa de Rodr?guez para llegar a saber de Enrique y proponer una ayuda, pero ni siquiera la dejaran atravesar los umbrales. All? estaban seguros que Roberto no hab?a cumplido su promesa y Enrique se hab?a quedado herido por su culpa. – Han llegado malos tiempos, hijos m?os – dijo Do?a Encarnaci?n al volver a casa – s?lo nos queda orar para que no le pase nada a este muchacho y se recupere, si no, hay que esperar lo peor. Todos permanec?an callados. – Es mejor que nos vayamos de la ciudad hasta que se arregle todo – dijo la madre a sus hijos – voy a disponer que preparen el coche y el equipaje para ma?ana. Poco a poco todos los habitantes de la casa se fueron a sus habitaciones, y en la casa rein? un silencio siniestro; hasta los menores no sal?an. Al quedarse sola Marisol se ech? a su cama y se puso a llorar para relajarse de la tensi?n nerviosa que hab?a sufrido. Todo lo sucedido en los ?ltimos d?as le pareci? una pesadilla. Luego, de s?bito, sinti? que ya no ten?a l?grimas. – ?Pobre Enrique! – dijo ella – ?ojal? que quede vivo! Se acerc? a la imagen de la Virgen Mar?a en el rinc?n de su habitaci?n y se persign?, “prot?geme por favor, Sant?sima Madre de Dios – pronunci? mentalmente – quita mi dolor, aclara mi mente y dime que hago”. Se sent? en la silla de al lado de la ventana y descorri? las cortinas macizas de color beige; estaba oscureciendo y no hab?a nadie en la calle, como si se hubieran muerto todos los habitantes. – ?Qu? ser? de mi, de todos nosotros? – se pregunt? a s? misma – cuando lleguemos a nuestra finca, tengo que confesarme. De repente un pensamiento entr? en su cabeza. Ante su mirada interior surgi? la imagen del cantante joven de quien se hab?a separado hac?a unos a?os. Una revelaci?n inesperada la afect? como un rayo, ?Enrique no fue predestinado para ella, no es su prometido!, y aquel joven, quien entonces se hab?a apoderado de su coraz?n, era precisamente ?l! Marisol volvi? a llorar, pues se preguntaba: ?para qu? hab?a tenido ganas de vengar a Enrique, para qu? ten?a celos de ?l?.. “?Por qu? intentaba coger lo que no fue predestinado para mi? – pens? la chica – a lo mejor, El Se?or lo hab?a apartado de m?, y de verdad no lo quer?a y no quiero, sino que simplemente intentaba aprovecharle para olvidar a otro hombre”. – ?Por qu? result? herido si Roberto se hab?a negado a vengarle y s?lo quer?a observar las reglas de urbanidad?.. Y ahora, no se sabe que pasar?, si se recuperar? o no. De todos modos, nuestras familias han llegado a ser enemigos, ?qu? pena! – segu?a afligi?ndose. Marisol se sinti? muy culpable por todo lo sucedido. “Y esta pobre chica, su novia, ?c?mo estar??.. seguro que tambi?n sufre – record? a Laura y se puso mal – y si yo estuviera en su lugar?” Luego se acord? de c?mo hab?a coqueteado en el baile con Jos? Mar?a y sinti? fr?o; en efecto ?simplemente lo hab?a utilizado para vengar a Enrique!; as? que la chica, poco a poco, lleg? a la d?bil conclusi?n de que no se olvidar?a de este hombre as? como as?, era algo que sospechaba. Por otra parte el muchacho a quien ella amaba, ?tampoco estaba predestinado para ella, sino para Dios!; esta idea la traspas? el coraz?n a Marisol como una flecha, de manera que volvi? a llorar. – Oh Se?or, ?por qu?? ?para qu? tengo que soportar todo eso? ?c?mo lo puedo solucionar? – se interrogaba la chica, levantando los ojos hacia el cielo, hacia el icono de la Virgen Mar?a, pero no o?a ninguna voz, ni hab?a ninguna repercusi?n dentro de su alma. S?lo se le aparec?a la imagen del cantante joven, que desde el coro de la iglesia volv?a a ofrec?rsele ante sus ojos, y le pareci? a la chica que le estaba sonriendo. Marisol sec? las l?grimas, sac? un gran bolso y se puso a recoger sus cosas para el viaje a Andaluc?a. Cap?tulo 11 Por la ma?ana del d?a siguiente toda la familia, menos Roberto que ejerc?a su servicio en la corte, estaba a punto de marcharse de la casa para ir a su finca familiar en Andaluc?a. El equipaje ya hab?a sido preparado y el coche estaba esperando cerca de la entrada principal. Do?a Encarnaci?n estaba dando las ?ltimas disposiciones a los sirvientes que se quedaban para atender la casa. Roberto hab?a de venir de Toledo a casa los fines de semana. Era una ma?ana gris, estaba nublado, parec?a que iba a llover. Por la madrugada Do?a Encarnaci?n hab?a mandado a un sirviente a la casa de los Rodr?guez, para preguntar por el estado de Enrique, y aquel volvi? con la noticia, que el menor del se?or Rodr?guez hab?a vuelto en si y estaba mejorando. Do?a Encarnaci?n se persign? y comunic? la noticia a sus hijos. Todos recobraron el ?nimo; “Gracias, Sant?sima Virgen Mar?a – mentalmente rez? Marisol – ojal? Enrique se recupere pronto”. Todos los viajeros, con dos sirvientes a quienes llevaban consigo, ya estaban subi?ndose al coche, cuando de repente enfrente de la casa apareci? un jinete de traje azul. El hombre se desmont? del caballo, y Marisol y Do?a Encarnaci?n, con disgusto, vieron que era Jos? Mar?a. Entonces la chica sinti? fr?o adentro, y Do?a Encarnaci?n le pregunt? con voz alto, turbada y preocupada por el motivo de su visita tan repentina e inesperada. – He venido para ver a Marisol y preguntarla cuando me dar? una respuesta – contest? el hombre con arrogancia. Do?a Encarnaci?n agit? las manos, moviendo la cabeza. – Ahora no es tiempo para esto, Jose Mar?a – le dijo la se?ora. – Todos hemos sufrido una gran conmoci?n, sobre todo Mar?a Soledad, por eso nos vamos a Andaluc?a, a nuestra finca familiar. Todos necesitamos descansar y tranquilizarnos. – ?Por qu? no puedo acompa?arles? – insist?a su pariente. – No hace falta que lo hagas – le contest? Do?a Encarnaci?n – este camino est? siendo muy bien vigilado, no tienes que preocuparte por nosotros. Jose Mar?a pregunt? entonces cuando volver?an a Madrid. – En oto?o – contest? la se?ora al instante – Bueno, ya es hora de irnos, adi?s Jose Mar?a, d?janos, atiende tus propios asuntos, seguro que te quedan muchos pendientes para realizar. Todos se acomodaron en el coche y los caballos se pusieron en marcha trotando por el pavimento de la ciudad. Jose Mar?a les sigui? con una mirada endurecida y adusta durante unos minutos, luego se mont? de un salto en su caballo y desapareci?. – Ya te dije, hija m?a, que no te dejar? en paz as? como as? – pronunci? Do?a Encarnaci?n con preocupaci?n en su voz, cuando ya se hab?an alejado una poca distancia – En vac?o coqueteaste con este hombre en el baile, no parece una buena persona. No sabemos adem?s que tiene adentro, en su mente. Marisol s?lo suspir?. Sin embargo, pronto salieron fuera de la ciudad y nuevas impresiones del viaje eclipsaron todas esas sensaciones negativas producidas por el encuentro con aquel hombre. Al cabo de una semana los viajeros llegaron a su finca, su dominio, cerca de C?rdoba. Era pleno verano, y en el gran jard?n todo florec?a y perfumaba con intensa fragancia el ambiente. En el follaje de los ?rboles, alegremente cantaban los aves y hac?a bastante calor. Tras llegar, Marisol e Isabel, con mucho gusto, muchas ganas y alegr?a, se cambiaron de ropa quit?ndose sus trajes de viaje y poni?ndose vestidos ligeros, y enseguida se precipitaron a la alberca. Jorge Miguel sigui? a sus hermanas. Do?a Encarnaci?n miraba a sus hijos batiendo en el agua con regocijo, ri?ndose y roci?ndose unos a otros con nubes de salpicones. – Ay mam?, ?qu? bien se est? aqu?! – exclamaba Marisol – ?nunca m?s quiero volver a nuestra l?gubre casa de Madrid! ?me gustar?a quedarme por aqu? para siempre! – A mi tambi?n me gusta mucho nuestra finca – apoyaba con sus palabras Isabel – ?por qu? no nos trasladamos para vivir aqu?? – Eso es imposible, mis ni?as – les contest? do?a Encarnaci?n con un suspiro – all? en Madrid, tenemos obligaciones. Somos personas nobles y tenemos que frecuentar la sociedad. Por aqu? apenas encontrar?is a muchachos decentes con quienes podr?ais casaros! – Pero es que C?rdoba tambi?n es una gran ciudad! ?y en donde vive tanta gente! – exclam? Isabel. Do?a Encarnaci?n no se puso a discutir, “que las chicas disfruten de nuestro hermoso jard?n, respirando el aire fresco y ba??ndose en la alberca. De todos modos, m?s tarde, seguramente tendr?n ganas de volver a Madrid”, – pensaba, tranquiliz?ndose la mujer a s? misma. Tras ba?arse a satisfacci?n y despu?s de cambiarse de ropa, todos los hijos de Do?a Encarnaci?n con gran apetito comieron los deliciosos platos que hab?a preparado para ellos la cocinera, Do?a Mar?a, y despu?s se alejaron a sus dormitorios para descansar. Pasadas unas horas, cuando ya empezaba a atardecer, las hermanas pidieron permiso a su madre para que las dejara pasear por el jard?n. Do?a Encarnaci?n sab?a que no les pasar?a nada ya que el jard?n por todos lados estaba rodeado por la alta muralla de piedra, as? que por eso las dej? pasear libres a voluntad. Las dos chicas empezaron a deambular por su hermoso jard?n, les gustaba visitar sus diferentes y variados rinconcitos ocultos, donde desde su infancia hab?an tenido sus secretos. En un rinc?n lejano donde se encontraba una broza, en la ciega muralla, hab?a un paso que apenas se distingu?a – s?lo dos hermanas, o quiz?s el viejo jardinero Don Eusebio, sab?an de su existencia. A?n en su ni?ez las hermanas a veces, se escapaban de la casa por esta apertura estrecha y secreta, para ir al r?o. Cerca de la finca pasaba el r?o Guadalquivir que suavemente llevaba sus aguas majestuosas hacia el Mediterr?neo. Y ahora las dos chicas, como antes, cuando eran ni?as, sin convenir de antemano, se dirigieron al paso en la muralla. Col?ndose por la abertura, se encontraron as? en el bosque de eucaliptos, entre la espesura de boneteros y hierbalunas. Las hermanas tantearon un sendero que estaba dentro de una espesa hierba, y por este, se precipitaron hacia el r?o. Al cabo de un rato el sendero apareci? destrozado, y las chicas se encontraron al borde de un derrocadero. Debajo de ellos alegremente llevaba sus aguas el caudaloso Guadalquivir. Las chicas se quedaron pasmadas disfrutando de un hermoso paisaje que se descubr?a ante sus miradas. Antes, cuando eran ni?as, se ba?aban en este r?o algunas veces. A poca distancia la orilla se hac?a m?s en declive, y poco a poco se iba trasformando en una playa arenal. Las hermanas se dirigieron all? y pronto llegaron a una orilla desierta. Las chicas se quitaron su ropa y entraron en el agua. Estaba fresca y la corriente era bastante fuerte. Tras ba?arse a placer, salieron a la orilla, y despu?s de secarse, se pusieron sus vestidos y se sentaron en la arena muy contentas y pl?cidas. No lejos de ellas se ve?an ruinas de unas construcciones antiguas. Todo a su alrededor parec?a fascinante y misterioso. Las chicas se calmaron y aplanaron mucho, al sentir que una energ?a especial exist?a en este lugar. De repente Marisol sinti? algo extra?o, como si se cayera a alg?n sitio viajando a trav?s del tiempo. La chica se vio aqu? mismo, pero todo era distinto; hab?a mucha gente alrededor, vestidos muy raros; unos edificios desconocidos se levantaban por todos lados, y la gente estaba reuni?ndose, como prepar?ndose para algo importante. Y de s?bito, surgi? ante su mirada la imagen del joven cantante desde el coro de la iglesia – Marisol, no se sabe por que, se daba cuenta que era precisamente ?l, aunque parec?a que era un hombre de aspecto muy diferente. Se encontraba entre la multitud contando algo a la gente, y ella le miraba y estaba orgullosa de ?l. Marisol volvi? en si porque Isabel le tiraba del brazo. – Marisol, ?qu? te pasa? – le pregunt? su hermana, asustada – parec?a como si te hubieras dormido, aunque estabas con los ojos abiertos. La muchacha entorn? los ojos y sacudi? la cabeza. – De verdad, ha sido un momento muy extra?o, como si tuviera un sue?o, pero muy raro – le contest? Marisol a su hermana, a?n bajo los efectos de su visi?n. – Estuve en este mismo lugar, pero hab?a mucha gente desconocida, muy rara, y yo estaba entre ellos. Una ciudad antigua, una gran reuni?n – no s? pues que me ha pasado, no sabr?a explicarte, … no s? que era todo esto. La muchacha parec?a un poco confundida. Isabel miraba a su hermana con sumisi?n, quer?a mucho a Marisol y sab?a que era muy distinta, no tal y como las dem?s. – Bueno, hermanita, ya es tiempo para volver a casa – dijo Marisol levant?ndose. – Isabel, te lo ruego, no le digas a nadie de nuestro paseo, de este lugar, del paso en la muralla. Y sobre todo, nadie debe saber de mi sue?o, que se quede todo entre nosotras dos, si no pensar?n que estamos locas. No le revelaremos a nadie nuestros secretos. – Muy bien, vale pues, te lo juro, Marisol, ?nadie se enterar? de nuestro arcano! – exclam? Isabel. Las chicas se pusieron en camino para volver a la casa y pronto se encontraron en el patio de su finca. Do?a Encarnaci?n ya empezaba a preocuparse por ellas, pero sab?a que el jard?n era muy grande, rodeado por una muralla tras la cual era imposible escalar, por eso su madre no ten?a miedo que a sus hijas les pudiera suceder algo, as? que simplemente las rega?? porque todav?a les gustaba esconderse de los mayores aunque ya no eran ni?as. – Perd?nanos mam?, por favor – le dijo Marisol – nuestro jard?n es tan grande, con tantos hermosos rincones, que ?no nos dan ganas de irnos de aqu?! – Bueno, os hab?is liberado y disfrutado a voluntad, pajaritas – les contest? Do?a Encarnaci?n, ri?ndose – ?disfrutad de la libertad! Cap?tulo 12 Al d?a siguiente Marisol se fue a la parroquia que estaba en una aldea no lejos de la finca. All? serv?a de cura el padre Alejandro con quien la chica confesaba de vez en cuando. A la muchacha le gustaba mucho conversar con ?l. Padre Alejandro celebraba oficios hac?a ya mucho tiempo, en aquella peque?a parroquia al borde del pueblo, y que frecuentaban los hacendados desde las fincas vecinas y los campesinos de la aldea. Ya era un hombre de avanzada edad, y los parroquianos le quer?an por su sabidur?a y amabilidad. Siempre encontraba palabras para dar consuelo a los que lo necesitaban en dif?ciles momentos de la vida. Marisol le recordaba a?n desde su ni?ez. Por haber perdido a su padre hac?a unos a?os, le faltaban los consejos de un hombre, por eso siempre que lo necesitaba, con mucho gusto se comunicaba con el cura que tambi?n la quer?a como si fuera su hija. – Necesito confesar y hablar con usted sobre muchas cosas, padre – le dijo Marisol al cura al saludarlo, cuando se vieron en la iglesia; al o?r esto el Padre Alejandro invit? a la muchacha a sentarse en el banco junto a s? mismo. – He cometido muchos errores durante los ?ltimos meses – empez? Marisol su charla – y me siento culpable. Por mi causa, casi muri? un caballero quedando herido grave, y adem?s coquete? en el baile con otro hombre aunque me parec?a muy antip?tico. – ?Cu?ndo has logrado hacer de mala gana todo esto, hija m?a? – le pregunt? el cura cari?osamente – ?no crees quiz?s, que est?s engrandeciendo tu culpa y te auto flagelas tontamente?, ?yo ya te conozco bien! – sonri?. Marisol le relat? muy detalladamente todo le que le hab?a pasado en los ?ltimos meses, mientras el padre Alejandro la estaba escuchando muy atentamente frunciendo el ce?o. – Es una historia muy ingrata, hija m?a – le dijo al callarse un poco – Por una parte, como si no tuvieras la culpa, no quer?as que a tu antiguo novio le hicieran da?o. Hasta tu hermano se neg? a vengarle. Sin embargo, pas? lo que pas?. Quiz?s, el Se?or le castig? por otras razones desconocidas para nosotros. – Por otra parte – continuaba el cura – ya te has dado cuenta de que aquel hombre no hab?a sido predestinado para ti, entonces, intentaste apropi?rtelo utilizando los celos; esto es un pecado, hija m?a. No importa lo que te hubiera prometido y que no lo cumpliera, simplemente Dios lo apart? de ti. No obstante, en tus adentros, tuviste ganas de vengarle ?no? Marisol baj? su cabeza. – Pues bien, Marisol, a veces la envidia y el deseo de vengar hieren antes que la espada; tienes que arrepentirte y pedir perd?n, hija m?a. Y tambi?n, porque intentaste involucrar a otra persona en tu venganza. Seg?n lo que me has contado no me parece un hombre decente. De esta manera, al coquetear con ?l, abriste una caja de Pandora, esto es muy peligroso, porque no se sabe qu? pueda cometer tu pariente. Deben tener cuidado, tanto t? como toda la familia. Los dos se quedaron callados un rato. – Otro cura, en mi lugar, te recomendar?a que te retirases al convento – continu? el padre Alejandro. – Sin embargo, seg?n te conozco, t? no has sido creada para llevar una vida de monja. Quiz?s los a?os de estudios que pasaste en el monasterio de las carmelitas, te fatigaron bastante. – Pues, que hago, padre? – le pregunt? Marisol. – Tienes que frecuentar el templo, pedir perd?n al Se?or y arrepentirte por lo que has hecho o pensabas hacer. Dios te perdonar?. Respecto al amor, … creo que el amor de tu vida a?n no ha aparecido y que lo encontrar?s m?s adelante. Marisol mene? su cabeza y respir? dolorosamente. Padre Alejandro la mir? interrogativamente. La muchacha le cont? tambi?n, como hac?a unos a?os hab?a conocido a un cantante del coro de la iglesia que deb?a hacerse cura, y como se hab?a enamorado de ?l. – ?Ahora lo comprendo! – exclam? el padre – S?lo me queda compadecerte, hija m?a. Es un gran disgusto enamorarse de un hombre que no pueda casarse, ya que debe servir a Dios. El Se?or te ha hecho pasar por una prueba muy grave; intentabas a olvidar a aquel muchacho por medio de otro. Lamentablemente, muchas personas act?an de la misma manera, pero no es justo, hija m?a – suspir? el padre – como ves, no ha salido nada bueno de todo esto. Marisol lo mir? penosamente. – Pues entonces ?qu? hago padre, con todo esto? – volvi? a preguntarle – No se puede amar a este hombre ya que est? predestinado a Dios; por otra parte, tampoco pod?a amar a otro hombre ya que hab?a sido predestinado para otra mujer. Entonces ?qui?n est? predestinado para m?? – A?n eres joven hija m?a, ya encontrar?s a tu prometido. – Y ?si de repente resultara que, otra vez, aparece otro hombre, no estar? predestinado para m?? – Al prometido no le pasar?s de largo – contest? el padre Alejandro, de una forma evasiva. La muchacha se qued? sorprendida, al o?r esta afirmaci?n. ?Qu? podr?a significar? ?qu? quer?a decirle el padre Alejandro? – Padre ?por qu? es as? el mundo, que si uno sirve a Dios, no puede amar a nadie, no puede tener una familia? – le escrutaba Marisol. Se acord? de Rodrigo y le dio un vuelco el coraz?n. – Tocas un tema muy espinoso, hija m?a – le contest? el cura. – El hombre que sirve a Dios, no debe amar s?lo a una persona, sino a todos, pero en otro sentido, distinto de lo que comprendes t?. – Ten cuidado, Marisol – a?adi?, suspirando. – Conmigo puedes hablar de cualquier cosa, soy cura y estoy vinculado por el arcano de confesi?n, pero no te olvides que en nuestro pa?s, el poder supremo en realidad no pertenece al rey, ni siquiera a la iglesia cat?lica, sino al Tribunal de la Inquisici?n que se somete al Papa. Muchas personas inmorales e indecorosas se aprovechan de esto para liberarse, por medio de la Inquisici?n, de sus adversarios, o para hacer da?o a alguien por cualquier motivo. Cualquier persona que te envidie tendr? ganas de perjudicarte y redactar? una denuncia contra ti; eso ser? suficiente para someterte a torturas y enviarte al fuego. Ten mucho cuidado en lo que digas, hija m?a, nunca conf?es en personas desconocidas. Marisol se encogi?, al o?r estas palabras. – ?Acaso todo es tan desesperado? – le pregunt? con voz baja. – Es dif?cil vivir en nuestro pa?s – suspir? el cura. – Hasta nosotros, los cl?rigos, sirvientes de Dios, arriesgamos en cualquier momento encontrarnos en las manos de los esp?as del Pap?. Si ahora alguien sorprendiera nuestra conversaci?n, enseguida nos enviar?an a los dos a la prisi?n de torturas a C?rdoba. – Sin embargo el mundo es, no s?lo Espa?a y el Santo Imperio Romano – continuaba el padre – aunque por supuesto, hay pa?ses, donde la vida es mucho m?s dura que en Europa, como por ejemplo, en el Oriente, en los pa?ses musulmanes. Sin embargo hace m?s de veinte a?os Crist?bal Col?n, buscando una nueva v?a hacia la India, descubri? el Nuevo Mundo, un gran continente – Am?rica, como lo nombr? un viajero italiano. Estoy informado de que mucha gente ya se march? all?, o tiene ganas de marcharse, para empezar una vida nueva en un pa?s libre; aunque por supuesto, nuestro poder har? todo lo posible para someter esas tierras, convirti?ndolas en sus colonias. Marisol estaba escuchando al padre Alejandro con mucha atenci?n. Sab?a muy bien lo que le acababa de relatar. En aquella ?poca conversaban por todos lados sobre el viaje de Col?n y su descubrimiento del Nuevo Mundo. Y mucha gente ya se hab?a ido all?: algunos por orden del rey, otros buscando aventuras o para salvarse de los esp?as del Papa. – Por supuesto, los misioneros de nuestra Iglesia Cat?lica tambi?n se dirigieron a Am?rica; sin embargo, pienso que no ser? pronto cuando la mano de la Inquisici?n alcance esa tierra. Creo que muchas personas podr?n empezar all? una vida nueva, libre y feliz. – Gracias, a usted, padre Alejandro – pronunci? Marisol – me ha tranquilizado un poco y me ha aclarado muchas cosas. – Que te excusen tus pecados, que Dios te bendiga, hija m?a – dijo el padre, haciendo la se?al de la cruz encima de la cabeza de la muchacha. Marisol sali? del templo, sintiendo un gran alivio. Padre Alejandro sab?a consolar, ahora la vida ya no le parec?a tan desesperada como antes, el sol brillaba en el cielo azul, cantaban los aves, el aire fresco tra?a el olor de jardines florecidos, los bosques de eucaliptos y de los campos. La muchacha se sinti? como si una luz empezara a brillar delante de ella, y se precipitara a su encuentro. *** Entre tanto, la vida en la finca pasaba con plena tranquilidad y placidez. Las hermanas disfrutaban de los paseos por su hermoso jard?n, rec?nditas escapadas hacia el r?o y algunos viajes a C?rdoba. Los domingos toda la familia asist?a a las misas en la parroquia, y los jueves Marisol sol?a tener charlas con el padre Alejandro. A veces los visitaban sus vecinos, hacendados de otras fincas, de esta forma Marisol entabl? amistad con In?s Gonz?les, muchacha de una familia muy rica de Valladolid, que ven?a a su dominio cerca de C?rdoba cada verano. Do?a Encarnaci?n tambi?n sol?a ir de visitas con sus hijos a las fincas de los vecinos, sin embargo ninguno de ellos ten?a tal jard?n con alberca y ba?os, como la familia Echever?a de la Fuente, por eso algunos hu?spedes no dejaron de visitarlos. In?s Gonzales ven?a a la casa de sus nuevas amigas casi cada d?a. Todos los chicos, acompa?ados por Do?a Encarnaci?n y Don Jos?, con frecuencia sal?an a la ciudad, divirti?ndose y alegr?ndose de la vida. Al parecer, Marisol se olvid? de todos sus pesares, pues ya no ten?a tanta preocupaci?n como antes, pero en su rostro apareci? una arruga, su cara ya no era tan brillante y en sus ojos, a veces, se distingu?a una tristeza. As? imperceptiblemente pas? otro verano, y lleg? el tiempo para volver a Madrid. Isabel deb?a continuar sus estudios en el monasterio de las carmelitas. Do?a Encarnaci?n echaba de menos a su hijo Roberto que, debido a su servicio, no hab?a podido tomar tiempo para visitarlos en la finca este verano. Marisol se daba cuenta que ten?a ganas de volver a sus ensayos con el coro de la iglesia. Antes de su partida, la muchacha se entrevist? de nuevo con el padre Alejandro. – Me alegro de que hayas vuelto a la vida despu?s de tus pesadumbres, Marisol – le dijo el cura cari?osamente – pareces alegre y tranquila, as? que te sugiero, cuando vuelvas a Madrid, que hagas las paces con tu amiga y su hermano, tu antiguo novio; as? obtendr?s la paz en el alma. Marisol suspir?. – No s? si ser? posible, pero lo intentar? – le contest? con voz baja. – ?Qu? piensas hacer en Madrid, hija m?a? – continu? la conversaci?n el padre. – Seguir? cantando en el coro de la iglesia, y tambi?n ayudar a mi madre a gestionar la casa, luego …, pues no s?, – dijo pensativa. Se quedaron callados un rato. – Padre – de improviso dijo Marisol – de todas maneras, no puedo comprender una cosa, ?acaso Dios dispuso que sus sirvientes, cl?rigos, no deben casarse y tener familia?, o lo inventaron las gentes? El cura se qued? turulato; record? que la muchacha ya le hab?a hecho tal pregunta, pero nunca le hab?a dado una respuesta inteligible. – Esc?chame, hija m?a – empez? a contestarle – te dir? una cosa. Claro que as? nos ense?aron y convenc?an, pero de verdad, yo mismo no creo que precisamente seg?n la voluntad de Dios, los cl?rigos deban quedarse solitarios. Conoc? a unas personas que hab?an viajado por diferentes pa?ses. Me comentaban que all? los curas se casan, tienen hijos, y al mismo tiempo sirven a nuestro Se?or. – Sin embargo – padre Alejandro acerc? su cara a la chica y baj? la voz – todo lo que te acabo de comunicar, debe quedarse entre nosotros dos, no pienses en dec?rselo a alguien en alg?n sitio, es mejor que te olvides de estas palabras m?as por tu propio bien, hija m?a. En nuestra Iglesia Cat?lica es obligado a que sea as?; si no est?s de acuerdo con algo, eres un hereje y te esperar?n todos los c?rculos del infierno. Marisol suspir?. – Lo comprendo, padre – dijo con voz baja – estar? callada, ?es una pena que no podamos cambiar nada! – Por el momento, s? – le contesto el cura, desconsolado – quiz?s un d?a nuestros descendientes sean m?s libres y felices. Marisol se despidi? del padre Alejandro y sali? de la iglesia; no sab?a a?n que nunca le volver?a a ver, y al d?a siguiente toda la familia abandon? su finca en Andaluc?a para partir a Madrid. Cap?tulo 13 En Madrid, de toda la familia, s?lo Marisol y Do?a Encarnaci?n se quedaron en su gran casa. Isabel volvi? al monasterio de carmelitas en Le?n para continuar sus estudios. Roberto y Jorge Miguel estaban en la corte, por su servicio. Los dos hermanos sol?an venir a la casa los fines de semana, y para Do?a Encarnaci?n y Marisol cada una de sus llegadas se convert?a en una verdadera fiesta. Marisol decidi? continuar sus ensayos con el coro en la Catedral de San Pablo. En realidad estas actividades eran su ?nica diversi?n. Despu?s del incidente con la familia Rodr?guez todos los contactos con ellos cesaron. Tras recuperarse de su herida, Enrique se cas? con su novia y se traslad? a Valladolid llevando consigo a todos sus familiares, as? que Marisol s?lo ten?a comunicaciones con algunas muchachas del coro, pero estas no pertenec?an a su c?rculo y no estaban admitidas en la alta sociedad. Entre tanto, pasaron tres semanas. La vida al parecer, empezaba a volver a su curso habitual, cuando de s?bito un nuevo disgusto cay? sobre sus cabezas. Durante el verano, todos casi se olvidaron de Jos? Mar?a y sus pretensiones hacia Marisol. Ahora bien, de repente este volvi? a aparecer en su casa, haciendo acordarse a la muchacha de su supuesta promesa de casarse con ?l. Tanto Marisol como Do?a Encarnaci?n no estaban precisamente encantadas por su regreso. La muchacha le coment? que no estaba dispuesta a casarse con nadie y que pensaba retirarse al monasterio. Do?a Encarnaci?n tambi?n decidi? hablar muy en serio con su pariente lejano, explic?ndole que su hija se hab?a quedado confundida y que aquel hecho en el baile s?lo hab?a sido una equivocaci?n. En fin, le pidi? que dejara en paz a su hija y su familia. Sin embargo Jos? Mar?a no era de esas personas que renuncian as? como as? a sus fines, por lo que decidi? conseguir el suyo a cualquier precio. Se puso a acechar a la muchacha y se enter? de que unas pocas veces a la semana frecuentaba la Catedral de San Pablo por los ensayos del coro y a veces cantaba en oficios con otros cantantes; incluso la observaba y la vio salir de la catedral varias veces y subir a su coche. Al fin un d?a, se atrevi? a acercarse y a hablar con ella, cuando la muchacha estaba dirigi?ndose a su coche para irse a casa. Al ver a su dichoso primo segundo, parado contra el muro gris de la catedral, Marisol sinti? un inc?modo fr?o corriendo por su espalda y presinti? algo siniestro. Este hombre le parec?a muy antip?tico, incluso le daba repugnancia, as? que volvi? a arrepentirse de lo que hab?a pasado en el baile hac?a unos meses. – ?Qu? quieres, Jos? Mar?a? – le pregunt? con fr?o en la voz – ?para qu? me persigues? – Quiero que seas mi esposa. – Ya te coment? que no pienso casarme. Olv?date de aquel suceso en el baile; fue una equivocaci?n. En realidad no te promet? nada. Era una broma. – Te casar?s conmigo bien por las buenas o por las malas. Si no, har? una denuncia a la Inquisici?n, les contar? que tu familia son herejes que no respetan La Escritura Sagrada y censura a Dios. La muchacha sinti? como si todo se le encogiera por sus adentros del terror. Este hombre, en efecto, pod?a realizar su amenaza y de esa manera echar a perder a toda su familia. Ya se conoc?an tales casos. Nadie va a comprobar la veracidad de su denuncia al Tribunal del Papa. La muchacha sab?a que aquella m?quina diab?lica ya hab?a matado a miles de personas inocentes. Se qued? plantada y sin fuerzas para oponerle algo. Era obvio que el malhechor se alegraba por haberla asustado. – Te doy tres d?as para reflexionar – le dijo entre los dientes; mont? de un salto a su caballo y se alej? al galope. Marisol no se acordaba de como volvi? a casa. Do?a Encarnaci?n no estaba ya que se fue a visitar a su madre, abuela de Marisol, que ten?a dolor de las piernas. Silvia, su nueva sirviente, a?n una chica muy joven, al verla asustada y deprimida, le pregunt? a la se?orita qu? le hab?a sucedido. – Quiero quedarme sola – le contest? Marisol. – Cuando mi madre vuelva a casa, que venga junto a mi. Al quedarse a solas, Marisol comprendi? todo el horror de su estado. ?Cu?l de los dos males deb?a escoger? ? casarse con aquel hombre tan odioso y as? sacrificarse, arruinar su vida, pero salvar a su familia, o someter a todos los familiares a terribles torturas de la Inquisici?n y acabar siendo quemados vivos en el fuego? La muchacha estaba tan deprimida que ni siquiera pod?a llorar, y as? se qued? sentada encogi?ndose en un ovillo durante casi una hora; de esta forma la encontr? Do?a Encarnaci?n. La mujer se preocup? de veras, al ver a su hija en tal estado. – ?Quien te asust? hasta tal punto? – le pregunt? a la muchacha su madre, muy alarmada. Marisol le relat? sobre su encuentro con Jos? Mar?a, de sus pretensiones y amenazas. Do?a Encarnaci?n se inquiet? mucho, sab?a que aquel hombre ten?a una alma oscura y era capaz de lo peor para conseguir lo que deseaba. La mujer abraz? a su hija. – Pobre ni?a m?a – le dijo con voz baja. – Apenas nos apartamos de una desgracia cuando ya lleg? otra. As?, calladas, se quedaron las dos unos minutos. El sol de oto?o penetraba en la habitaci?n a trav?s de las cortinas transparentes, iluminando sus caras p?lidas. – ?Roberto! – de s?bito, exclam? Do?a Encarnaci?n – ser? mi hijo mayor quien nos ayudar?!, ?l goza de la confianza del mism?simo regente, ?as? que encontraremos un modo para parar a este malhechor! Inmediatamente la mujer sali? de la habitaci?n para escribir un mensaje a su hijo, y mand? a Mariano ir enseguida a Toledo. Este, en un momento estuvo listo y se march?. Al d?a siguiente por la ma?ana Roberto ya estaba en Madrid, en la casa de su madre. En Toledo coment? que hab?a sucedido algo a sus familiares, y el regente le dej? marcharse. Toda la familia se reuni? en el sal?n. Marisol relat? a su hermano sobre las amenazas de su primo segundo. Roberto se puso furioso. – ?Que canalla! – exclam?, cogiendo su espada, ?a?n no sabe con qui?n est? tratando estos asuntos!. Vale la pena desafiarlo. Marisol y Do?a Encarnaci?n le estaban mirando sin decir ni una palabra. Al cabo de un rato el muchacho se calm?. – No, creo que no es la mejor soluci?n, – empez? a razonar, andando por el sal?n de aqu? para all?, en su pesada armada de caballero que todav?a no se hab?a quitado – no se sabe si lo podr? matar, y si se quedar? vivo, quiz?s ser?a peor. Entonces, es cierto que va a lograr vengarse. – Y ?qu? hacemos? – le pregunt? Marisol, desesperada.. En aquel momento la muchacha vio a su sirviente Silvia en la puerta del sal?n, haci?ndoles se?ales con la mano. Marisol sali? para hablar con ella. – ?Qu? quieres, Silvia? – la pregunt? la muchacha. – Se?orita Mar?a Soledad, necesito comunicarle algo importante sobre su pariente. Por casualidad o? la conversaci?n de ustedes. Espero que lo que le diga, les sirva de algo. Marisol invit? a la sirviente al sal?n. Al principio Silvia se sent?a inc?moda, pero luego entr? e hizo una reverencia. – Mam?, Roberto, Silvia quiere decirnos algo importante sobre J?se Mar?a, – dijo Marisol. – Habla Silvia, no temas, – dijo Do?a Encarnaci?n. La sirviente se envalent? y empez? a hablar. – Hace unos d?as, cuando no hab?a nadie en la casa, vino el se?or Lopez, preguntando por la se?orita Marisol. Le dije que no estaba, que todos se hab?an ido, entonces … – la chica se qued? callada. – Continua, Silvia, te estamos escuchando – pronunci? Roberto muy serio. – El se?or Lopez se me acerc? y se puso a tentarme, – continuaba Silvia con pudor – luego me llev? a una habitaci?n y me dijo que si le obedec?a y le pudiera complacer, me recompensar?a. Se call?. Todos esperaban a que siguiera su relato, muy atentos. – Pues, ?que sucedi? luego? – le pregunt? Roberto con impaciencia. – En aquel preciso momento alguien entr? por la puerta – fue su vecina, Do?a Dolores. Entonces me dijo con voz baja: “Ya volveremos a nuestra conversaci?n”, y se fue de la casa. Silvia tom? aliento. Por un rato todos se quedaron callados. – ?Vaya canalla! – exclam? Roberto – bueno, ?ahora, por lo menos, yo s? lo que debo hacer! – Silvia, puedes irte, haz tus cosas, – le dijo a la sirviente Do?a Encarnaci?n. – Con su permiso – le contest? la chica, hizo una reverencia y sali? del sal?n cerrando la puerta detr?s de s? misma. Roberto se levant? de su sitio y volvi? a andar por la habitaci?n. – Jos? Mar?a tambi?n es uno de los caballeros de Su Majestad, – se puso a razonar el muchacho – voy a informar al regente que cortejaba a mi hermana y a su criada a la vez. Ser? suficiente para juzgarlo y enviarlo a la prisi?n, o exiliar del pa?s, quiz?s a las colonias – a?adi?. – Pero no me intentaba seducir, como lo hizo con Silvia, simplemente me amenazaba, – replic? Marisol. – No importa, hermana – dijo Roberto – Bien, as? lo suprimimos, no importa de qu? manera, bien, puede enviar a todos nosotros al fuego de la inquisici?n, y ni siquiera el mismo rey nos ayudar?a, ya que los legados del Papa no le someten. Ahora mismo salgo para Toledo. ?Cu?ndo debe aparecer este tipo en la casa? – Dentro de dos d?as – contest? Marisol con voz baja. – Perfecto – dijo Roberto. Ya me estoy yendo. Ma?ana por la tarde llegar? llevando conmigo otros caballeros. Ya le derrocaremos. Sali? del sal?n. Do?a Encarnaci?n mand? a los sirvientes que dieran de comer a su hijo. Despu?s del desayuno le gan? el sue?o ya que hab?a estado en vela toda la noche. Sin embargo al cabo de dos horas ya estaba de pie, se despidi? de todos, mont? a su caballo y se puso a correr a todo correr hacia Toledo. Al cabo de dos d?as Marisol y Do?a Encarnaci?n en el sal?n de su casa estaban esperando la visita de Jos? Mar?a. En la habitaci?n de al lado estaban escondidos Roberto con otros caballeros que hab?an venido de Toledo. Cerca de las diez de la ma?ana su dichoso primo segundo apareci?, vestido con traje azul, de calcetas oscuras, con su espalda a la talla. Al dejar su caballo cerca de la entrada, entr? la casa y se dirigi? directamente al sal?n donde lo esperaban Marisol y Do?a Encarnaci?n sentadas en los sillones grandes de color gris a ambos lados de la chimenea. Hizo reverencia, para observar las conveniencias, y acerc?ndose a Marisol, le pregunt? sin rodeos: – ?Has pensado en lo que te dije hace tres d?as? La muchacha asinti? con un movimiento de la cabeza. – No me casar? contigo, Jos? Mar?a – le contesto Marisol con voz de hielo. – No te amo. – Pues, perfecto – pronunci? Jos? Mar?a con soberbia – no quieres que sea por las buenas, que sea por las malas. Se acerc? a la muchacha y le cogi? del brazo con rudeza. – Bien, te vas conmigo, bien, ahora mismo escribo una denuncia a la inquisici?n. La intent? arrastrar detr?s de si. La muchacha se puso a gritar. Do?a Encarnaci?n se lanz? en su ayuda. En este preciso momento abri? la puerta, y Roberto con otros caballeros que estaban esperando en la habitaci?n adyacente, entraron corriendo al sal?n, se acercaron al malhechor, y, con la rapidez de un rayo, lo capturaron y lo ataron. Este ni siquiera pudo defenderse o pronunciar una palabra. Roberto con ayuda de dos compa?eros suyos, llev? a su pariente a la calle, los dem?s trajeron caballos de la cuadra que estaba detr?s de la casa. El desafortunado Jos? Mar?a fue enarbolado a su caballo y este convoy formado por los caballeros de Su Majestad, estando a la cabeza Roberto, fue mandado directamente a Toledo, al Tribunal de la corte. Do?a Encarnaci?n y Marisol parec?an ni muertos ni vivos despu?s de todo lo sucedido. S?lo al pasar una hora empezaron a volver en s? y se dieron cuenta por fin, que nadie les amenazaba m?s; as? que pudieron tomar aliento. Diez d?as despu?s, el dichoso pariente de la familia Echeveria de la Fuente fue juzgado por el Tribunal del Rey y condenado al exilio del pa?s a las colonias, por la p?rdida del honor de caballero. Roberto Echever?a personalmente, le escolt? hasta C?diz, donde el prisionero fue colocado en un nav?o que le iba a llevar a las islas para cumplir la condena. Terminado el asunto, Roberto volvi? a la casa y comunic? que nada m?s amenazaba a su familia. Todos los habitantes de la casa, por fin, pod?an dormir en paz. – Y ?si de repente huye y vuelve por aqu?? – pregunt? Marisol cautamente. – Es posible, pero muy poco probable. Espero que se quede all? para siempre. As? que pod?is vivir tranquilas. Por la tarde Do?a Encarnaci?n organiz? una peque?a cena familiar para celebrar aquel evento, a donde invit? a sus hermanas, t?as de Marisol y a su abuela. Todos se alegraban por la prodigiosa liberaci?n del peligro que amenaz? a toda la familia, agradeciendo a Roberto por la discreci?n. – Y ahora, ?qu? piensas hacer, mi hermana? – le pregunt? a Marisol Roberto despu?s de la cena – ?no estar?a mal que te busc?ramos a un novio! – Pienso irme a Andaluc?a para unos meses – le contest? Marisol – por aqu?, en Madrid, s?lo tengo disgustos. En nuestra finca me siento bien y tranquila. No importa que pronto llegue el invierno, no le tengo miedo. Do?a Encarnaci?n se apen?, al saber de la decisi?n de su hija. – Estar?s sola all?, hija m?a – le dijo con un suspiro – Y yo tambi?n me quedo sola en nuestra casa, pero tengo que estar aqu?. ?Ojal? que por lo menos Roberto se case pronto para que pueda criar a mis nietos! – No te preocupes por m?, mam? – le consolaba Marisol. – All? estar? muy bien en nuestra casa antigua, en nuestro jard?n tan grande y hermoso, no importa en qu? estaci?n del a?o estemos; por aqu? tienes a mis t?as y a mi abuela, adem?s Roberto y Jorge Miguel van a ir a visitarte con m?s frecuencia. Quiero vivir all? unos meses para tranquilizarme, – a?adi? – ya pensar? que voy a hacer. Por aqu? no me siento bien, parece que las mismas paredes me aprieten; ni siquiera puedo continuar mis ensayos con el coro, ya que todos vieron aquel incidente con Jos? Mar?a. Ya no s? que puedan pensar de mi. – Bueno, quiz?s, en realidad, as? ser? mejor para ti – suspir? Do?a Encarnaci?n – vete con mi bendici?n, hija m?a, ?qui?n sabe!, acaso all?, en C?rdoba, hallar?s a tu prometido. Por la ma?ana del d?a siguiente, a la entrada de la casa, a Marisol ya estaba esper?ndola el coche, para llevarla a Andaluc?a. La muchacha llevaba consigo a Silvia, su nueva sirviente. Su hermano Roberto deb?a acompa?arla hasta Toledo. Do?a Encarnaci?n lloraba abrazando a su hija y despidi?ndose de ella. Al subir al coche, la muchacha extendi? su vista mirando su casa por ?ltima vez. Pens? que su vida anterior se quedaba atr?s. Le parec?a que algo maravilloso, por fin, deb?a ocurrir en su vida, sustituyendo todas las penas y disgustos de los ?ltimos a?os. Por eso Marisol, con alegr?a, miraba los paisajes de la Castilla oto?al que pasaban ante su mirada, a trav?s de las ventanillas del coche que la llevaba fuera, lejos de Madrid, al encuentro de una vida nueva. Cap?tulo 14 Al cabo de unos d?as, Marisol lleg? de nuevo a su querida finca en Andaluc?a. Estaban a mediados del mes de Octubre. Los ?rboles en el jard?n y arboledas de alrededor ya empezaban a obtener los hermosos matices del oto?o. En el jard?n los campesinos recog?an la cosecha de frutas. Una parte de la cosecha Don Jos? la enviaba con carreter?a a Madrid, el resto la vend?a a comerciantes. El administrador de la finca se quejaba que antes de que los musulmanes y jud?os fueran expulsados del pa?s, hab?a muchos comerciantes que llevaban su negocio muy bien y pagaban a manos llenas; pero en aquel momento el comercio iba muy flojo. Don Jos? viv?a en la finca con su esposa, Do?a Manuela. Los esposos ya eran de avanzada edad. No obstante, su vida al aire libre, entre la naturaleza, discurr?a bastante calmadamente, as? que los dos gozaban de muy buena salud. Su hijo mayor ya hac?a tiempo que viv?a en C?rdoba, donde se dedicaba al comercio, ayudando a vender la cosecha recogida en el jard?n de la finca. El segundo hijo de los esposos estaba casado con una sirviente de la finca vecina, donde viv?a con su familia y serv?a de cochero. Do?a Manuela atend?a la casa para mantenerla en orden. En la finca viv?a tambi?n un viejo jardinero, Don Eusebio, que estaba enamorado de su jard?n, que en realidad era producto de sus esfuerzos, y parec?a que el viejito llegaba a ser parte de su obra; raramente aparec?a en la casa ya que viv?a en su caseta peque?a y pasaba todo su tiempo entre sus plantas. La cocinera, do?a Mar?a, viv?a en la aldea con sus hijos y nietos, llegando a la finca s?lo cuando ven?an los due?os desde Madrid. La llegada inesperada de Marisol sorprendi? a todos, aunque les hab?a sido enviado un mensaje con aviso, por eso la estaban esperando, le hab?an preparado su habitaci?n, y para tal ocasi?n hab?an llamado a Mar?a para que hiciera la comida para la se?orita. El coche se par? delante de la antigua casa mauritana. Marisol y Silvia se bajaron extendiendo la mirada alrededor de s? mismas. Era un hermoso d?a de oto?o. El sol brillaba en el cielo azul, cantaban los p?jaros, un suave vientecillo tra?a olores muy finos de hierbas y flores. Todos los habitantes de la casa salieron para recibir a su jovencita ama y la saludaron con una gran alegr?a. La sirvienta miraba a todos lados con curiosidad ya que estaba aqu? por primera vez. Marisol, al abrazar a Don Jos? y a su esposa, a la cocinera Mar?a y al viejo jardinero, con mucho gusto extendi? los m?sculos, y respirando con pleno pecho, exclam?: – Por fin, ?ya estoy en casa! ?qu? bien estar aqu?! Silvia – se dirigi? a su sirviente – Do?a Manuela te ense?ar? adonde llevar el equipaje. Yo por ahora, voy a pasear por el jard?n. La muchacha con gran placer dio una vuelta por su querido jard?n, disfrutando de sus hermosos paisajes, entre los ?rboles pintados con los colores del oto?o y flores exuberantes. Se dirigi? a su alberca preferida y se qued? all? admirando la placidez del agua; sobre su flor a?n florec?an bellas azucenas. Luego se ech? a la hierba y as? qued? acostada un rato mirando al cielo azul. Êîíåö îçíàêîìèòåëüíîãî ôðàãìåíòà. Òåêñò ïðåäîñòàâëåí ÎÎÎ «ËèòÐåñ». Ïðî÷èòàéòå ýòó êíèãó öåëèêîì, êóïèâ ïîëíóþ ëåãàëüíóþ âåðñèþ (https://www.litres.ru/marina-alexandrova/sabor-al-amor-prohibido-cronicas-del-siglo-de-oro/?lfrom=688855901) íà ËèòÐåñ. Áåçîïàñíî îïëàòèòü êíèãó ìîæíî áàíêîâñêîé êàðòîé Visa, MasterCard, Maestro, ñî ñ÷åòà ìîáèëüíîãî òåëåôîíà, ñ ïëàòåæíîãî òåðìèíàëà, â ñàëîíå ÌÒÑ èëè Ñâÿçíîé, ÷åðåç PayPal, WebMoney, ßíäåêñ.Äåíüãè, QIWI Êîøåëåê, áîíóñíûìè êàðòàìè èëè äðóãèì óäîáíûì Âàì ñïîñîáîì.
Íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë Ëó÷øåå ìåñòî äëÿ ðàçìåùåíèÿ ñâîèõ ïðîèçâåäåíèé ìîëîäûìè àâòîðàìè, ïîýòàìè; äëÿ ðåàëèçàöèè ñâîèõ òâîð÷åñêèõ èäåé è äëÿ òîãî, ÷òîáû âàøè ïðîèçâåäåíèÿ ñòàëè ïîïóëÿðíûìè è ÷èòàåìûìè. Åñëè âû, íåèçâåñòíûé ñîâðåìåííûé ïîýò èëè çàèíòåðåñîâàííûé ÷èòàòåëü - Âàñ æä¸ò íàø ëèòåðàòóðíûé æóðíàë.